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– ¿Qué más sabes de ella? -le preguntó Nat a su amigo con aire de conspirador.

– Ah, así que es serio -exclamó Tom. Esta vez fue Nat quien golpeó a su amigo-. Tenemos que recurrir a la violencia física, ¿no? No creo que sea parte del código de Taft -añadió Tom-. Derrota a un hombre con la fuerza de tus argumentos, no con la fuerza de tu brazo; Oliver Wendell Holmes, si recuerdo correctamente.

– Oh, acaba con la cháchara y responde a la pregunta.

– No sé mucho más de ella, de verdad. Todo lo que recuerdo es que va a Westover y que juega de alero derecho en el equipo de hockey.

– ¿Qué estáis murmurando vosotros dos? -quiso saber el padre de Nat.

– Hablamos de Dan Coulter -contestó Tom, impávido-, uno de nuestros zagueros. Le estaba diciendo a Nat que se come ocho huevos en el desayuno todas las mañanas.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó la madre de Nat.

– Porque uno de los huevos siempre es el mío -respondió Tom, desconsolado.

Mientras sus padres se reían, Nat continuó mirando a la A de taft. Era la primera vez que se fijaba de verdad en una chica. Su concentración fue interrumpida por una tremenda ovación, cuando todos en su lado del estadio se pusieron de pie para saludar al equipo de Taft en su entrada al campo. Unos momentos más tarde, los jugadores de Hotchkiss aparecieron por el otro lado y sus seguidores se levantaron como un solo hombre para aclamarlos.

Fletcher también estaba de pie, pero sus ojos no se desviaban ni un instante de la animadora con la A en el jersey. Se sintió culpable al comprobar que la primera chica de la que se enamoraba era una seguidora de Taft.

– No pareces estar muy atento a nuestro equipo -le susurró el senador al oído.

– Oh, sí que lo estoy, señor -replicó Fletcher y de inmediato volvió su atención a los jugadores de Hotchkiss que realizaban los ejercicios de calentamiento.

Los capitanes de ambos equipos corrieron a través del campo para reunirse con el árbitro principal, que los esperaba en la línea de las cincuenta yardas. El árbitro lanzó al aire una moneda de plata que resplandeció a la luz del sol antes de caer en el césped. Los Bearcats se palmearon los unos a los otros cuando vieron el perfil de Washington.

– Tendría que haber pedido cara -dijo Fletcher.

Nat continuó mirándola mientras Diane subía a las gradas. Se preguntó cómo podría hacer para conocerla. No sería cosa fácil. Dan Coulter era un dios. ¿Cómo podía uno de los chicos nuevos escalar al Olimpo?

– ¡Buena carrera! -gritó Tom.

– ¿Quién ha sido? -preguntó Nat.

– Coulter, por supuesto. Acaba de hacer el primer down.

– ¿Coulter?

– ¡No me digas que todavía estabas mirando a su hermana cuando los Kissies perdieron la pelota!

– No, no lo estaba.

– Entonces podrás decirme cuántas yardas hemos ganado -dijo Tom, que miró a su amigo-. Ya me lo parecía, ni siquiera estabas mirando. -Exhaló un exagerado suspiro-. Creo que ha llegado el momento de aliviarte de tus sufrimientos.

– ¿A qué te refieres?

– Tendré que arreglar un encuentro.

– ¿Puedes hacerlo?

– Claro, su padre tiene un concesionario de coches y nosotros siempre le compramos los coches a él, así que solo tienes que venir y quedarte conmigo durante las vacaciones.

Tom no escuchó si su amigo había aceptado la invitación, porque su respuesta quedó ahogada por otra estruendosa ovación de los seguidores de Taft cuando los Bearcats consiguieron una intercepción.

Cuando sonó el silbato que marcaba el final del primer cuarto, Nat gritó entusiasmado, sin recordar que su equipo iba perdiendo. Permaneció de pie con la ilusión de que la chica de los cabellos rubios rizados y la más cautivadora de las sonrisas quizá se fijara en él. Pero cómo podía hacerlo si estaba saltando como una posesa para animar a los seguidores de Taft para que gritaran todavía más fuerte.

El silbato que indicó el inicio del segundo cuarto sonó demasiado pronto y cuando A desapareció entre la multitud de las gradas para ser reemplazada por treinta musculosos muchachos, Nat volvió a sentarse muy a su pesar y simuló concentrarse en el partido.

– ¿Me permite los prismáticos, señor? -le preguntó Fletcher al padre de Jimmy en el medio tiempo.

– Por supuesto, muchacho -respondió el senador y se los entregó-. Devuélvemelos cuando se reanude el partido.

Fletcher no percibió el tonillo en la voz de su anfitrión mientras enfocaba a la muchacha con la A en el jersey y deseó que se volviera para mirar a la parte contraria más a menudo.

– ¿Cuál es la que te interesa? -le susurró el senador.

– Solo miraba a los jugadores del Taft, señor.

– Si ni siquiera están en el campo -le advirtió el senador. A Fletcher se le subieron los colores-. ¿T, A, F o T? -preguntó el padre de Jimmy.

– La A, señor -admitió Fletcher.

El senador se hizo con los prismáticos, enfocó a la segunda chica por la izquierda y esperó a que se volviera.

– Apruebo tu elección, muchacho. ¿Qué pretendes hacer al respecto?

– No lo sé, señor -manifestó Fletcher, apenado-. A decir verdad, ni siquiera sé su nombre.

– Diane Coulter -le informó el senador.

– ¿Cómo lo sabe, señor? -preguntó Fletcher. Quizá, pensó, los senadores lo sabían todo.

– La investigación, muchacho. ¿Todavía no te lo han enseñado en Hotchkiss? -Fletcher lo miró, desconcertado-. Todo lo que necesitas saber está en la página once del programa -añadió el senador y le pasó el programa abierto.

La página once estaba dedicada a las animadoras de ambos equipos.

– Diane Coulter -repitió Fletcher, que miró embobado la foto.

Era un año más joven que Fletcher -las mujeres todavía están dispuestas a confesar su edad cuando tienen trece años- y tocaba el violín en la orquesta de su escuela. Cuánto lamentó no haber seguido el consejo de su madre y haber aprendido a tocar el piano.

Después de ganar con mucho esfuerzo y sufrimiento una yarda tras otra, Taft consiguió llegar a la línea, marcar el touchdown y situarse por delante. Como estaba mandado, Diane reapareció en el campo para hacer su número.

– Lo tuyo es grave -opinó Tom-. Supongo que tendré que presentártela.

– ¿Es verdad que la conoces? -le preguntó Nat, incrédulo.

– Claro que sí. Hemos estado yendo a las mismas fiestas desde que teníamos dos años.

– Me pregunto si tendrá novio.

– ¿Cómo puedo saberlo? ¿Por qué no pasas una semana con nosotros durante las vacaciones y me dejas a mí que me encargue del resto?

– ¿Puedes hacerlo?

– Te costará.

– ¿Qué tienes pensado?

– Asegúrate de acabar los deberes de las vacaciones antes de venir; así no tendré que preocuparme de repasarlo todo dos veces.

– Trato hecho -dijo Nat.

Sonó el silbato del tercer cuarto y después de una serie de pases brillantes, fue el turno de Hotchkiss de marcar un touchdown que les devolvió la delantera, a la que se aferraron hasta el final del cuarto.

– Hola, Taft, hola, Taft, estáis otra vez donde os merecéis -cantó el senador con voz desafinada, mientras los equipos marchaban al descanso.

– Todavía queda el último cuarto -le recordó Fletcher mientras el senador le pasaba los prismáticos.

– ¿Has decidido a cuál de los dos equipos apoyas, muchacho, o sigues hechizado por la Mata Hari de Taft? -Fletcher lo miró, intrigado. Tendría que averiguar quién era Mata Hari en cuanto volviera a su habitación-. Es probable que viva en la ciudad -añadió el senador-, en tal caso cualquiera de mi equipo tardará dos minutos en averiguar todo lo que necesitas saber de ella.

– ¿Incluso su dirección y el número de teléfono? -preguntó Fletcher.