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—Sí… Sí —asintió Catelyn.

—Lady Stark —dijo Ser Rodrik mientras el guardia salía de la habitación—, ¿os fijasteis por casualidad en la daga que llevaba el asesino?

—Dadas las circunstancias no pude examinarla con detalle, pero te aseguro que estaba bien afilada —replicó Catelyn con una sonrisa seca—. ¿Por qué lo preguntas?

—Encontramos el cuchillo, ese rufián lo tenía todavía en la mano. Me pareció un arma de demasiado valor para un hombre así, de modo que la estudié a fondo. La hoja es de acero valyriano, y la empuñadura de huesodragón. Es imposible que le perteneciera. Se la tuvo que dar alguien.

—Cierra la puerta, Robb —dijo Catelyn después de asentir, pensativa. El muchacho la miró extrañado, pero obedeció—. Lo que voy a deciros no debe salir de esta habitación —siguió Catelyn—. Quiero que me lo juréis. Si mis sospechas son ciertas, aunque sea sólo en una mínima parte, Ned y mis hijas corren un peligro terrible, y la menor indiscreción que cometamos les podría costar la vida.

—Lord Eddard es como un segundo padre para mí —dijo Theon Greyjoy—. Lo juro.

—Tenéis mi palabra —dijo el maestre Luwin.

—Y la mía, señora —dijo Ser Rodrik.

—¿Y tú, Robb? —preguntó mirando a su hijo. El muchacho asintió—. Mi hermana Lysa cree que los Lannister asesinaron a su esposo, Lord Arryn, la Mano del Rey —continuó Catelyn—. He caído en la cuenta de que Jaime Lannister no participó en la cacería el día de la caída de Bran. Estuvo todo el tiempo aquí, en el castillo. —Se hizo un silencio de muerte en la habitación—. No creo que Bran se cayera de aquella torre —dijo rompiendo el silencio—. Creo que lo tiraron.

La conmoción se reflejó en los rostros.

—La sola idea es monstruosa, mi señora —dijo Rodrik Cassel—. Hasta el Matarreyes tendría escrúpulos a la hora de asesinar a un niño inocente.

—¿Tú crees? —dijo Theon Greyjoy—. Tengo mis dudas.

—La ambición de los Lannister es tan infinita como su orgullo —dijo Catelyn.

—El niño no había resbalado jamás —señaló el maestre Luwin, pensativo—. Conocía hasta la última piedra de Invernalia.

—Dioses —maldijo Robb; tenía el joven rostro ensombrecido por la ira—. Si es cierto, lo pagará muy caro. —Desenvainó la espada y la blandió en el aire—. ¡Lo voy a matar!

—¡Guarda eso! —le gritó Ser Rodrik hecho una furia—. Los Lannister están a cientos de leguas. Nunca desenvaines la espada si no tienes intención de utilizarla. ¿Cuántas veces te lo tengo que decir, chiquillo idiota?

Robb guardó la espada, avergonzado. De repente volvía a sentirse muy niño.

—Veo que el arma de mi hijo es ya de acero —dijo Catelyn a Ser Rodrik.

—Me pareció que era el momento adecuado —replicó el viejo maestro de armas.

—Desde luego —dijo mientras Robb la miraba con ansiedad—. Puede que Invernalia necesite pronto de todas sus espadas, y más vale que no sean de madera.

—Si llega la ocasión, señora —dijo Theon Greyjoy con la mano en la empuñadura de su arma—, recordad que mi Casa está en deuda con la vuestra.

—Lo único que tenemos son conjeturas. —El maestre Luwin jugueteó con los eslabones de su collar—. Estamos hablando de acusar al amado hermano de la reina. A ella no le va a hacer gracia. Si no conseguimos pruebas, más nos valdrá guardar silencio.

—¿Qué más pruebas quieres que la daga? —dijo Ser Rodrik—. La desaparición de un arma así no puede haber pasado desapercibida.

—Alguien tiene que ir a Desembarco del Rey —dijo Catelyn; había comprendido que sólo existía un lugar para dar con la verdad.

—Yo mismo —se ofreció Robb.

—No. Tú debes permanecer aquí. Siempre tiene que haber un Stark en Invernalia. —Miró a ser Rodrik, con sus bigotes blancos, al maestre Luwin vestido con la túnica gris, al joven Greyjoy, tan esbelto, tan moreno, tan impetuoso. ¿A quién enviar? ¿Cuál de ellos inspiraría mayor confianza? De pronto, supo la respuesta. Apartó a un lado las mantas. Tenía los dedos vendados tan rígidos e inútiles como si fueran de piedra. Bajó de la cama—. Tengo que ir yo —añadió.

—¿Os parece que es una idea sensata, mi señora? —dijo el maestre Luwin—. No cabe duda de que vuestra llegada despertará las sospechas de los Lannister.

—¿Y qué pasa con Bran? —preguntó Robb; el pobre muchacho parecía muy confuso—. No irás a decirme que piensas dejarlo solo.

—Ya he hecho por Bran todo lo que he podido —dijo Catelyn poniéndole una mano vendada en el hombro—. Ahora su vida está en manos de los dioses, y en las del maestre Luwin. Tú mismo me lo has dicho, Robb, tengo que pensar en el resto de mis hijos.

—Necesitaréis una buena escolta, mi señora —dijo Theon.

—Enviaré a Hal con un pelotón de guardias —señaló Robb.

—No —replicó Catelyn—. Un grupo numeroso llamaría la atención, y es lo que menos nos interesa. No quiero que los Lannister sepan que me dirijo hacia allí.

—Mi señora, al menos permitid que os acompañe yo —suplicó Ser Rodrik—. Una mujer no debe viajar sola por el camino real, es peligroso.

—No pienso ir por el camino real. —Meditó un instante y asintió—. Dos jinetes pueden ir tan deprisa como uno, y sin duda más que una columna larga que además tenga que mantenerse al ritmo de los carromatos. Agradeceré vuestra compañía, Ser Rodrik. Seguiremos el Cuchillo Blanco hasta el mar, y allí alquilaremos un barco en Puerto Blanco. Con un poco de suerte, caballos descansados y vientos favorables, llegaremos a Desembarco del Rey mucho antes que Ned y los Lannister.

«Y entonces —pensó—, que sea lo que los dioses quieran».

SANSA

Mientras desayunaban, la septa Mordane dijo a Sansa que Eddard Stark había salido al amanecer.

—El rey lo mandó llamar. Creo que se han ido otra vez de caza. Tengo entendido que por estas tierras todavía quedan uros salvajes.

—Nunca he visto un uro —dijo Sansa al tiempo que daba un trocito de panceta a Dama, por debajo de la mesa. La loba huargo lo tomó de su mano con la delicadeza de una reina.

—Una dama noble no echa de comer a los perros en la mesa —dijo la septa Mordane con un bufido de desaprobación al tiempo que partía otro trozo de panal para que la miel goteara sobre una rebanada de pan.

—No es una perra, es una loba huargo —señaló Sansa; Dama le lamía los dedos con su lengua áspera—. Además, mi padre dijo que podíamos traerlas con nosotras si queríamos.

—Eres una niña muy buena, Sansa. —Aquello no había servido para aplacar a la septa—. Pero en lo que respecta a esas criaturas pareces tan testaruda como tu hermana Arya. —Frunció el ceño—. Por cierto, ¿dónde está Arya?

—No tenía hambre —dijo Sansa. Sabía que, con toda probabilidad, su hermana habría bajado a hurtadillas a la cocina muchas horas antes, y engatusado a algún pinche para que le diera el desayuno.

—Recuérdale que hoy se tiene que poner un vestido bonito. Como el de terciopelo gris. Nos han invitado a viajar con la reina y con la princesa Myrcella en el carromato real; debemos estar impecables.

Sansa ya estaba impecable. Se había cepillado la larga cabellera castaña rojiza hasta que estuvo deslumbrante, y lucía su mejor vestido de seda azul. Llevaba más de una semana esperando aquel día. Viajar con la reina era un gran honor, y además vería al príncipe Joffrey. Su prometido. Sólo con pensar en ello sentía mariposas en el estómago, a pesar de que faltaban muchos años para que se casaran. Sansa todavía no conocía de verdad a Joffrey, pero estaba enamorada de él. Era como siempre había imaginado a su príncipe, alto, guapo, fuerte, con cabellos como el oro. Atesoraba las pocas oportunidades que tenía de estar con él. Si algo le daba miedo aquel día era Arya. Su hermana tenía la habilidad de estropearlo todo. Nunca se sabía por dónde iba a salir.