—¿Dónde estás, Will? —preguntó Ser Waymar desde abajo—. ¿Ves algo? —Caminaba con cautela, de pronto alerta, espada en mano. Él también debía de haber advertido su presencia, aun sin verlos—. ¡Responde! ¿Por qué hace tanto frío? —añadió.
Era cierto, hacía mucho frío. Will, tiritando, se aferró todavía con más fuerza a la rama. Apretó la cara contra el tronco del centinela. Notó la savia dulce y pegajosa en la mejilla.
Una sombra surgió de la oscuridad del bosque. Se alzó ante Royce. Era alta, tan dura y flaca como los huesos viejos, con carne pálida como la leche. Su armadura parecía cambiar de color cada vez que se movía; en un momento dado era blanca como la nieve recién caída, al siguiente negra como las sombras, o salpicada del oscuro verde grisáceo de los árboles. Con cada paso que daba, los juegos de luces y sombras danzaban como la luz de la luna sobre el agua.
Will oyó cómo a Ser Waymar Royce se le escapaba el aliento en un sonido siseante.
—No te acerques más —dijo el joven señor.
Tenía la voz chillona como la de un niño. Se echó la larga capa de marta más hacia atrás sobre los hombros para tener libertad de movimiento en los brazos durante el combate, y agarró la espada con ambas manos. El viento había cesado. Hacía mucho, mucho frío.
El Otro se deslizó adelante con pasos silenciosos. Llevaba en la mano una espada larga que no se parecía a ninguna que Will hubiera visto en la vida. En su forja no había tomado parte metal humano alguno. Era un rayo de luna translúcido, una esquirla de cristal tan delgada que casi no se veía de canto. Aquella arma emitía un tenue resplandor azulado, una luz fantasmagórica que centelleaba en su filo, y sin saber por qué Will comprendió que era más cortante que cualquier hoja.
—Adelante si quieres, bailemos. —Ser Waymar le hizo frente con valentía.
Alzó la espada por encima de la cabeza, desafiante. Le temblaban las manos a causa del peso, o tal vez fuera por el frío. Pero Will pensó que en aquel momento ya no era un crío, sino un hombre de la Guardia de la Noche.
El Otro se detuvo. Will le vio los ojos; azules, más oscuros y más azules que ningún ojo humano, de un azul que ardía como el hielo. Miró la espada temblorosa sobre la cabeza de Ser Waymar y vio cómo la luz de la luna fluía por el metal. Durante un instante, se atrevió a albergar esperanzas.
Salieron de entre las sombras en silencio, todos idénticos al primero. Eran tres… cuatro… cinco… Quizá Ser Waymar llegó a sentir el frío que emanaba de ellos, pero no los vio, no oyó cómo se aproximaban. Will tenía que lanzar un grito de aviso. Era su deber. Y su muerte, si osaba hacerlo. Se estremeció, se aferró al árbol con más fuerza y guardó silencio.
La espada transparente hendió el aire.
Ser Waymar la detuvo con acero. Cuando las hojas chocaron, no se oyó el ruido de metal contra metal; tan sólo un sonido agudo, silbante, casi por encima del umbral de audición, como el grito de dolor de un animal. Royce paró el segundo golpe, y el tercero, y luego retrocedió un paso. Otro intercambio de golpes, y volvió a retroceder.
Tras él, a derecha e izquierda, los observadores aguardaban pacientes, silenciosos, sin rostro, el dibujo cambiante de sus delicadas armaduras los hacía casi invisibles en el bosque. Pero no hicieron ademán alguno de intervenir.
Las espadas chocaron una y otra vez, hasta que Will sintió deseos de taparse los oídos para protegerse del lamento angustioso que emitían. Ser Waymar jadeaba ya por el esfuerzo, el aliento le surgía en nubecillas blancas a la luz de la luna. La hoja de su espada estaba cubierta de escarcha; la del Otro brillaba con luz azul.
Entonces, el quite de Royce llegó un instante demasiado tarde. La hoja transparente le cortó la cota de malla bajo el brazo. El joven señor lanzó un grito de dolor. La sangre manó entre las anillas. Despedía vapor en medio de aquel frío, y las gotas eran rojas como llamas al llegar a la nieve. Ser Waymar se llevó la mano al costado. El guante de piel de topo quedó teñido de rojo.
El Otro dijo algo en un idioma que Will no conocía; la voz era como el crujido del hielo en un lago invernal, y las palabras sonaban burlonas.
—¡Por Robert! —gritó Ser Waymar Royce haciendo acopio de toda su furia.
Y se lanzó hacia delante con un rugido, blandiendo la espada escarchada con ambas manos y descargando todo su peso en un ataque en arco paralelo al suelo. El Otro paró el golpe con un movimiento casi casual.
Cuando las hojas se encontraron, el acero saltó en mil pedazos.
Un grito despertó ecos en el bosque nocturno, y los restos de la espada salieron disparados como una lluvia de agujas. Royce cayó de rodillas entre gritos, y se tapó los ojos. La sangre manó entre sus dedos.
Los observadores se adelantaron al unísono, como si les hubieran dado alguna señal. Las espadas se alzaron y descendieron en un silencio sepulcral. Fue una carnicería sin ira. Las hojas translúcidas hendían la cota de malla como si fuera seda. Will cerró los ojos. Bajo él, sonaban voces y risas agudas como carámbanos.
Cuando reunió el valor necesario para mirar de nuevo, ya había pasado mucho tiempo, y el risco estaba desierto.
Siguió entre las ramas, sin apenas atreverse a respirar, mientras la luna se deslizaba por el cielo negro. Por fin, con los músculos agarrotados y los dedos entumecidos por el frío, bajó del árbol.
El cadáver de Royce yacía de bruces en la nieve, con un brazo extendido. La gruesa capa de marta estaba desgarrada por mil sitios. Allí tendido, muerto, resultaba más obvio que nunca que era muy joven. Un niño.
Encontró a unos metros lo que quedaba de la espada, con la punta rota y retorcida como un árbol sobre el que hubiera caído un rayo. Will se arrodilló, miró a su alrededor con cautela y la recogió. La espada rota sería la prueba que necesitaba. Gared sabría qué significaba, y si no, lo sabría el viejo oso Mormont, o el maestre Aemon. ¿Seguiría Gared esperando con los caballos? Tenía que darse prisa.
Will se levantó. Ser Waymar Royce estaba de pie junto a él.
Sus ropas lujosas eran andrajos; el rostro, una máscara ensangrentada. Tenía un fragmento afilado de su espada clavado en la pupila blanca y ciega del ojo izquierdo.
El derecho estaba abierto. La pupila ardía con un brillo azul. Veía.
La espada rota se le cayó de los dedos. Will cerró los ojos para rezar. Unas manos largas y elegantes le acariciaron la mejilla y se cerraron en torno a su garganta. Iban enguantadas en piel de topo de la mejor calidad, y estaban pegajosas por la sangre, pero su roce era frío como el hielo.
BRAN
El día había amanecido fresco y despejado, con un frío vivificante que señalaba el final del verano. Se pusieron en marcha con la aurora para ver la decapitación de un hombre. Eran veinte en total, y Bran cabalgaba entre ellos, nervioso y emocionado. Era la primera vez que lo consideraban suficientemente mayor para acompañar a su padre y a sus hermanos a presenciar la justicia del rey. Corría el noveno año de verano, y el séptimo de la vida de Bran.
Habían sacado al hombre de un pequeño fortín de las colinas. Robb creía que se trataba de un salvaje, que había puesto su espada al servicio de Mance Rayder, el Rey-más-allá-del-Muro. A Bran se le ponía la carne de gallina sólo con pensarlo. Recordaba muy bien las historias que la Vieja Tata les había contado junto a la chimenea. Los salvajes eran crueles, les decía, esclavistas, asesinos y ladrones. Se apareaban con gigantes y con espíritus malignos, se llevaban a los niños de las cunas en mitad de la noche y bebían sangre en cuernos pulidos. Y sus mujeres yacían con los Otros durante la Larga Noche, para dar a luz espantosos hijos medio humanos.
Pero el hombre que vieron atado de pies y manos al muro del fortín, esperando la justicia del rey, era viejo y huesudo, poco más alto que Robb. Había perdido en alguna helada las dos orejas y un dedo, y vestía todo de negro, como un hermano de la Guardia de la Noche, aunque las pieles que llevaba estaban sucias y hechas jirones.