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—Es un acto de misericordia —dijo—. Ya está muerto.

—No —repitió Catelyn más alto, había recuperado la voz—. No, no.

Corrió hacia la ventana para pedir ayuda a gritos, pero aquel hombre era más veloz de lo que había supuesto. Le tapó la boca con una mano, le echó la cabeza hacia atrás y le puso la daga en la garganta. El hedor que despedía era insoportable.

Catelyn agarró la hoja con las dos manos y tiró con todas sus fuerzas para apartársela de la garganta. Lo oyó maldecir junto a la oreja. Tenía los dedos resbaladizos por la sangre, pero no soltó la daga. La mano que le cubría la boca presionó con más fuerza, impidiéndole la respiración. Ella giró la cabeza hacia un lado y sus dientes encontraron carne. Se los clavó con fuerza en la palma de la mano. El hombre rugió de dolor. Catelyn le hincó aún más los dientes y dio un tirón desgarrador, y de pronto él la soltó. El sabor de la sangre le llenó la boca. Respiró una bocanada de aire y gritó, él la agarró del pelo y la empujó, Catelyn tropezó y cayó al suelo. Lo vio sobre ella, jadeante, tembloroso. Él todavía aferraba la daga con la mano derecha, llena de sangre.

—Aquí no tenía que haber nadie —repitió como un idiota.

Catelyn vio la sombra que se deslizaba por la puerta abierta tras él. Se oyó un ruido sordo que no llegaba a ser un gruñido, apenas un susurro amenazante, pero él también lo debió de oír porque empezó a darse la vuelta justo cuando el lobo saltaba. Hombre y bestia cayeron juntos, en parte sobre Catelyn. El lobo mordió. El grito del hombre duró menos de un segundo, lo que tardó el animal en arrancarle media garganta.

La sangre cayó como una lluvia cálida sobre el rostro de Catelyn.

El lobo la miraba. Tenía las fauces enrojecidas y empapadas, y los ojos le brillaban con destellos dorados en la oscuridad de la habitación. Se dio cuenta de que era el lobo de Bran.

—Gracias —susurró Catelyn con un hilo de voz.

Alzó la mano, temblorosa. El lobo se acercó con suavidad, le olfateó los dedos y lamió la sangre con una lengua húmeda y áspera. Cuando se la hubo limpiado se dio media vuelta sin hacer el menor ruido, se subió de un salto a la cama de Bran y se tendió junto a él. Catelyn se echó a reír, histérica.

Así fue cómo la encontraron Robb, el maestre Luwin y Ser Rodrik cuando irrumpieron con la mitad de los guardias de Invernalia. Tuvieron que esperar a que se calmara antes de abrigarla con mantas y llevarla al Gran Torreón, a sus habitaciones. La Vieja Tata la desnudó, la ayudó a entrar en la bañera llena de agua humeante y le limpió la sangre con un paño suave.

Después llegó el maestre Luwin a vendarle las heridas. Los cortes en los dedos eran profundos, llegaban casi hasta el hueso, y tenía el cuero cabelludo en carne viva en los puntos donde el hombre le había arrancado mechones enteros. El maestre le dijo que el dolor no había hecho más que empezar y le dio la leche de la amapola para ayudarla a dormir.

Por fin, Catelyn cerró los ojos.

Cuando volvió a abrirlos le dijeron que había dormido durante cuatro días. Catelyn asintió y se incorporó en la cama. Todo lo sucedido tras la caída de Bran le parecía una pesadilla, un sueño espantoso de sangre y pena, pero el dolor en las manos le recordaba que era muy real. Se sentía débil y aturdida, pero también decidida, como si le hubieran quitado un gran peso de encima.

—Traedme un trozo de pan con miel —dijo a sus sirvientas—, y avisad al maestre Luwin, tiene que cambiarme los vendajes.

La miraron sorprendidas y se apresuraron a cumplir sus órdenes.

Catelyn recordó cómo se había comportado y se sintió avergonzada. Les había fallado a todos: a sus hijos, a su esposo, a su Casa… No se repetiría jamás. Demostraría a aquellos norteños cuán fuerte podía ser una Tully de Aguasdulces.

Robb llegó antes que la comida que había pedido. Luego entraron Rodrik Cassel y el pupilo de Ned, Theon Greyjoy, y por último Hallis Mollen, un guardia fornido de barba castaña cuadrada. Robb le dijo que era el nuevo capitán. Su hijo vestía ropas de cuero tratado y cota de mallas, y llevaba una espada a la cintura.

—¿Quién era? —les preguntó Catelyn.

—Nadie lo sabe —respondió Hallis Mollen—. No era de Invernalia, mi señora. Algunos dicen que lo han visto aquí y por los alrededores del castillo en las últimas semanas.

—Entonces vino con el grupo del rey —dijo—, o con alguno de los Lannister. Debió de quedarse atrás cuando se fueron todos.

—Es posible —asintió Hal—. Últimamente ha habido tanto forastero en Invernalia que no había manera de decir con quién estaba cada uno.

—Se había escondido en los establos —dijo Greyjoy—. Se le notaba en el olor.

—¿Cómo pudo pasar desapercibido? —preguntó con brusquedad.

—Entre los caballos que Lord Eddard se ha llevado al sur y los que enviamos al norte para la Guardia de la Noche —dijo Hallis Mollen con la vista baja, avergonzado—, los establos están casi vacíos. Cualquiera podría esconderse de los mozos de cuadras. Quizá Hodor lo viera, se dice que últimamente se porta de manera muy rara, pero con lo bobalicón que es…

—Hemos descubierto dónde ha dormido estos días —intervino Robb—. Tenía noventa venados de plata en una bolsa de piel, escondida entre la paja.

—Menos mal que la vida de mi hijo no se vendió barata —dijo Catelyn con amargura.

—Perdonadme, mi señora. —Hallis Mollen la miró, confuso—. Pero, ¿cómo sabéis que quería matar al chico?

—Es una locura —dijo Greyjoy que también parecía dudarlo.

—Su objetivo era Bran —insistió Catelyn—. No dejaba de murmurar que yo no tenía que estar allí. Prendió fuego a la biblioteca, pensando que iría a apagarlo y que los guardias me acompañarían. Si no hubiera estado loca de pena quizá se habría salido con la suya.

—¿Por qué querría alguien matar a Bran? —dijo Robb—. Dioses, si no es más que un niñito indefenso, está dormido…

—Vas a tener que aprender a encontrar esas respuestas si quieres gobernar el norte, Robb. —Catelyn dirigió una mirada desafiante a su primogénito—. Dímelo tú. ¿Por qué querría nadie matar a un niño dormido?

Antes de que pudiera responder, las sirvientas volvieron de la cocina con una bandeja de comida. Había mucho más de lo que había pedido: pan recién hecho, mantequilla, miel, mermelada de zarzamoras, panceta, un huevo pasado por agua, un trozo de queso y una jarra de té de menta. Y junto con la comida llegó el maestre Luwin. Catelyn descubrió de repente que ya no tenía apetito.

—¿Cómo se encuentra mi hijo, maestre? —preguntó.

—Sin cambios, mi señora —contestó el hombre con la vista baja.

Era la respuesta que esperaba, ni más ni menos. Sentía un dolor punzante en las manos, como si la hoja de la daga estuviera todavía cortando la carne. Hizo salir a las sirvientas y clavó la mirada en Robb.

—¿No sabes aún la respuesta?

—Alguien tiene miedo de que Bran despierte —dijo el muchacho—. Tiene miedo de lo que pueda contar, de algo que sabe.

—Muy bien. —Catelyn se sintió orgullosa de él. Se volvió hacia el nuevo capitán de la guardia—. Hay que mantener a salvo a Bran. Hemos acabado con un asesino, pero puede que haya más.

—¿Cuántos guardias queréis que ponga, mi señora? —preguntó Hal.

—En ausencia de Lord Eddard, mi hijo es el señor de Invernalia —respondió ella.

—Quiero un hombre dentro de la habitación, día y noche, otro en la puerta, y dos al pie de las escaleras. —Robb se irguió un poco más—. Nadie puede entrar a ver a Bran si mi madre o yo no damos antes permiso.

—A vuestras órdenes, mi señor.

—De inmediato —sugirió Catelyn.

—Y que el lobo esté con él en la habitación —añadió Robb.