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—Se lo recordaré —dijo, insegura—, pero se vestirá como siempre. —Esperaba no pasar demasiada vergüenza—. ¿Puedo retirarme?

—Sí.

La septa Mordane se sirvió otra rebanada de pan con miel, y Sansa se levantó del banco. Dama la siguió cuando salió de la sala común de la posada.

Una vez en el exterior, hizo una pausa entre los gritos, las maldiciones y el crujir de las ruedas de madera mientras los hombres desmontaban tiendas y pabellones, y cargaban los carros para emprender la marcha un día más. La posada era un gran edificio de piedra clara, tenía tres plantas, Sansa no había visto jamás otra tan grande; pero aun así sólo podía albergar a una tercera parte de la partida real, que contando a los hombres de su padre y a los jinetes libres que se les habían unido en el camino tenía ya más de cuatrocientos miembros.

Arya estaba a la orilla del Tridente, intentando que Nymeria se quedara quieta mientras le cepillaba el lodo seco del pelaje. A la loba no parecía gustarle nada. Arya vestía la misma ropa de montar que había llevado el día anterior, y también dos días antes.

—Tienes que ir a ponerte algo bonito —le dijo Sansa—. Te lo manda la septa Mordane. Hoy vamos a viajar en el carromato de la reina con la princesa Myrcella.

—Yo no —replicó Arya al tiempo que intentaba deshacer un nudo en el pelaje gris de Nymeria—. Mycah y yo vamos a cabalgar río arriba para buscar rubíes en el vado.

—Rubíes —repitió Sansa, desconcertada—. ¿Qué rubíes?

—Los rubíes de Rhaegar, por supuesto —contestó Arya mirándola como si la considerara estúpida—. Aquí es donde el rey Robert lo mató y consiguió la corona.

Sansa se quedó boquiabierta, mirando incrédula a su flacucha hermana pequeña.

—No puedes ir a buscar rubíes, la princesa nos está esperando. La reina nos invitó a las dos.

—Y a mí qué —replicó Arya—. La casa con ruedas no tiene ventanas, no se ve nada.

—Pero, ¿qué quieres ver? —preguntó Sansa, molesta. Ella se había vuelto loca de alegría con la invitación, y la idiota de su hermana lo iba a estropear todo, justo como se había temido—. No hay más que prados, granjas y refugios.

—Mentira —se empecinó Arya—. Si vinieras con nosotros alguna vez lo verías.

—No me gusta montar a caballo —replicó Sansa con convicción—. Te manchas toda, y luego te duele todo el cuerpo.

—No te muevas —ordenó Arya a Nymeria después de encogerse de hombros—. No te estoy haciendo daño. —Miró a Sansa—. Cuando estábamos cruzando el Cuello conté treinta y seis tipos de flores que no había visto en mi vida, y Mycah me enseñó un lagarto león.

Sansa se estremeció. Habían tardado doce días en cruzar el Cuello por un cenagal negro, interminable. Jamás lo había pasado peor. El aire era húmedo y pegajoso, el paso era tan estrecho que ni siquiera podían levantar bien el campamento por las noches y se veían obligados a pernoctar en medio del camino real. Los árboles semiahogados los asfixiaban al pasar, con ramas que goteaban de las que pendían cortinas de fungosidades macilentas. Había flores enormes que brotaban en el lodo y flotaban en charcas de agua estancada, pero cualquier imbécil que se saliera de la ruta para arrancar una se encontraba con arenas movedizas, serpientes acechando desde los árboles y lagartos león flotando en el agua como troncos negros con ojos y dientes.

Nada de eso detenía a Arya, claro. Un día se presentó con su sonrisa de caballo, el pelo enredado, la ropa llena de barro y un manojo de flores verdes y púrpuras para su padre. Sansa deseó con toda su alma que le dijera a Arya que debía aprender a comportarse como la dama de alta cuna que teóricamente era, pero en vez de eso la abrazó y le agradeció las flores. Aquello la hizo sentir aún peor.

Luego resultó que las flores color púrpura se llamaban «besos venenosos» y a Arya le salió un sarpullido por los brazos. Sansa pensó que así aprendería la lección, pero en vez de eso Arya se rió, y al día siguiente se frotó barro por los brazos, como cualquier campesina ignorante, sólo porque su amigo Mycah le dijo que así dejarían de picarle. También tenía ronchas y magulladuras en los brazos y en los hombros, verdugones violáceos y manchas verdosas y amarillentas. Sansa se las había visto cuando su hermana se desnudaba antes de acostarse. Sólo los siete dioses sabían cómo se había hecho aquello.

Arya seguía cepillando los nudos del pelaje de Nymeria, al tiempo que hablaba de las cosas que había visto en el viaje hacia el sur.

—La semana pasada divisamos una atalaya encantada, y el día anterior perseguimos una manada de caballos salvajes. Tendrías que haber visto cómo huyeron en cuanto olieron a Nymeria. —La loba se retorció ante un tirón, y Arya la regañó—. Para quieta, tengo que cepillarte el otro lado, estás llena de barro.

—No debes salirte de la columna —le recordó Sansa—. Lo dijo padre.

—Tampoco me alejé tanto. —Arya se encogió de hombros—. Además, Nymeria me acompañó. Y no lo hago todos los días. También es divertido cabalgar junto a los carromatos y charlar con la gente.

Sansa sabía bien con qué tipo de gente le gustaba charlar a Arya: escuderos, mozos de cuadra, sirvientas, ancianos, niños desnudos, jinetes libres de lenguaje grosero y linaje incierto… Arya trababa amistad con cualquiera. El tal Mycah era el peor: hijo de un carnicero, de trece años, sin la menor educación, dormía en el carromato de la carne y olía como el tajo del matadero. Sansa sentía náuseas sólo con verlo, pero por lo visto Arya prefería su compañía a la de su hermana.

—Tienes que venir conmigo —dijo Sansa, que empezaba a perder la paciencia—. No puedes desobedecer a la reina. La septa Mordane te está esperando.

Arya hizo caso omiso. Tironeó con fuerza del cepillo. Nymeria gruñó y se zafó de ella, agraviada.

—¡Vuelve ahora mismo!

—Nos darán té y pastas de limón —prosiguió Sansa, adulta y razonable. Dama se restregó contra su pierna. Ella la rascó detrás de las orejas, tal como sabía que le gustaba, y la loba se sentó a su lado para observar cómo Arya perseguía a Nymeria—. ¡No me digas que prefieres montar un caballo viejo y maloliente, y acabar toda sudorosa y magullada, en vez de tumbarte sobre almohadones de plumas y tomar pastas con la reina!

—La reina no me cae bien —dijo Arya sin darle importancia. Sansa se quedó boquiabierta. ¡Ni siquiera su hermana podía decir semejante cosa! Pero la niña siguió hablando, sin darse cuenta—. Además, no me deja que vaya con Nymeria.

Se puso el cepillo debajo del cinturón y se dirigió a su loba. Nymeria, cautelosa, la observó acercarse.

—La casa con ruedas de la reina no es lugar para una loba —dijo Sansa—. Y además, a la princesa Myrcella le dan miedo, ya lo sabes.

—Myrcella es una criaja. —Arya rodeó el cuello de Nymeria con el brazo, pero en cuanto sacó el cepillo la loba huargo se liberó de su presa y escapó. La niña lo tiró al suelo, frustrada—. ¡Ya verás cuando te atrape! —gritó.

Sansa no pudo disimular una leve sonrisa. En cierta ocasión el encargado de las perreras le había dicho que cada animal sale a su amo. Dio un rápido abrazo a Dama. La loba le lamió la mejilla, y Sansa dejó escapar una risita. Arya la oyó, y se dio media vuelta.

—Me importa un cuerno lo que digas, yo me voy a caballo. —Su rostro alargado, equino, tenía el gesto testarudo que significaba que iba a imponer su voluntad.