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—Sí—dijo al final. Una palabra, seca, para zanjar el asunto.

—El Matarreyes —dijo Ned. De modo que los rumores eran ciertos. Estaba pisando terreno peligroso, y lo sabía—. Es un hombre muy capaz y valiente —siguió, cauteloso—, pero su padre es el Guardián de Occidente, Robert. Con el tiempo, Ser Jaime heredará ese honor. Nadie debería tener el control sobre Oriente y Occidente a la vez.

No mencionó lo más preocupante: que esa designación pondría la mitad de los ejércitos del reino en manos de los Lannister.

—Libraré esa batalla cuando se presente el enemigo —replicó el rey con tozudez—. Por el momento Lord Tywin sigue en Roca Casterly y parece decidido a vivir mil años, así que dudo mucho que Jaime herede nada a corto plazo. No me fastidies con esto, Ned, he tomado una decisión.

—¿Puedo hablar con sinceridad, Alteza?

—Por lo visto no hay manera de impedirlo —gruñó Robert mientras seguían cabalgando por la hierba alta.

—¿Crees que puedes confiar en Jaime Lannister?

—Es el hermano gemelo de mi esposa, y Hermano Juramentado de la Guardia Real. Su vida, su fortuna y su honor están ligados a los míos.

—Igual que estaban ligados a los de Aerys Targaryen —señaló Ned.

—¿Por qué voy a desconfiar de él? Siempre ha hecho todo lo que le he pedido. Su espada contribuyó a conseguir el trono que ocupo.

«Su espada contribuyó a ensuciar el trono que ocupas», pensó Ned, pero no permitió que las palabras llegaran a sus labios.

—Juró proteger la vida de un rey con la suya propia. Y le cortó la garganta a ese mismo rey.

—¡Por los siete infiernos, alguien tenía que matar a Aerys! —gritó Robert al tiempo que tiraba de las riendas para que su caballo se detuviera bruscamente junto a un antiguo túmulo—. Si no lo hubiera hecho Jaime nos habría tocado a ti o a mí.

—Nosotros no éramos Hermanos Juramentados de la Guardia Real —replicó Ned. Decidió que ya había llegado el momento de que Robert supiera toda la verdad—. ¿Te acuerdas del Tridente, Alteza?

—Allí fue donde conseguí mi corona, ¿cómo quieres que me olvide?

—Rhaegar te hirió —le recordó Ned—. Así que, cuando las huestes de Targaryen se dieron a la fuga, dejaste la persecución en mis manos. Los supervivientes del ejército de Rhaegar huyeron de vuelta a Desembarco del Rey. Nosotros los perseguimos. Aerys estaba en la Fortaleza Roja con varios miles de hombres que le eran leales. Yo estaba seguro de que nos encontraríamos las puertas de la ciudad cerradas.

—Y en vez de eso, cuando llegaste nuestros hombres habían tomado la ciudad. —Robert asintió con un gesto impaciente—. ¿Y qué?

—No fueron nuestros hombres —explicó Ned con calma—, sino los de los Lannister. En los baluartes ondeaba el león de los Lannister, no el venado coronado. Y se habían valido de la traición para tomar la ciudad.

La guerra llevaba entonces casi un año de fieros combates. Algunos nobles de las grandes casas y de las menores se reunieron bajo el estandarte de Robert; otros permanecieron leales a los Targaryen. Los poderosos Lannister de Roca Casterly, los Guardianes de Occidente, permanecieron al margen de todo e hicieron caso omiso de las llamadas a las armas que les llegaban tanto del bando rebelde como de la facción monárquica. Seguramente Aerys Targaryen pensó que los dioses habían oído sus plegarias cuando vio a Lord Tywin Lannister ante las puertas de Desembarco del Rey, con un ejército de doce mil hombres y jurándole lealtad. De modo que el Rey Loco cometió la última locura: abrió a los leones las puertas de su ciudad.

—Los Targaryen son expertos en el tema de la traición —dijo Robert. Se estaba enfureciendo de nuevo—. Los Lannister les pagaron con la misma moneda. Era lo que se merecían, ni más ni menos. Eso no me va a quitar el sueño.

—Tú no estuviste allí. —La voz de Ned estaba llena de amargura. A él sí le había quitado el sueño. Llevaba viviendo con aquellas mentiras catorce años, y todavía le provocaban pesadillas—. Fue una conquista sin honor.

—¡Los Otros se lleven tu honor! —maldijo Robert—. ¿Acaso los Targaryen saben siquiera qué es eso? ¡Baja a tu cripta, pregúntale a Lyanna sobre el honor del dragón!

—A Lyanna la vengaste en el Tridente —dijo Ned al tiempo que tiraba de las riendas para detenerse junto al rey. «Prométemelo, Ned», había susurrado ella.

—Eso no me la devolvió. —Robert apartó la vista, clavó la mirada en la distancia gris—. Maldigo a los dioses, me concedieron una victoria vacía. Una corona… ¡Yo había rezado por tu hermana! Por recuperarla sana y salva, y que fuera mía de nuevo, como estaba previsto. Dime, Ned, ¿de qué sirve llevar corona? Los dioses se burlan de las plegarias de reyes y pastores por igual.

—No puedo hablar por los dioses, Alteza. Sólo sé lo que vi cuando llegué aquel día a la sala del trono —dijo Ned—. Aerys estaba en el suelo, muerto, ahogado en su sangre. Los cráneos de dragón colgaban de las paredes. Los hombres de los Lannister estaban por todas partes. Jaime vestía la capa blanca de la Guardia Real sobre la armadura dorada. Es como si lo viera. Hasta su espada tenía reflejos de oro. Se había sentado en el Trono de Hierro, por encima de sus caballeros, y llevaba un yelmo con forma de cabeza de león. ¡Cómo resplandecía!

—Eso ya lo sabe todo el mundo —protestó el rey.

—Yo seguía a caballo. Recorrí la sala en medio del silencio, entre las largas hileras de cráneos de dragón. Parecía que me observaran. Me detuve ante el trono y alcé la vista para mirar a Jaime. Tenía la espada dorada cruzada sobre las piernas, con el filo manchado por la sangre de un rey. Mis hombres fueron entrando detrás de mí. Los hombres de los Lannister retrocedieron. No llegué a decir ni una palabra. Lo miré fijamente en su trono, y aguardé. Por último, Jaime se echó a reír, se levantó y se quitó el yelmo.

»—No temas, Stark, únicamente se lo estaba calentando a nuestro amigo Robert —me dijo—. Lamento comunicarte que, como asiento, no es muy cómodo.

El rey soltó una carcajada que sonó como un rugido. El ruido sobresaltó a una bandada de cuervos, que salieron volando de entre la hierba y batieron las alas en el aire, enloquecidos.

—¿Crees que debo desconfiar de Lannister porque se sentó un rato en mi trono? —Las carcajadas sacudían su cuerpo—. Jaime tenía diecisiete años, Ned, era poco más que un niño.

—Niño u hombre, no tenía derecho a ese trono.

—Puede que estuviera cansado —sugirió Robert—. Matar reyes es un trabajo agotador. Y bien saben los dioses que en esa maldita sala no hay otro sitio donde poner el culo. Y por cierto, te dijo la verdad, es una silla incomodísima. En más de un sentido. —El rey sacudió la cabeza—. Bueno, ahora que ya conozco el terrible pecado de Jaime, podemos olvidarnos de este asunto. Estoy harto de secretos, de trifulcas y de asuntos de estado, Ned. Es tan aburrido como contar calderilla. Venga, vamos a cabalgar, que en los viejos tiempos lo hacías bien. Quiero volver a sentir el viento en el rostro.

Espoleó a su caballo y emprendió el galope sobre el túmulo, dejando a su espalda una lluvia de tierra.

Durante un momento Ned no lo siguió. Se había quedado sin palabras, y lo invadía una sensación abrumadora de impotencia. Se preguntó, no por primera vez, qué hacía allí, por qué había llegado hasta donde estaba. Él no era un Jon Arryn, dispuesto a reprimir las locuras de su rey y a inculcarle sabiduría. Robert haría lo que le viniera en gana, como había hecho siempre, y nada que Ned dijera o hiciera tendría importancia. Su lugar estaba en Invernalia. Su lugar estaba con Catelyn en aquel momento de dolor, y con Bran.

Pero no siempre era posible estar en el lugar que le correspondía a cada uno, meditó. Eddard Stark, resignado, espoleó a su caballo y emprendió la marcha en pos del rey.