—Dioses, Arya, hay veces que pareces una chiquilla —suspiró Sansa—. De acuerdo, iré yo sola. Así será todo más agradable. Dama y yo nos comeremos todas las pastas de limón, y lo pasaremos mejor sin ti.
Se dio media vuelta para marcharse, pero el grito de Arya la alcanzó.
—¡A ti tampoco te dejarán entrar con Dama!
Desapareció persiguiendo a Nymeria por la orilla del río antes de que a Sansa se le ocurriera una respuesta.
Sola y humillada, Sansa emprendió el camino de vuelta hacia la posada; sabía que la septa Mordane la estaría esperando. Dama caminaba a su lado con pisadas suaves. La niña estaba al borde de las lágrimas. Ella sólo quería que las cosas fueran bonitas, agradables, igual que en las canciones. ¿Por qué no era Arya dulce, delicada y amable como la princesa Myrcella? Le habría encantado tener una hermana así.
No comprendía cómo dos hermanas podían ser tan diferentes, habiendo nacido con tan sólo dos años de diferencia. Ojalá Arya fuera bastarda, como su medio hermano Jon, así todo sería más sencillo. Si hasta se parecía a Jon, tenía el rostro alargado y el pelo oscuro de los Stark, sin rastro de los rasgos ni de la complexión de su madre. Y, según se rumoreaba, la madre de Jon había sido una vulgar campesina. En cierta ocasión, cuando era pequeña, Sansa había llegado a preguntar a su madre si no se habría cometido algún error. Quizá los grumkins habían secuestrado a su verdadera hermana. Pero su madre se echó a reír y le dijo que no, que Arya era su hija, hermana legítima de Sansa, sangre de su sangre. Sansa no creía que su madre tuviera motivo alguno para mentir, así que debía de ser verdad.
Cuando se acercó al centro del campamento su congoja se desvaneció en el aire. Ante la casa con ruedas de la reina se había reunido toda una multitud. A los oídos de Sansa llegó un murmullo de voces entusiasmadas. Alcanzó a ver que las puertas estaban abiertas; la reina se encontraba en la cima de los peldaños de madera y sonreía a alguien situado más abajo.
—Es un gran honor el que nos hace el Consejo, señores —la oyó decir.
—¿Qué pasa? —preguntó a un escudero que conocía.
—El Consejo ha enviado jinetes de Desembarco del Rey para que nos proporcionen escolta el resto del camino —respondió él—. Una guardia de honor para la familia real.
Sansa se moría por ver mejor, así que permitió que Dama le abriera un camino entre la multitud. La gente se apresuró a apartarse de la loba huargo. Cuando estuvo más cerca vio a dos caballeros que habían hincado la rodilla en tierra ante la reina; lucían unas armaduras tan refinadas y hermosas que la hicieron parpadear.
La armadura de uno de los caballeros mostraba un complicado diseño de escamas esmaltadas en blanco, tan brillantes como la nieve recién caída, con engastes y cierres de plata que brillaban al sol. Cuando se quitó el casco Sansa vio que se trataba de un anciano de pelo tan blanco como su armadura, pero pese a ello parecía fuerte y gallardo. Llevaba sobre los hombros la capa nívea de la Guardia Real.
Su acompañante tenía unos veinte años, y su armadura era de acero color verde oscuro como el de un bosque. Sansa no había visto jamás a un hombre tan atractivo; era alto, de constitución fuerte, con cabellos color negro azabache que le caían sobre los hombros y enmarcaban un rostro perfectamente afeitado en el que brillaban unos alegres ojos verdes a juego con la armadura. Llevaba bajo el brazo un yelmo astado con una magnífica rejilla de oro.
Al principio Sansa no se fijó en el tercer desconocido. No se había arrodillado como los otros. Estaba de pie a un lado, junto a los caballos, y lo observaba todo con una expresión sombría en el rostro huesudo. Tenía la tez afeitada, llena de cicatrices de viruelas, con las mejillas y los ojos hundidos. No parecía un anciano, pero apenas le quedaban unos mechones de cabello sobre las orejas, y los llevaba tan largos como la melena de una mujer. Su armadura era una cota de mallas color gris acero sobre cuero endurecido, simple y sin ningún adorno, que parecía antigua y muy usada. Sobre el hombro derecho se le veía la sucia empuñadura de cuero de un espadón de dos manos, que llevaba a la espalda porque era demasiado largo como para colgárselo de la cintura.
—El rey ha salido de caza, pero sé que cuando regrese se sentirá muy complacido de veros —decía la reina a los dos caballeros que se habían arrodillado ante ella.
Sansa no podía apartar la vista del tercer hombre. Éste pareció notar la presión de su mirada y volvió la cabeza muy despacio hacia ella. Dama gruñó. De pronto Sansa Stark se vio invadida por el terror más aplastante que había sentido en la vida. Dio un paso atrás y tropezó con alguien.
Unas manos fuertes la agarraron por los hombros, y durante un momento Sansa pensó que se trataba de su padre; pero al darse la vuelta vio el rostro quemado de Sandor Clegane, que la miraba desde arriba con la boca retorcida en una mueca que intentaba ser una sonrisa.
—¿Tiemblas, niña? —preguntó con voz áspera—. ¿Tanto miedo te doy?
Le daba miedo, sí, como había sucedido desde la primera vez que puso los ojos sobre el destrozo que había causado el fuego en aquel rostro, aunque en aquel momento no le pareció ni la mitad de aterrador que el otro. De todos modos Sansa se debatió para librarse de sus manos; el Perro se echó a reír, y Dama se interpuso entre ellos con un gruñido de advertencia. Sansa se dejó caer de rodillas y echó los brazos al cuello de la loba. A su alrededor se congregó un grupo boquiabierto, notaba todas las miradas clavadas en ella, y oyó comentarios en voz baja y risas ahogadas.
—Un lobo —dijo un hombre.
—Por los siete infiernos, es un huargo —dijo otro.
—¿Qué hace en el campamento? —insistió el primero.
—Los Stark los contratan como amas de cría —le llegó la voz áspera del Perro.
Sansa se dio cuenta de que los dos caballeros recién llegados la miraban, y miraban también a Dama con las espadas desenvainadas. Volvió a sentir miedo y vergüenza. Se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Ve con ella, Joffrey —oyó decir a la reina.
Y de pronto, allí estuvo su príncipe.
—Dejadla en paz —dijo Joffrey.
Se alzaba junto a ella hermoso como un sueño, vestido de cuero negro y lana azul, con rizos dorados que brillaban al sol como una corona. Le tendió la mano para ayudarla a levantarse.
—¿Qué sucede, mi dulce dama? ¿Qué temes? Nadie osará hacerte daño. Envainad todos las espadas. La loba es su mascota; eso es todo. —Miró a Sandor Clegane—. Y tú, Perro, fuera de aquí, asustas a mi prometida.
El Perro, siempre fiel, hizo una reverencia y se alejó silencioso entre el gentío. Sansa trató de controlarse. Se sentía estúpida. Era una Stark de Invernalia, una dama de noble cuna, y algún día sería reina.
—No ha sido culpa suya, mi dulce príncipe —intentó explicarle—. Fue por el otro.
Los dos caballeros recién llegados intercambiaron una mirada.
—¿Payne? —rió el joven de la armadura verde.
—Ser Ilyn también me da miedo a veces, hermosa dama —dijo a Sansa con amabilidad el más anciano, el de blanco—. Su aspecto inspira temor.
—Como debe ser. —La reina había bajado de la casa con ruedas. Los espectadores se apartaron para abrirle paso—. Si los malvados no temen a la Justicia del Rey, es que nos hemos equivocado al elegirlo para ese puesto.
—Entonces, Alteza, no cabe duda de que la elección fue acertada —dijo Sansa que había recuperado por fin la compostura.
Una carcajada general estalló a su alrededor.
—Bien dicho, niña —dijo el anciano de blanco—. Como corresponde a la hija de Eddard Stark. Es un honor conocerte, aunque haya sido de manera tan irregular. Soy Ser Barristan Selmy, de la Guardia Real.