A lo largo de la dársena se alineaban un centenar de muelles, y el puerto estaba lleno de barcos. Continuamente iban y venían botes pesqueros de altura y fluviales, los barqueros realizaban una y otra vez el trayecto entre las dos orillas del Aguasnegras, y las galeras mercantes descargaban productos de Braavos, Pentos y Lys. Catelyn divisó la engalanada barcaza de la reina, amarrada junto a un ballenero panzón del Puerto de Ibben con el casco alquitranado, mientras que, río arriba, una docena de navíos de guerra dorados y esbeltos reposaban sobre sus cascos, con las velas recogidas y los crueles espolones de acero lamidos por el agua.
Y dominándolo todo, observándolo todo de forma amenazadora desde la alta colina de Aegon, estaba la Fortaleza Roja: siete torres enormes, achatadas y coronadas por baluartes de hierro; una inmensa barbacana de aspecto macabro; salas abovedadas, puentes cubiertos, barracones, mazmorras y graneros; gruesos muros horadados de aspilleras para los arqueros… todo en piedra de un color rojo claro. Aegon el Conquistador había dirigido su construcción. Su hijo, Maegor el Cruel, la había finalizado. Después ordenó cortar la cabeza a todos los artesanos, albañiles y carpinteros que habían trabajado en ella. Juró que sólo los que llevaran la sangre del dragón conocerían los secretos de la fortaleza que los Señores Dragón habían construido.
Pero ahora los pendones que ondeaban en las almenas eran dorados, no negros, y allí donde el dragón de tres cabezas había vomitado fuego se erguía el venado coronado de la Casa Baratheon.
Un navío de mástiles altos procedente de las Islas del Verano salía del puerto en aquel instante, con las velas blancas hinchadas por el viento. El Danzarín de las Tormentas pasó junto a él en dirección a la orilla.
—Mi señora —empezó Ser Rodrik—, mientras estaba en cama me he dedicado a pensar cuál sería la mejor manera de actuar. No debéis arriesgaros a entrar en el castillo. Iré yo, y pediré a Ser Aron que se reúna con vos en un lugar seguro.
Catelyn miró al anciano caballero mientras la galera se acercaba al muelle. Moreo gritaba órdenes en el valyriano vulgar de las Ciudades Libres.
—Corréis tanto peligro como yo.
—No soy de la misma opinión —dijo Ser Rodrik con una sonrisa—. He visto mi reflejo en el agua y me ha costado reconocerme. Mi madre fue la última persona que me vio sin bigotes, y murió hace ya cuarenta años. Creo que estaré a salvo, mi señora.
Moreo rugió una orden. Los sesenta remos se alzaron del río como si fueran uno solo, iniciaron un movimiento inverso y volvieron al agua. La galera perdió velocidad. Otra orden. Los remos se deslizaron dentro del casco. En cuanto llegaron al muelle, algunos marineros tyroshis saltaron a tierra para amarrar el barco. Moreo se acercó a Catelyn y Ser Rodrik, todo sonrisas.
—Ya estamos en Desembarco del Rey, mi señora, como ordenasteis. Y jamás barco alguno ha realizado el trayecto más deprisa, ni de manera más segura. ¿Necesitáis ayuda para llevar vuestras pertenencias al castillo?
—No vamos a alojarnos en el castillo. ¿Conoces alguna posada limpia y cómoda que no esté muy lejos del río?
—Sí, claro. —El tyroshi se acarició la barba verde—. Conozco varios locales adecuados para vuestras necesidades. Pero previamente, disculpad mi atrevimiento, está el asunto de la segunda mitad del pago, tal como acordamos. Y también la plata que, en vuestra generosidad, prometisteis como recompensa. Me parece que eran sesenta venados.
—Para los remeros —le recordó Catelyn.
—Claro, claro —asintió Moreo—. Aunque más valdrá que les guarde el dinero hasta que volvamos a Tyrosh. Por el bien de sus esposas e hijos. Si les dais la plata aquí se la jugarán a los dados o la dilapidarán toda en una noche de placer, mi señora.
—Hay cosas peores en las que gastar el dinero —intervino Ser Rodrik—. Se acerca el invierno.
—Cada cuál debe tomar sus propias decisiones —dijo Catelyn—. Se han ganado la plata. No es asunto mío cómo lo gasten.
—Como queráis, mi señora —asintió Moreo con una sonrisa y una reverencia.
Para asegurarse, Catelyn quiso pagar a los remeros en persona, un venado para cada uno y un cobre extra para los dos que transportaron sus baúles hasta la posada que les había recomendado Moreo, a medio camino de la cima de la colina Visenya. Era un local destartalado en el callejón de la Anguila. La propietaria era una vieja amargada, con un ojo estrábico que los miró con desconfianza, y mordió la moneda que le dio Catelyn para asegurarse de que no era falsa. Pero las habitaciones eran amplias y luminosas, y Moreo les había jurado que los guisos de pescado eran los más sabrosos de los Siete Reinos. Y, lo mejor de todo, la mujer no mostró el menor interés en saber sus nombres.
—Es aconsejable que no os acerquéis a la sala común —dijo Ser Rodrik cuando se hubieron instalado—. Ni en un lugar como éste sabe uno quién lo puede estar vigilando. —Tenía puesta la cota de mallas, y llevaba la daga y la espada larga bajo una capa oscura con capucha, que se echó sobre la cabeza—. Volveré con Ser Aron antes de que anochezca —prometió—. Deberíais descansar entretanto, mi señora.
Catelyn estaba cansada, sí. El viaje había sido largo y fatigoso, y ya no era joven. Las ventanas daban al callejón y a un paisaje de tejados, y a lo lejos se divisaba el Aguasnegras. Observó cómo Ser Rodrik se alejaba por las calles concurridas hasta que lo perdió de vista entre la multitud, y decidió seguir su consejo. El colchón estaba relleno de paja, no de plumas, pero no le costó lo más mínimo dormirse.
La despertaron unos golpes en la puerta.
Catelyn se incorporó bruscamente. A través de la ventana se veían los tejados de Desembarco del Rey, ahora teñidos de rojo por la luz del sol poniente. Había dormido más tiempo del que pretendía. Un puño volvió a golpear la puerta.
—¡Abrid en nombre del rey! —exigió una voz.
—Un momento —respondió. Se puso la capa. La daga estaba sobre la mesilla de noche. La cogió antes de abrir la pesada puerta de madera.
Los hombres que irrumpieron en la habitación vestían la cota de mallas negra y la capa dorada de la Guardia de la Ciudad. Al ver la daga en la mano de la mujer, su jefe sonrió.
—No la vais a necesitar, señora. Venimos para escoltaros hasta el castillo.
—¿Con qué autoridad? —El hombre le mostró una cinta. Catelyn se atragantó. El sello era un sinsonte en cera gris—. Petyr —dijo. Tan pronto. A Ser Rodrik le había pasado algo. Miró al jefe de los guardias—. ¿Sabéis quién soy?
—No, mi señora —dijo—. Mi señor Meñique sólo nos ordenó llevaros al castillo, e insistió en que se os diera un buen trato.
—Podéis esperar afuera mientras me visto —dijo Catelyn después de asentir.
Se lavó las manos en la jofaina y se puso vendas limpias. Tenía los dedos hinchados y torpes, y le costó trabajo atar los nudos del corpiño y echarse una capa parda sobre los hombros. ¿Cómo había sabido Meñique que estaba allí? Ser Rodrik no se lo habría dicho jamás. Era anciano, sí, pero también testarudo y leal hasta la muerte. ¿Habrían llegado tarde? Tal vez los Lannister estaban ya en Desembarco del Rey. No, si fuera así habría sido Ned el que llamara a su puerta. Entonces, ¿cómo…?
En aquel momento se le ocurrió. Moreo. El maldito tyroshi sabía quiénes eran y dónde estaban. Catelyn esperaba que, por lo menos, hubiera cobrado un alto precio por la información.