Michael era incapaz de recordar el tiempo que había estado allí antes de volver junto al lecho de su esposa. Cuando abrió la puerta, le complació ver que Susan dormía profundamente. La besó con mucho cariño en la frente. «Amor mío, te veré mañana por la mañana, antes de ir al trabajo», le dijo, sin importarle el hecho de que ella no podía escucharle. Michael salió de la habitación y caminó por el pasillo hasta el ascensor, donde se encontró con el doctor Greenwood, que se había quitado la bata verde y vestía una americana y pantalón grises.
– No sabe lo mucho que desearía que todos los partos fueran tan sencillos -le comentó al orgulloso padre cuando el ascensor llegó a la planta baja-. En cualquier caso, señor Cartwright, vendré a última hora para ver cómo están su esposa y los mellizos. No es que espere ninguna complicación.
– Muchas gracias, doctor -contestó Michael-. Muchas gracias.
El doctor Greenwood sonrió, y ya se disponía a salir del hospital para regresar a su casa cuando vio entrar a una señora muy elegante. Se apresuró a cruzar el vestíbulo para ir al encuentro de Ruth Davenport.
Michael Cartwright miró atrás y vio al médico que mantenía abierta la puerta del ascensor para que entraran dos mujeres, una de ellas en un estado de gestación muy avanzado. Una expresión de ansiedad había reemplazado a la cordial sonrisa del doctor Greenwood. Michael rogó que la nueva paciente del médico tuviese un parto tan sencillo como el de Susan. Caminó hasta su coche con una sonrisa de oreja a oreja, mientras intentaba pensar en las cosas que debía hacer.
Lo primero era llamar a sus padres… los abuelos.
2
Ruth Davenport ya había aceptado que esa sería su última oportunidad. El doctor Greenwood, por razones profesionales, no lo hubiese dicho tan claramente, aunque después de dos abortos, no podía recomendarle a su paciente que corriera el riesgo de volver a quedarse embarazada.
Robert Davenport, en cambio, no estaba ligado por las mismas reglas profesionales y, cuando se enteró de que su esposa estaba embarazada por tercera vez, había actuado con su brusquedad habitual. Sencillamente le dio un ultimátum: «Esta vez te lo tomarás con mucha calma», un eufemismo que equivalía a «no hagas nada que pueda perjudicar el nacimiento de nuestro hijo». Robert Davenport daba por hecho que su primer hijo sería un varón. También tenía claro que sería difícil, si no imposible, que su esposa se lo tomara con calma. Al fin y al cabo, era la hija de Josiah Preston y a menudo se decía que de haber sido Ruth un chico, ella, y no su marido, hubiese acabado dirigiendo Farmacéutica Preston. Ruth había tenido que conformarse con el premio de consolación cuando sustituyó a su padre como presidenta de la Fundación del Hospital San Patricio, una causa a la que la familia Preston llevaba vinculada cuatro generaciones.
Si bien algunos de los miembros más antiguos de la fundación tuvieron que ser convencidos de que Ruth Davenport era de la misma pasta que su padre, apenas transcurrieron unas semanas para que aceptaran la evidencia de que ella no solo había heredado la energía y el empuje del viejo, sino que él le había transmitido todo su considerable conocimiento y sabiduría, que con harta frecuencia se vuelca en el hijo único.
Ruth no se había casado hasta cumplir los treinta y tres años. Desde luego no había sido por falta de pretendientes, muchos de los cuales habían hecho lo indecible para declarar su amor eterno a la heredera de los millones de Preston. Josiah Preston no había necesitado explicarle a su hija el significado de la palabra «cazadotes», porque la verdad era que ella sencillamente no se enamoró de ninguno de ellos. De hecho, Ruth había comenzado a creer que nunca se enamoraría. Hasta que conoció a Robert.
Robert Preston había llegado a Farmacéutica Preston de Roche tras pasar por la Johns Hopkins y la Harvard Business School, lo que el padre de Ruth describió como la «vía rápida». Que Ruth recordara, había sido lo más cerca que el viejo había estado de utilizar una expresión moderna. Robert había sido nombrado vicepresidente a los veintisiete años; a los treinta y tres se convirtió en el presidente delegado más joven en la historia de la empresa y batió el récord que había fijado el propio Josiah. Esta vez Ruth se enamoró de un hombre que no se sentía abrumado o intimidado por el apellido Preston y sus millones. Cuando Ruth insinuó que quizá debía adoptar el nombre de la señora Preston-Davenport, Robert se había limitado a preguntarle: «¿Cuándo conoceré al tal Preston-Davenport que pretende impedirme que me convierta en tu marido?».
Ruth anunció que estaba embarazada pocas semanas después de la boda y el aborto había sido la única mancha en una vida conyugal maravillosa. Sin embargo, el episodio no tardó en parecer una nube pasajera en un resplandeciente cielo azul, cuando volvió a quedar embarazada once meses más tarde.
Ruth había estado presidiendo una reunión de la junta en el hospital cuando comenzaron las contracciones, así que solo tuvo que subir dos pisos en el ascensor para presentarse en la consulta del doctor Greenwood. No obstante, ni toda su experiencia, ni la dedicación de su equipo o los aparatos más modernos pudieron salvar al bebé prematuro. Kenneth Greenwood recordó a su pesar que cuando era un médico muy joven se había enfrentado al mismo problema en el nacimiento de Ruth, y durante toda una semana nadie en el hospital creyó que la niña sobreviviría. Ahora, treinta y cinco años más tarde, la familia estaba pasando por el mismo calvario.
El doctor Greenwood decidió tener una conversación privada con el señor Davenport y le sugirió que quizá había llegado el momento de pensar en la adopción. Robert había aceptado de mala gana y dijo que le plantearía el tema a su esposa en cuanto considerara que se encontraba lo bastante fuerte.
Pasó otro año antes de que Ruth accediera a visitar una agencia de adopciones y por una de esas coincidencias del destino, y que a los novelistas no se les permite considerar, se quedó embarazada el mismo día que iba a visitar el orfanato de la ciudad. Esta vez Robert estaba decidido a evitar que un error humano fuese la razón para que su hijo no llegara al mundo.
Ruth aceptó el consejo de su marido y renunció a su cargo de presidenta de la fundación del hospital. Incluso estuvo de acuerdo en que debían contratar a una enfermera para que -en palabras de Robert- la vigilara todo el día. El señor Davenport entrevistó a varias aspirantes al puesto y tomó nota de aquellas que reunían los requisitos profesionales necesarios. Pero su decisión final estaría basada exclusivamente en si la aspirante tenía la fuerza de carácter suficiente para asegurarse de que Ruth mantendría su palabra de «tomárselo con calma» y vigilar que no recayera en los viejos hábitos de querer organizar todo lo que ocurría a su alrededor.
Después de una tercera ronda de entrevistas, Robert se decidió por la señorita Heather Nichol, que era una de las enfermeras mejor valoradas en la sala de maternidad del San Patricio. Le gustó su evidente sentido común y el hecho de que fuese soltera y careciera de los encantos físicos que pudieran hacer variar dicha condición en un futuro previsible. No obstante, lo que inclinó la balanza en favor de la señorita Nichol fue que hubiese ayudado a traer al mundo a más de mil bebés.
Robert se mostró encantado al ver lo rápido que la señorita Nichol se acomodó al ritmo de la familia, y, a medida que transcurrían los meses, incluso él comenzó a creer que no se enfrentarían al mismo problema por tercera vez. Cuando pasó el quinto, el sexto y el séptimo mes sin incidentes, Robert planteó por primera vez el tema de los nombres: Fletcher Andrew si era un niño, Victoria Grace si era una niña. Ruth solo expresó una preferencia: si era un niño le llamarían por el segundo nombre, pero en realidad solo deseaba que el bebé naciera sano.