Выбрать главу

El doctor Greenwood volvió a meterse en la cama al cabo de veinte minutos, pero no se durmió.

A las siete, cuando sonó el despertador, continuaba despierto. Sabía exactamente qué debía hacer, aunque temía que las repercusiones se mantendrían durante muchos años.

El doctor Greenwood tardó considerablemente más en volver al hospital por segunda vez aquella mañana y no solo porque el tráfico fuera más denso. Le espantaba la idea de tener que decirle a Ruth Davenport que su hijo había muerto durante la noche y solo podía rogar que no se produjera un escándalo cuando lo hiciera. Era consciente de que debía ir a la habitación de Ruth sin más demora y explicarle lo que había sucedido; de lo contrario, ya nunca sería capaz de hacerlo.

– Buenos días, doctor Greenwood -le saludó la enfermera de la recepción, sin obtener respuesta.

Cuando salió del ascensor en la sexta planta y comenzó a caminar hacia la habitación de la señora Davenport, vio que instintivamente sus pasos se hacían cada vez más lentos. Se detuvo al llegar a la puerta y deseó encontrar dormida a la mujer. Al abrirla vio a Robert Davenport sentado junto a su esposa. Ruth sostenía a un bebé en sus brazos. La señorita Nichol no estaba con ellos.

Robert se levantó de un salto.

– Kenneth -dijo, y le estrechó la mano-, le estaremos eternamente agradecidos.

– No me deben nada -manifestó el médico con voz queda.

– Por supuesto que sí -declaró Robert. Se volvió para mirar a su esposa-. ¿Le decimos la decisión que hemos tomado, Ruth?

– Por qué no, así todos tendremos algo que celebrar -respondió ella y besó la frente del bebé.

– Primero tengo que decirles… -comenzó el médico.

– Nada de peros -le interrumpió Robert-, porque quiero que sea el primero en saber que he decidido pedirle a la junta de Preston que financie la nueva ala de maternidad que usted siempre ha esperado acabar antes de su retiro.

– Pero… -repitió el doctor Greenwood.

– Creía que habíamos quedado de acuerdo en que nada de peros. Después de todo, los planos están preparados desde hace años -señaló Robert, con la mirada puesta en su hijo-, así que no se me ocurre ningún motivo para que no comencemos la construcción ahora mismo. -Miró al jefe de obstetricia del hospital-. A menos, por supuesto, que…

El doctor Greenwood permaneció en silencio.

Cuando la señorita Nichol vio salir de la habitación de la señora Davenport al doctor Greenwood, el corazón le dio un vuelco. El médico llevaba al bebé en brazos y caminaba hacia el ascensor que lo llevaría a la nursería. En el momento en que se cruzaron en el pasillo, sus miradas se encontraron y aunque él no dijo nada, la enfermera comprendió que Greenwood sabía lo que había hecho.

La señorita Nichol se dio cuenta de que si quería escapar, debía hacerlo sin dilación. Después de llevar al niño de vuelta a la nursería, había permanecido despierta en un rincón de la habitación de la señora Davenport durante toda la noche, sin dejar de preguntarse si la descubrirían. Había procurado no moverse cuando el doctor Greenwood había asomado la cabeza. No había sabido la hora que era porque no se atrevió a mirar su reloj. Había esperado que él la hiciera salir de la habitación para decirle que sabía la verdad, pero él se había marchado con el mismo sigilo con que había entrado, y por tanto seguía sin saberlo.

Heather Nichol continuó caminando hacia la habitación mientras su mirada seguía fija en la salida de emergencia al final del pasillo. En cuanto dejó atrás la puerta de la señora Davenport intentó no acelerar el paso. Solo le faltaban unos cinco pasos para llegar a la salida cuando escuchó una voz que decía: «Señorita Nichol…» y la reconoció inmediatamente. Se quedó de una pieza, siempre atenta a la salida de emergencia, mientras consideraba sus opciones. Se volvió para mirar al señor Davenport.

– Creo que usted y yo debemos mantener una conversación en privado -dijo él.

El señor Davenport entró en una salita al otro lado del pasillo, seguro de que ella le seguiría. La señorita Nichol creyó que las piernas le fallarían mucho antes de dejarse caer en una de las sillas. No podía saber por la expresión de su rostro si él también sabía que era la culpable, pero con el señor Davenport era imposible saberlo. Era de aquellas personas que nunca traslucían nada, algo que le resultaba difícil de cambiar, incluso en su vida privada. La enfermera se sentía incapaz de mirarle a la cara, así que fijó la vista por encima del hombro izquierdo de su patrón y observó cómo se cerraban las puertas del ascensor que había cogido el doctor Greenwood.

– Sospecho que ya sabrá lo que voy a preguntarle -dijo el ejecutivo.

– Sí, lo sé -admitió la señorita Nichol, al tiempo que se preguntaba si alguien volvería alguna vez a contratar sus servicios, o incluso si no acabaría en la cárcel.

La enfermera sabía exactamente lo que le sucedería y dónde acabaría cuando el doctor Greenwood reapareció diez minutos más tarde.

– Espero que lo medite con tranquilidad, señorita Nichol, y cuando haya tomado la decisión tenga la bondad de llamarme a mi despacho. Si su respuesta es afirmativa, entonces tendré que hablar con mis abogados.

– Ya lo he decidido -manifestó la señorita Nichol. Esta vez miró al señor Davenport sin vacilaciones-. La respuesta es que sí. Estaré encantada de continuar trabajando para su familia como niñera.

4

Susan retuvo a Nat en sus brazos incapaz de ocultar su angustia. Estaba cansada de que los amigos y parientes le dijeran que debía dar gracias a Dios de que uno de los mellizos hubiese sobrevivido. ¿Acaso no comprendían que Peter estaba muerto, que había perdido a un hijo? Michael había confiado en que su esposa comenzaría a recuperarse de la pérdida en cuanto saliera del hospital y regresara a casa, pero no había sido así. Susan no dejaba de hablar de su otro hijo y tenía una foto de los dos niños en la mesilla de noche junto a su cama.

La señorita Nichol observó la foto cuando fue publicada en el Hartford Courant. Se sintió más tranquila al ver que, si bien los dos chicos habían heredado la mandíbula cuadrada del padre, Andrew tenía los cabellos rubios rizados, mientras que los de Nathan eran lacios y comenzaban a oscurecerse. Pero fue Josiah Preston quien solucionó el problema, al comentar con harta frecuencia que su nieto había heredado su nariz y la despejada frente, rasgos tradicionales de todos los Preston. La niñera no se cansaba de repetir dichos comentarios a los aduladores parientes y serviles empleados, precedidos por las palabras: «El señor Preston a menudo señala…».

Dos semanas después de regresar a su hogar, Ruth había vuelto a asumir la presidencia de la fundación y sin pérdida de tiempo hizo honor a la promesa de su marido de financiar la construcción de la nueva sala de maternidad del San Patricio.

Mientras tanto la señorita Nichol se hacía cargo de cualquier tarea, por insignificante que fuera, para permitir que Ruth continuara con sus actividades fuera de la casa mientras ella se hacía cargo de Andrew. Se convirtió en niñera, mentora, guardiana y gobernanta del chico, pero no pasaba ni un solo día sin experimentar el miedo de que la verdad acabara por descubrirse.