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—Sí, mi señora. —El hombre inclinó la cabeza—. Pero los nombramientos…

—Yo me encargaré de los nombramientos —dijo Robb.

Catelyn no lo había oído llegar, pero estaba en la puerta, mirándola. Con un repentino ramalazo de vergüenza se dio cuenta de que había estado gritando. ¿Qué le pasaba? Estaba agotada, y le dolía la cabeza constantemente.

El maestre Luwin miró a Catelyn, luego a su hijo.

—He preparado una lista con todas las personas que deberíamos tener en cuenta para ocupar las vacantes —dijo al tiempo que tendía a Robb el papel que se había sacado de la manga.

El muchacho repasó los nombres. Catelyn advirtió que venía del exterior; tenía las mejillas enrojecidas por el frío y el viento le había revuelto el pelo.

—Excelentes hombres —dijo—. Mañana hablaremos de ellos. —Le devolvió la lista. El maestre Luwin la hizo desaparecer rápidamente en la manga.

—Como digáis, mi señor.

—Ahora, déjanos solos —indicó Robb.

El hombre hizo una reverencia y salió de la estancia. Robb cerró la puerta y se volvió hacia su madre. Catelyn vio que llevaba una espada.

—¿Qué haces, madre?

Catelyn había pensado siempre que Robb se parecía a ella. Tenía la complexión de los Tully, el mismo pelo castaño, los mismos ojos azules, igual que Bran, Rickon y Sansa. Pero también en más de una ocasión había visto algo de Eddard Stark en su rostro, algo tan severo y duro como el norte.

—¿Que qué hago? —repitió asombrada—. ¿Cómo puedes preguntarme eso? ¿Tú qué crees? Estoy cuidando de tu hermano. De Bran.

—¿De verdad? No has salido de esta habitación desde que resultó herido. Ni siquiera fuiste a la entrada del castillo cuando mi padre y las chicas se fueron al sur.

—Los despedí aquí, y los vi partir por la ventana.

Había suplicado a Ned que no se fuera, no en aquel momento, y menos con lo que había pasado; la situación era completamente diferente, ¿no se daba cuenta? Fue inútil. Él le dijo que no tenía elección y decidió marcharse.

—No puedo dejarlo solo ni un momento, porque ese momento podría ser el último. Tengo que estar con él por si… por si…

Tomó la mano inerte de su hijo y entrelazó los dedos con los suyos. Era una mano tan frágil y enflaquecida, tan débil… pero, pese a todo, aún se notaba el calor de la vida a través de la piel.

—No se va a morir, madre. —El tono de Robb se había suavizado—. El maestre Luwin dice que el peligro de muerte ha pasado.

—¿Y si el maestre Luwin está equivocado? ¿Y si Bran me necesita y yo no estoy aquí?

—Rickon te necesita —replicó Robb bruscamente—. Sólo tiene tres años, no entiende qué está pasando. Cree que todos lo han abandonado y me sigue todo el día, se me agarra a la pierna y no para de llorar. No sé qué hacer con él. —Hizo una pausa y se mordisqueó el labio inferior, un gesto que le había visto cuando era pequeño—. Y yo también te necesito, madre. Lo intento, pero no puedo… no puedo hacerlo todo yo solo.

El repentino arrebato de emoción le quebró la voz, y Catelyn recordó que sólo tenía catorce años. Quiso levantarse, correr a él y abrazarlo, pero Bran la tenía agarrada por la mano y no pudo moverse.

En el exterior de la torre un lobo empezó a aullar. Catelyn se estremeció.

—Es el de Bran. —Robb abrió la ventana para que el aire de la noche entrara en la habitación de la torre, tan mal ventilada. El aullido se oyó con más fuerza. Era un sonido frío y solitario, lleno de melancolía y desesperación.

—No, no —dijo ella—. Bran necesita calor.

—Lo que necesita es oírlos cantar —dijo Robb. En algún lugar de Invernalia un segundo lobo empezó a aullar a coro con el primero, y luego un tercero, más cerca—. Peludo y Viento Gris —añadió Robb mientras sus voces subían y bajaban al unísono—. Si prestas atención se nota la diferencia.

Catelyn estaba temblando. Era la pena, era el dolor, era el aullido de los lobos huargo. Noche tras noche, los aullidos, el viento gélido y el castillo tan gris y tan vacío, siempre igual, siempre igual, y su niño tendido allí destrozado, el más dulce y cariñoso de sus hijos, el más encantador, Bran, que adoraba reír y trepar y soñaba con ser caballero, ahora todo eso se había acabado, nunca volvería a oír su risa. Sollozó, soltó la mano del niño y se tapó los oídos para protegerse de aquellos aullidos espantosos.

—¡Haz que se callen! —gritó—. No lo soporto, que se callen, que se callen, que se callen… ¡Mátalos, lo que sea, pero haz que se callen!

No recordó cómo cayó al suelo, pero Robb la tuvo que levantar y sostenerla con brazos fuertes.

—No tengas miedo, madre. Jamás le harían daño. —La ayudó a llegar hasta el catre que estaba en un rincón de la habitación—. Cierra los ojos —le dijo con cariño—. Descansa. El maestre Luwin dice que apenas has dormido desde la caída de Bran.

—No puedo —sollozó ella—. Que los dioses me perdonen, Robb, no puedo, ¿y si se muere mientras duermo, y si se muere, y si se muere…? —Los lobos seguían aullando. Catelyn gritó y volvió a taparse los oídos—. ¡Por los dioses, cierra la ventana!

—Sólo si me prometes que vas a dormir. —Robb se dirigió hacia la ventana, pero cuando iba a cerrar los postigos se oyó otro sonido por encima del aullido lastimero de los lobos huargo—. Son los perros —dijo, prestando atención—. Todos los perros están ladrando a la vez. Eso sí que es raro… —Catelyn oyó claramente cómo su hijo tragaba saliva. Alzó la vista, y lo vio muy pálido a la luz de la lamparilla—. Fuego —susurró el muchacho.

«Fuego —pensó ella—, ¡Bran!»

—Ayúdame —dijo apremiante mientras se incorporaba en el catre—. Ayúdame con Bran.

—La torre de la biblioteca se ha incendiado —dijo Robb; no dio señal de haberla oído.

Catelyn alcanzaba a ver la luz rojiza y parpadeante por la ventana abierta. Se relajó, aliviada. Bran estaba a salvo. La biblioteca se encontraba al otro lado del patio, el fuego no llegaría hasta allí.

—Gracias a los dioses —susurró.

—No te muevas de aquí, madre —dijo Robb mirándola como si se hubiera vuelto loca—. Volveré en cuanto apaguemos el fuego.

Salió corriendo, y lo oyó gritar a los guardias y descender a toda prisa, saltando los escalones de dos en dos.

En el exterior, en el patio, se oían gritos de «¡Fuego!», pasos apresurados, relinchos de caballos asustados y ladridos frenéticos de los perros del castillo. Mientras escuchaba aquel caos, se dio cuenta de que los aullidos habían cesado. Los lobos huargo estaban en silencio.

Catelyn se acercó a la ventana, murmurando una oración silenciosa de agradecimiento a los siete rostros de Dios. Al otro lado del patio, en la biblioteca, las llamaradas brotaban de las ventanas. Se quedó observando cómo la columna de humo se alzaba hacia el cielo y recordó con tristeza los libros que los Stark habían acumulado a lo largo de los siglos. Luego cerró los postigos.

Al darse la vuelta vio al hombre.

—No teníais que estar aquí —murmuró con voz ronca—. Aquí no tenía que haber nadie.

Era un hombrecillo menudo, sucio, con ropas marrones mugrientas y hedor a caballerizas. Catelyn conocía a todos los hombres que trabajaban en los establos y no era uno de ellos. Estaba flaco, tenía el pelo rubio y lacio, y los ojos claros muy hundidos en el rostro huesudo. Y llevaba una daga en la mano.

—No —dijo Catelyn mirando el cuchillo y a Bran. La palabra se le quedó trabada en la garganta, fue apenas un susurro. El hombre alcanzó a oírla.