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– Incluso si tiene novio -replicó el senador.

– ¿No será un abuso de su posición? -quiso saber Fletcher.

– Por supuesto que sí -convino el senador Gates-, pero cualquier político haría lo mismo si con ello pudiera asegurarse otros dos votos más en futuras elecciones.

– En cualquier caso, eso no solucionaría el problema de encontrarme con ella mientras estoy encerrado en Farmington.

– Eso lo podrías resolver si vinieras a pasar algunos días con nosotros después de Navidad; luego me ocuparé de que a ella y a sus padres los inviten a algún acto en el Capitolio.

– ¿Puede hacer eso por mí?

– Claro que sí, pero en algún momento tendrás que aprenderte el tema de los pactos si tienes que tratar con un político.

– ¿Qué es un pacto? -preguntó Fletcher-. Haré lo que sea.

– Nunca digas eso, muchacho, porque te encontrarás inmediatamente en desventaja para negociar. Sin embargo, todo lo que quiero a cambio en esta ocasión es que tú te las apañes para que Jimmy consiga no ser el último de la clase. Esa será tu parte del pacto.

– Trato hecho, senador -dijo Fletcher y le estrechó la mano.

– Me alegra escucharte -manifestó el senador-, porque Jimmy parece muy dispuesto a seguir tu liderato.

Era la primera vez que alguien mencionaba que Fletcher pudiese ser un líder. Hasta aquel momento ni siquiera se le había pasado por la cabeza. Pensó en las palabras del senador y no se dio cuenta de que Taft acababa de marcar el touchdown de la victoria hasta que Diane bajó de las gradas y comenzó a interpretar algo que lamentablemente se parecía mucho al festejo de la victoria. Ese año se había quedado sin un día de fiesta.

Al otro lado del estadio, Nat y Tom permanecieron fuera de los vestuarios, junto con una multitud de seguidores de Taft, quienes, con una única excepción, esperaban para vitorear a sus héroes. Nat le dio un codazo a su amigo cuando ella salió. Tom se adelantó rápidamente.

– Hola, Diane -dijo y, sin esperar la respuesta, añadió-: Quiero presentarte a mi amigo Nat. La verdad es que él quería conocerte. -Nat se sonrojó y no solo porque Diane le pareció incluso más bonita que en la foto-. Nat vive en Cromwell -añadió Tom con la mejor intención-, pero vendrá a pasar unos días con nosotros después de Navidad para que así puedas conocerlo mejor.

Nat solo tuvo clara una cosa después de esta presentación: Tom no había nacido para hacer carrera en el cuerpo diplomático.

8

Nat hizo todo lo posible por concentrarse en la Gran Depresión. Consiguió leer media página y luego se distrajo. Recordó el breve encuentro que había tenido con Diane, una y otra vez. No tardaba mucho porque ella apenas si había dicho una palabra antes de que apareciera su padre y le comentara que debían marcharse.

Había recortado su foto del programa del partido y la llevaba encima a todas partes. Comenzaba a lamentar no haber cogido por lo menos otros tres programas, porque el recorte estaba a punto de romperse de tanto manoseo. Había llamado a Tom a su casa a la mañana siguiente al partido con la excusa de hablar del crac de Wall Street y después preguntó sin darle mucha importancia:

– ¿Diane dijo algo de mí después de marcharme?

– Dijo que eras un encanto.

– ¿Nada más?

– ¿Qué más podía decir? Solo estuvisteis dos minutos juntos antes de que apareciera tu padre.

– ¿Le gusté?

– Dijo que eras un encanto y, si no recuerdo mal, mencionó algo de James Dean.

– No me lo creo. ¿Eso dijo?

– No, tienes razón, no lo dijo.

– Eres una rata.

– Muy cierto, pero una rata con un número de teléfono.

– ¿Tienes su número de teléfono? -preguntó Nat, incrédulo.

– Veo que te espabilas rápido.

– Dámelo.

– ¿Has acabado el trabajo sobre la Gran Depresión?

– Todavía no, pero lo tendré listo para el fin de semana. Espera mientras busco un lápiz. -Nat escribió el número en el dorso de la foto de Diane-. ¿Crees que se sorprenderá si la llamo?

– Creo que se sorprenderá si no lo haces.

– Hola, soy Nat Cartwright. Supongo que no te acuerdas de mí.

– No. ¿Quién eres?

– Soy el que conociste después del partido contra Hotchkiss y que se parece a James Dean.

Nat se miró al espejo. Nunca se había preocupado antes por su aspecto. ¿De verdad se parecía a James Dean?

Hicieron falta otros dos días y varios ensayos más antes de que Nat reuniera el coraje para marcar el número. En cuanto acabó el trabajo sobre la Gran Depresión, preparó una lista de frases que variaban de acuerdo con la persona que se pusiera al teléfono. Si se trataba del padre, diría: «Buenos días, señor, me llamo Nat Cartwright. Por favor, ¿puedo hablar con su hija?». Si era la madre, diría: «Buenos días, señora Coulter, me llamo Nat Cartwright. Por favor, ¿puedo hablar con su hija?». Si era la propia Diane la que atendía el teléfono, tenía preparadas diez frases, dispuestas en un orden lógico. Colocó las tres hojas de papel en la mesa junto al teléfono, inspiró a fondo y marcó el número con mucho cuidado. Daba la señal de comunicar. Quizá estaba hablando con algún otro chico. ¿Ya le había cogido de la mano, incluso lo había besado? ¿Salían juntos desde hacía tiempo? Un cuarto de hora más tarde llamó de nuevo. Continuaba comunicando. ¿Se había colado algún otro pretendiente? Esta vez solo esperó diez minutos antes de intentarlo de nuevo. En el momento en que escuchó la señal de llamada notó que el corazón se le desbocaba y a punto estuvo de colgar sin más demoras. Miró la lista de frases. Se interrumpió la señal. Alguien había cogido el teléfono.

– Hola -dijo una voz profunda. No necesitaba que le dijeran que era Dan Coulter.

Nat dejó caer el teléfono al suelo. Sin duda los dioses no atendían el teléfono, y en cualquier caso, no tenía preparada ninguna frase para el hermano de Diane. Se apresuró a recoger el aparato y colgó.

Nat releyó el trabajo escolar antes de marcar por cuarta vez. Por fin escuchó la voz de una chica.

– ¿Diane?

– No, soy su hermana Tricia -respondió una voz que sonaba mayor-. Diane no está en casa, pero supongo que volverá más o menos dentro de una hora. ¿Quién la llama?

– Nat. ¿Podrías decirle que la volveré a llamar dentro de una hora?

– Por supuesto -dijo la joven.

– Muchas gracias. -Nat colgó el teléfono. No tenía preparada ninguna pregunta o respuesta para una hermana mayor.

Nat debió de mirar su reloj unas sesenta veces durante la hora siguiente, pero así y todo dejó pasar un cuarto de hora de más antes de marcar el número. Era algo que había leído en la revista Teen: si te gusta una chica, no te muestres ansioso; las espanta. Por fin atendieron la llamada.

– Hola -dijo una voz juvenil.

Nat miró el guión.

– Hola, ¿puedo hablar con Diane?

– Hola, Nat, soy Diane. Tricia me dijo que habías llamado. ¿Cómo estás?

«Cómo estás» no figuraba en el guión. Tuvo que improvisar.

– Estoy bien -consiguió decir-. ¿Cómo estás tú?

– Bien -contestó ella.

Siguió otro largo silencio mientras Nat rumiaba la pregunta o frase adecuada.

– La semana que viene iré a Simsbury para pasar unos días con Tom -leyó al fin con voz monótona.

– Eso es fantástico -exclamó Diane-, entonces espero que nos topemos en algún momento.

Nat estaba seguro de que no había nada en el guión respecto a toparse en algún momento. Intentó leer todas las frases de un tirón.

– Nat, ¿estás ahí? -le preguntó Diane.

– Sí. ¿Hay alguna posibilidad de que nos veamos mientras estoy en Simsbury? -frase número nueve.

– Sí, por supuesto. Me encantaría.

– Adiós -dijo Nat con la mirada puesta en la frase número diez.