Robert se encontraba en unas jornadas médicas en Nueva York cuando la señorita Nichol le hizo salir de una conferencia para informarle de que habían comenzado las contracciones. Él le aseguró que regresaría en tren inmediatamente y luego cogería un taxi en la estación para ir al hospital.
El doctor Greenwood salía del edificio después del feliz parto de los mellizos Cartwright cuando vio a Ruth Davenport que entraba por la puerta giratoria acompañada por la señorita Nichol. Dio media vuelta y alcanzó a las dos mujeres antes de que se cerraran las puertas del ascensor.
En cuanto instaló a su paciente en una habitación privada, el doctor Greenwood reunió rápidamente al mejor equipo de tocólogos que podía ofrecer el hospital. De haber sido la señora Davenport una paciente normal, él y la señorita Nichol podrían haberse encargado del parto sin la necesidad de buscar más ayuda. Sin embargo, después de la revisión, comprendió que a Ruth tendrían que hacerle una cesárea si no querían tener problemas con el parto. Alzó la mirada y rezó para sus adentros, muy consciente de que esa sería la última oportunidad para la mujer.
La intervención duró poco más de cuarenta minutos. En cuanto vio asomar la cabeza del bebé, la señorita Nichol exhaló un suspiro de alivio, pero hasta que el médico no cortó el cordón umbilical no añadió: «Aleluya». Ruth, que continuaba bajo los efectos de la anestesia general, no tuvo ocasión de ver la sonrisa de tranquilidad en el rostro del doctor Greenwood. El médico salió inmediatamente del quirófano para comunicarle al padre: «Es un niño».
Mientras Ruth dormía beatíficamente, fue la señorita Nichol quien llevó a Fletcher Andrew a la nursería, donde compartiría sus primeras horas de vida con los demás recién nacidos. En cuanto acabó de acomodar al bebé en la cuna, le encomendó a la enfermera que lo vigilara y regresó a la habitación de Ruth. La señorita Nichol se acomodó en una confortable butaca en una esquina de la habitación e intentó mantenerse despierta.
Faltaban un par de horas para el amanecer cuando la señorita Nichol se despertó sobresaltada. Oyó que le decían:
– ¿Puedo ver a mi hijo?
– Por supuesto que sí, señora Davenport -respondió la señorita Nichol al tiempo que se levantaba apresuradamente-. Ahora mismo iré a buscar al pequeño Andrew. -Mientras cerraba la puerta, añadió-: Solo tardaré un par de minutos.
Ruth se incorporó en la cama, acomodó la almohada, encendió la lámpara de la mesita de noche y esperó ansiosa la llegada de su hijo.
Mientras la señorita Nichol caminaba por el pasillo, miró la hora. Eran las 4.31 de la mañana. Bajó las escaleras hasta el quinto piso y se dirigió a la nursería. La señorita Nichol abrió la puerta sigilosamente para no despertar a ninguno de los bebés. Lo primero que hizo al entrar en la sala iluminada por un pequeño tubo fluorescente fue buscar a la enfermera de guardia. La vio dormida en un rincón. Decidió no despertarla porque probablemente esos serían los pocos minutos de descanso de los que podría disfrutar en su turno de ocho horas.
La señorita Nichol caminó de puntillas entre las dos hileras de cunas y solo se detuvo un momento para contemplar a los mellizos que se encontraban en una cuna doble instalada junto a la de Fletcher Andrew Davenport.
Miró al bebé al que nunca le faltaría de nada durante el resto de su vida. Cuando fue a inclinarse para coger a la criatura de la cuna, se detuvo bruscamente. Después de asistir a un millar de partos, se está perfectamente capacitado para distinguir la muerte. La palidez de la piel y la inmovilidad de los ojos hicieron innecesario que le buscara el pulso.
A menudo es una de esas decisiones que se toman sin más, algunas veces tomadas por otros, la que puede cambiar toda nuestra vida.
3
En el momento que al doctor Greenwood lo despertaron en plena madrugada para comunicarle que uno de sus nuevos pacientes había muerto, supo exactamente de qué niño se trataba. También comprendió que debía regresar al hospital inmediatamente.
Kenneth Greenwood siempre había querido ser médico. Después de unas semanas en la facultad, había tenido claro cuál sería su especialidad. Todos los días daba gracias a Dios por haberle permitido seguir su vocación. Pero también de vez en cuando, como si se tratara de algo que el Todopoderoso considerara necesario para equilibrar la balanza, se veía obligado a decirle a una madre que había perdido a su hijo. Nunca resultaba fácil, pero tener que decirle a Ruth Davenport por tercera vez…
Había muy pocos coches en la carretera a las cinco de la mañana cuando, veinte minutos más tarde, el doctor Greenwood aparcó el coche en su plaza delante del hospital. Entró en el vestíbulo, pasó por delante del mostrador de la recepción y se metió en el ascensor antes de que nadie del personal pudiera dirigirle la palabra.
– ¿Quién se lo dirá? -le preguntó la enfermera que le estaba esperando cuando las puertas del ascensor se abrieron en la quinta planta.
– Yo lo haré -respondió el doctor Greenwood-. Después de todo, soy amigo de la familia desde hace muchos años -añadió.
La enfermera lo miró un tanto sorprendida.
– Supongo que debemos agradecer que el otro niño esté vivo -dijo.
El comentario sacó al doctor Greenwood de su ensimismamiento; el médico se quedó paralizado.
– ¿El otro niño? -repitió.
– Sí, Nathaniel está perfectamente. El que ha muerto es Peter.
El doctor Greenwood permaneció en silencio durante unos momentos mientras intentaba asimilar esta información.
– ¿Cómo está el bebé de los Davenport? -preguntó.
– Bien que yo sepa -contestó la enfermera-. ¿Por qué lo pregunta?
– Fue el último parto que atendí antes de marcharme a casa -dijo; confió en que la enfermera no hubiese advertido la vacilación en su voz.
El doctor Greenwood caminó lentamente entre las hileras de cunas, donde muchos de los bebés dormían profundamente y otros berreaban como si quisieran demostrar la capacidad de sus pulmones. Se detuvo cuando llegó delante de la cuna doble donde había dejado a los mellizos pocas horas antes. Nathaniel dormía plácidamente mientras que su hermano permanecía inmóvil. Miró la cuna de al lado para comprobar el nombre que figuraba en la cabecera: Davenport, Fletcher Andrew. También este bebé dormía como un ángel y su respiración era absolutamente normal.
– Por supuesto no podía mover al bebé hasta que llegara el médico que atendió el parto… -comenzó a explicar la enfermera.
– No es necesario que me recuerde el procedimiento hospitalario -le interrumpió el doctor Greenwood, con una brusquedad muy poco habitual en él-. ¿A qué hora comenzó su turno?
– Unos minutos después de la medianoche.
– ¿Ha estado aquí desde entonces?
– Sí, doctor.
– ¿Entró alguien en la sala durante estas horas?
– No, doctor -contestó la enfermera.
La mujer decidió no mencionar que alrededor de una hora antes le había parecido escuchar que la puerta se cerraba, o al menos no hacerlo hasta que al médico se le hubiese pasado el enojo. El doctor Greenwood miró la cuna doble con los nombres de Nathaniel y Peter Cartwright. Sabía muy bien cuál era su obligación.
– Lleve al bebé al depósito -ordenó en voz baja-. Escribiré el informe inmediatamente, pero no se lo comunicaré a la madre hasta la mañana. No serviría de nada despertarla a estas horas.
– Sí, doctor -asintió la enfermera, con un tono sumiso.
El doctor Greenwood salió de la sala; caminó lentamente por el pasillo y se detuvo delante de la puerta de la habitación de la señora Cartwright. La abrió sin hacer ruido y se tranquilizó al ver que su paciente dormía como una bendita. Subió por las escaleras hasta la sexta planta, donde hizo lo mismo cuando llegó a la habitación privada de la señora Davenport. Ruth también dormía. Miró al otro extremo de la habitación donde se encontraba sentada la señorita Nichol en una postura nada cómoda. Hubiese jurado que ella había abierto los ojos, pero decidió no molestarla. Cerró la puerta y se escabulló por las escaleras de incendio que conducían directamente hasta el aparcamiento. No quería que el personal de servicio en la recepción le viera marcharse. Necesitaba un poco de tiempo para pensar.