Durante el resto de la tarde, Nat intentó recordar toda la conversación en detalle, e incluso la transcribió línea por línea. Subrayó tres veces la frase: «Sí, por supuesto. Me encantaría». Como todavía faltaban cuatro días para ir a casa de Tom, se preguntó si debía llamar de nuevo a Diane, solo para confirmar. Buscó la revista Teen para recabar su consejo, a la vista de que parecían haberse anticipado a todos sus anteriores problemas. Teen no decía nada sobre una segunda llamada, pero sí recomendaba que en la primera cita se debía vestir de manera informal, mostrarse relajado y cada vez que surgiera la oportunidad mencionar a las otras chicas con las que se había salido. Él no había salido nunca con otras chicas y, todavía peor, no tenía prendas informales, aparte de una camisa a cuadros que había escondido en el último cajón de la cómoda media hora después de haberla comprado. Nat contó el dinero que había ahorrado de la paga por repartir periódicos -siete dólares con veinte centavos- y se preguntó si eso bastaría para comprar una camisa y unos pantalones informales. Lamentó no tener un hermano mayor.
Dio los últimos retoques a su trabajo escolar unas pocas horas antes de que se presentara su padre para llevarlo a Simsbury.
Mientras viajaban hacia el norte, Nat no dejó de preguntarse por qué no había llamado a Diane para acordar una hora y el lugar de la cita. Quizá se había marchado o decidido quedarse en casa de un amigo, un novio. ¿A los padres de Tom les molestaría que usara su teléfono en cuanto llegara?
– Oh, Dios mío -exclamó Nat cuando su padre entró con el coche por un camino particular y pasó por delante de una cuadra llena de caballos.
El padre de Nat le hubiese reprochado por blasfemar, pero él también estaba un tanto impresionado. Recorrieron casi dos kilómetros antes de llegar al patio de una magnífica casa colonial con columnas blancas y rodeada de árboles.
– Oh, Dios mío -repitió Nat. Esta vez no se libró de la reprimenda de su padre-. Lo siento, papá, pero Tom nunca mencionó que vivía en un palacio.
– ¿Por qué iba a hacerlo? -replicó su padre-. Cuando es algo por lo que le conocen. Por cierto, no es tu amigo íntimo por el tamaño de su casa, y si lo hubiese considerado necesario para impresionarte, lo hubiese mencionado hace tiempo. ¿Sabes a qué se dedica su padre? Porque una cosa está muy clara, no vende seguros de vida.
– Creo que es banquero.
– Tom Russell, por supuesto. El banco Russell -dijo su padre cuando aparcaron delante de la casa.
Tom les esperaba al pie de la escalinata de la galería.
– Buenas tardes, señor, ¿cómo está usted? -preguntó, mientras abría la puerta del conductor.
– Muy bien, gracias, Tom -respondió Michael, al tiempo que su hijo se apeaba del coche, con su vieja maleta con las iniciales M.C. grabadas junto a la cerradura.
– ¿Se reunirá con nosotros para tomar una copa, señor?
– Es muy amable de tu parte -dijo el padre de Nat-, pero mi esposa me espera para cenar, así que debo emprender el regreso inmediatamente.
Nat agitó una mano en el aire mientras su padre daba la vuelta en el patio y emprendía el viaje de vuelta a Cromwell.
Miró la casa y vio a un mayordomo que esperaba en lo alto de la escalinata. Se ofreció a llevarle la maleta, pero Nat se aferró a ella. El criado le condujo por una magnífica escalera circular hasta el segundo piso y le hizo pasar al dormitorio de los invitados. En casa de Nat solo tenían un dormitorio de invitados, que en esa casa hubiese sido un trastero. En cuanto salió el mayordomo, Tom le dijo:
– Acomódate a tu gusto y después baja, que conocerás a mi madre. Estaremos en la cocina.
Nat se sentó en una de las camas gemelas y con todo el dolor del alma se dijo que nunca podría invitar a Tom a que pasara unos días en su casa.
Tardó unos tres minutos en sacar de la maleta todo lo que había traído: dos camisas, un par de pantalones y una corbata. Dedicó un buen rato a inspeccionar el baño antes de dar algunos saltos en la cama. Era muy mullida. Aún esperó unos minutos antes de salir de la habitación y bajar las escaleras. Se preguntó si sería capaz de encontrar la cocina. El mayordomo le esperaba abajo y lo escoltó por el pasillo. Nat aprovechó para echar un rápido vistazo a cada habitación por la que pasaba.
– ¿Qué? -preguntó Tom-. ¿Está bien tu habitación?
– Sí, es fantástica -le respondió Nat, consciente de que su amigo no le estaba tomando el pelo.
– Mamá, este es Nat. Es el chico más inteligente de la clase, maldita sea.
– Por favor, Tom, habla bien -le amonestó la señora Russell-. Hola, Nat, encantada de conocerte.
– Buenas tardes, señora Russell, lo mismo digo. Tiene usted una casa muy bonita.
– Gracias, Nat. Estamos encantados de que puedas pasar unos días con nosotros. ¿Te apetece una Coca-Cola?
– Sí, por favor.
Una criada de uniforme fue a la nevera, sacó una botella de Coca-Cola y se la sirvió en un vaso con hielo.
– Gracias.
Nat observó a la criada, que volvió junto al fregadero para seguir pelando patatas. Pensó en su madre en Cromwell. También estaría pelando patatas, pero después de haber dado clases durante todo el día en la escuela.
– ¿Quieres que te enseñe la casa? -le preguntó Tom.
– Estupendo, pero ¿puedo hacer antes una llamada?
– No será necesario. Diane ya ha llamado.
– ¿Ya ha llamado?
– Sí, llamó esta mañana para preguntar a qué hora llegarías. Me rogó que no te lo dijera, así que podemos dar por sentado que está interesada.
– Entonces lo mejor será que la llame inmediatamente.
– No, eso es lo último que debes hacer -replicó Tom.
– Dije que lo haría.
– Sí, sé que lo dijiste, pero creo que antes debemos dar una vuelta por la casa.
Cuando la madre de Fletcher lo dejó en la casa del senador y la señora Gates en East Hartford, fue Jimmy quien abrió la puerta.
– Ahora no te olvides de que debes dirigirte al señor Gates como senador o señor.
– Sí, mamá.
– No le molestes con excesivas preguntas.
– No, mamá.
– Recuerda que una conversación entre dos personas debe ser cincuenta por ciento hablar y el otro cincuenta escuchar.
– Sí, mamá.
– Hola, señora Davenport, ¿cómo está usted? -preguntó Jimmy cuando abrió la puerta.
– Muy bien, gracias, Jimmy, ¿y tú?
– Estupendamente. Mamá y papá están en algún acto, pero ¿puedo ofrecerle una taza de té?
– No, muchas gracias. Tengo que llegar a tiempo para presidir una reunión de la junta de la fundación. Por favor, no olvides de darles mis saludos a tus padres.
Jimmy cargó con una de las maletas de Fletcher hasta el cuarto de invitados.
– Te he puesto en la habitación contigua a la mía, así que tendremos que compartir el baño.
Fletcher dejó su otra maleta sobre la cama, antes de observar los cuadros en las paredes: litografías de la guerra civil, por si acaso venía a alojarse algún sureño que no recordara quién había ganado. Los cuadros le recordaron a Jimmy que debía preguntarle a Fletcher si había acabado su redacción sobre Lincoln.
– Sí. ¿Tú has conseguido el número de teléfono de Diane?
– Tengo algo mucho mejor. He descubierto la cafetería donde va casi todas las tardes. Así que podríamos dejarnos caer por allí, a eso de las cinco, y si falla, mi padre ha invitado a los suyos a una recepción en el Capitolio mañana por la tarde.
– Quizá no vayan.
– Lo he mirado en la lista de invitados. Confirmaron su asistencia.
Fletcher recordó súbitamente el pacto que tenía con el senador.
– ¿Cómo llevas los deberes?
– Ni siquiera he empezado a hacerlos -confesó Jimmy.
– Jimmy, si no apruebas los parciales del próximo semestre, el señor Haskins te mandará a la clase de refuerzo y entonces no podré ayudarte.