Eran historias y canciones de los Siete Reinos, escritos en la lengua común. Dany le dio las gracias de todo corazón.
El magíster Illyrio dio una orden, y cuatro esclavos corpulentos se adelantaron portando un gran cofre de cedro con adornos de bronce. Al abrirlo descubrió los mejores terciopelos y damascos que se podían encontrar en las Ciudades Libres… y, sobre ellos, entre los suaves pliegues de los tejidos, había tres huevos grandes. Dany se quedó sin aliento. Eran los objetos más hermosos que había visto en la vida, cada uno diferente, de colores tan vivos que al principio pensó que tenían incrustaciones de piedras preciosas, y tan grandes que tuvo que utilizar ambas manos para coger uno. Lo alzó con delicadeza, pensando que era de esmalte o de frágil porcelana, o incluso de cristal soplado, pero pesaba como si fuera de piedra maciza. La superficie del huevo estaba cubierta de escamas diminutas y, cuando le dio vueltas entre los dedos, brillaron como metal pulido a la luz del sol poniente. Uno de los huevos era de color verde oscuro con motitas de bronce que aparecían y desaparecían al moverlo. Otro era de color crema con vetas doradas. El último era negro, negro como el mar de medianoche, pero con remolinos y ondulaciones escarlata que parecían darle vida.
—¿Qué son? —preguntó, maravillada.
—Huevos de dragón, de las Tierras Sombrías que están más allá de Asshai —dijo el magíster Illyrio—. Se han convertido en piedra con los eones, pero conservan el fuego y la belleza.
—Los guardaré como un tesoro.
Dany había oído historias acerca de huevos como aquéllos, pero jamás había visto uno, ni soñado que llegaría a verlo. Era un regalo espléndido, aunque sabía que Illyrio se podía permitir tal generosidad. Al venderla a Khal Drogo había ganado una fortuna en caballos y esclavos.
Los jinetes de sangre del khal le presentaron las tres armas tradicionales, y eran sin duda magníficas. Haggo le ofreció un gran látigo de cuero con empuñadura de plata, Cohollo un arakh magnífico con engastes de oro, y Qotho un arco largo de huesodragón, más alto que ella. El magíster Illyrio y Ser Jorah le habían enseñado la fórmula tradicional para rechazar aquellos obsequios.
—Es un regalo digno de un gran guerrero, oh sangre de mi sangre, y yo soy una simple mujer. Que los reciba en mi lugar mi señor esposo.
De manera que Khal Drogo también tuvo «regalos de novia».
Otros dothrakis le entregaron también obsequios sin fin: chinelas, joyas, anillos de plata para el cabello, cinturones de medallones, chalecos teñidos, suaves pieles, sedas, frascos de perfumes, prendedores, plumas, diminutas botellitas de cristal púrpura y una túnica tejida con las pieles de un millar de ratones.
—Un regalo principesco, khaleesi —dijo Illyrio acerca de esto último cuando le contaron de qué se trataba—. Trae buena suerte.
Los regalos se apilaban en torno a ella en grandes montones, más de los que podía imaginar, más de los que quería o tendría tiempo de usar en toda su vida.
Y, por último, Khal Drogo llevó ante ella su presente. Un susurro expectante se inició en el centro de la multitud cuando se alejó de Dany, un susurro que fue extendiéndose por todo el khalasar. Cuando regresó, los dothrakis que ya habían entregado sus regalos se apartaron para dejarle paso, y guió al caballo hasta detenerlo ante ella.
Era una yegua joven, briosa y espléndida. Dany sabía lo justo sobre caballos para comprender que no se trataba de un animal cualquiera. Tenía una cualidad especial que quitaba el aliento. Era gris como el mar del invierno, con crines que parecían humo plateado.
Extendió el brazo con gesto titubeante para acariciar el cuello del animal, pasó los dedos por la plata de sus crines. Khal Drogo dijo algo en dothraki, y el magíster Illyrio se lo tradujo.
—Dice el khal que es plata para la plata de vuestro cabello.
—Es preciosa —murmuró Dany.
—Es el orgullo del khalasar —dijo Illyrio—. La tradición manda que la khaleesi cabalgue a lomos de una montura digna del lugar que ocupa al lado del khal.
Drogo se adelantó y le rodeó la cintura con las manos. La alzó con tanta facilidad como si se tratara de una niña y la sentó en la fina silla dothraki, mucho más pequeña que aquellas a las que estaba acostumbrada. Dany titubeó un instante, insegura. Nadie le había dicho cómo debía comportarse en aquel momento.
—¿Qué hago ahora? —preguntó a Illyrio.
—Coged las riendas y cabalgad —respondió Ser Jorah Mormont—. No hace falta que os alejéis mucho.
Dany, nerviosa, se hizo con las riendas y metió los pies en los estribos. Como amazona no era demasiado buena; había pasado mucho más tiempo viajando en barcos, en carruajes y en palanquines que a caballo. Rezó para no caerse y quedar en ridículo, y dio a la yegua un ligero toque con las rodillas.
Y por primera vez en horas, olvidó el miedo. O quizá fuera por primera vez en la vida.
La yegua color gris plata tenía un trote suave como la seda; la multitud se abrió para dejarles paso, todos los ojos estaban clavados en ella. Dany se sorprendió a sí misma moviéndose mucho más deprisa de lo que había pretendido, pero era una sensación más emocionante que aterradora. La yegua cambió a un trote rápido, y Dany sonrió. Los dothrakis le abrían camino. La más leve presión de sus piernas, el menor toque de riendas, y la yegua respondía. La puso al galope, y los dothrakis empezaron a aclamarla, a reír y a gritar mientras se apartaban de su trayectoria. Al dar media vuelta para emprender el regreso, se encontró con que una hoguera ardía en su camino. Imposible desviarse a un lado o al otro, y tampoco tenía espacio para detenerse. Una osadía que jamás había sentido invadió a Daenerys, que espoleó a su montura.
La yegua plateada saltó las llamas como si tuviera alas.
—Di a Khal Drogo que me ha regalado el viento —pidió al magíster Illyrio cuando se detuvo ante él.
El obeso pentoshi se acarició la barba amarilla y repitió sus palabras en dothraki, y por primera vez Dany vio sonreír a su esposo.
El último jirón de sol desapareció tras los altos muros de Pentos en aquel momento. Dany había perdido la noción del tiempo. Khal Drogo ordenó a sus jinetes de sangre que le llevaran su caballo, un esbelto semental castaño rojizo. Mientras el khal lo ensillaba, Viserys se acercó a Dany, que seguía a lomos de la yegua plateada, y le clavó los dedos en la pierna.
—Haz que quede satisfecho, hermanita, o te juro que verás despertar al dragón como nunca lo has visto antes.
El miedo regresó con las palabras de su hermano. Volvió a sentirse una niña; tenía sólo trece años y estaba sola, no se sentía preparada para lo que estaba a punto de suceder.
Cabalgaron juntos mientras empezaban a aparecer las estrellas, y dejaron atrás el khalasar y los palacios de hierba. Khal Drogo no le dirigió la palabra; se limitó a montar su semental a paso ligero en el crepúsculo. Las campanillas de plata de su larga trenza tintineaban suavemente.
—Soy de la sangre del dragón —susurraba Dany tras él, tratando de conservar el valor—. Soy de la sangre del dragón. Soy de la sangre del dragón.
El dragón nunca tenía miedo.
Más adelante no habría sabido decir cuánto tiempo pasó ni cuánta distancia recorrieron a caballo, pero ya había oscurecido por completo cuando se detuvieron en un prado cubierto de hierba junto a un arroyo. Drogo descabalgó y la bajó de la yegua. Dany se sentía frágil como el cristal en sus manos, y no se atrevía a confiar en sus piernas. Se quedó allí, desvalida y temblorosa con su túnica matrimonial de seda, mientras él ataba los caballos; cuando se volvió para mirarla, ella se echó a llorar.