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La primera preocupación real de la señorita Nichol apareció cuando la señora Cartwright llamó por teléfono para decir que celebraría una fiesta de cumpleaños para su hijo y como Andrew había nacido el mismo día, había pensado en invitarlo.

– Es muy amable de su parte -contestó la señorita Nichol, sin alterarse en lo más mínimo-, pero Andrew también celebra su cumpleaños y la verdad es que lamento mucho que Nat no pueda reunirse con nosotros.

– Por favor, transmítale mis saludos a la señora Davenport y dígale que le agradecemos mucho que nos haya invitado a la inauguración de la nueva ala de maternidad el mes que viene.

Una invitación que la señorita Nichol no podía cancelar. Cuando Susan colgó el teléfono, su único pensamiento fue cómo era posible que la señorita Nichol supiera el nombre de su hijo.

Aquella tarde, en cuanto la señora Davenport regresó a casa, la señorita Nichol le propuso organizar una fiesta de cumpleaños para Andrew. A Ruth le pareció una idea excelente y no tuvo el menor reparo en dejar todos los preparativos, incluida la lista de invitados, en manos de la niñera. Organizar una fiesta de cumpleaños donde se podía controlar a quién invitar y a quién no es una cosa, pero asegurarse de que su patrona y la señora Cartwright no coincidieran en la inauguración del ala de maternidad Preston era otra muy distinta.

Fue precisamente el doctor Greenwood quien presentó a las dos mujeres mientras acompañaba a un grupo en la visita a las nuevas instalaciones. Al médico le parecía imposible que nadie se fijara en el extraordinario parecido de los niños. La señorita Nichol se volvió cuando él miró en su dirección. Se apresuró a cubrir la cabeza de Andrew con una gorra que le hizo parecer una niña y antes de que Ruth pudiera hacer cualquier comentario, le explicó:

– Comienza a refrescar y no quiero que Andrew se resfríe.

– ¿Se quedará en Hartford cuando se jubile, doctor Greenwood? -preguntó la señora Cartwright.

– No, mi esposa y yo hemos decidido que nos iremos a la casa de la familia en Ohio -contestó el médico-, pero estoy seguro de que vendremos de visita a Hartford de vez en cuando.

La señorita Nichol hubiera suspirado de satisfacción de no haber sido porque el médico la miró con toda intención. Sin embargo, con el doctor Greenwood fuera de la ciudad, resultaría más difícil que alguien descubriera su secreto.

Cada vez que Andrew era invitado a cualquier actividad, a convertirse en miembro de un grupo, a participar en algún deporte o sencillamente apuntarse para el desfile del verano, la primera prioridad de la señorita Nichol era asegurarse de que el niño no entrara en contacto con ningún miembro de la familia Cartwright. Esto lo consiguió con gran éxito durante los años de crianza del niño, sin despertar las sospechas del señor y la señora Davenport.

Las dos cartas que llegaron en el reparto de la mañana convencieron por fin a la señorita Nichol de que podía olvidarse de sus aprensiones. La primera iba dirigida al padre de Andrew y confirmaba que el chico había sido admitido en Hotchkiss, la escuela privada más antigua y reputada de Connecticut. La segunda, que llevaba el matasellos de Ohio, la abrió Ruth.

– Qué pena -comentó mientras leía la carta manuscrita-. Era una excelente persona.

– ¿Quién? -preguntó Robert, que interrumpió por un momento la lectura del New England Journal of Medicine.

– El doctor Greenwood. La carta es de su esposa. Dice que falleció el viernes pasado. Tenía setenta y cuatro años.

– Era un buen hombre -convino Robert-. Quizá tendrías que asistir a su funeral.

– Sí, por supuesto que iré -dijo Ruth-, y Heather quizá quiera acompañarme. Después de todo, trabajó varios años con él.

– Desde luego -afirmó la señorita Nichol y confió en que su expresión transmitiera la pena adecuada.

Susan releyó la carta, entristecida por la noticia. Siempre recordaría el interés personal demostrado por el doctor Greenwood cuando murió Peter, casi como si él hubiese sido el responsable. Quizá debería ir al funeral del médico. Se disponía a informar a Michael de la noticia de la muerte, cuando su marido dio un salto y gritó:

– ¡Bien hecho, Nat!

– ¿Qué pasa? -preguntó Susan, sorprendida por esa nada habitual euforia.

– Nat ha ganado la beca para ir a Taft -le respondió su marido mientras agitaba la carta en el aire.

Susan no compartía el entusiasmo de su marido en el asunto de enviar a Nat cuando apenas era un adolescente a un internado con chicos cuyos padres pertenecían a un mundo diferente. Cómo podría un chico de catorce años llegar a comprender que ellos no podían permitirse muchas de las cosas que para sus compañeros de colegio no tenían nada de particular. Siempre había sido partidaria de la idea de que Nathaniel debía seguir los pasos de Michael y estudiar en el instituto Jefferson. Si era lo bastante bueno como para que ella enseñara allí, ¿por qué no podía ser el sitio adecuado para educar a su hijo?

Nat se encontraba sentado en su cama, muy entretenido en releer su novela favorita cuando escuchó el estallido de su padre. Había llegado al capítulo donde la ballena estaba a punto de escaparse de nuevo. Se levantó de la cama sin muchos ánimos y asomó la cabeza para averiguar el motivo de la conmoción. Sus padres discutían con pasión -nunca se peleaban a pesar del muy cacareado incidente con el helado- sobre el colegio al que iría. Escuchó a su padre en mitad de una frase: «… la oportunidad de su vida», y después siguió:

– Nat podrá tratar con chicos que acabarán siendo líderes en todos los campos y por consiguiente serán una buena influencia para el resto de su vida.

– ¿Más que ir al instituto Jefferson y tratar con chicos a los que puede acabar dirigiendo e influyendo el resto de sus vidas?

– Ha ganado una beca, así que no tendremos que pagar ni un penique.

– Tampoco tendríamos que pagar ni un penique si fuese al Jefferson.

– Debemos pensar en el futuro de Nat. Si va a Taft, quizá después podría entrar en Harvard o Yale…

– En el instituto también hemos tenido a varios alumnos que han ido a Harvard y a Yale.

– Si tuviese que suscribir una póliza de seguro sobre cuál de las dos escuelas tiene más…

– Es un riesgo que estoy dispuesta a correr.

– Pues yo no -señaló Michael-, y dedico todos los días de mi vida al intento de eliminar esa clase de riesgos.

Nat escuchaba atentamente mientras sus padres continuaban la discusión, sin alzar la voz ni enfadarse ni una sola vez.

– Prefiero que mi hijo acabe la escuela como un igualitarista y no como un patricio -replicó Susan con pasión.

– ¿Por qué tienen que ser incompatibles? -preguntó Michael.

Nat se metió en su habitación sin esperar a oír la respuesta de su madre. Ella le había enseñado a buscar inmediatamente en el diccionario cualquier palabra que no hubiese escuchado antes; después de todo, había sido un hombre de Connecticut quien había reunido la mayor lexicografía del mundo. Después de buscar las tres palabras en su Webster’s, Nat decidió que su madre era más igualitarista que su padre, pero ninguno de los dos era un patricio. El no tenía muy claro si quería ser un patricio.

Cuando acabó de releer el capítulo de la novela, volvió a salir de su habitación. La situación parecía haberse calmado, así que bajó las escaleras para reunirse con sus padres.

– Quizá tendríamos que dejar que Nat decidiera -dijo su madre.

– Ya lo he hecho -respondió Nat. Se sentó entre los dos-. Después de todo, siempre me habéis enseñado a escuchar las dos partes de cualquier debate antes de llegar a una conclusión.

Ambos padres se quedaron mudos mientras Nat desplegaba el periódico de la tarde con total tranquilidad, conscientes de que seguramente había escuchado su conversación.