En cuanto acabaron los aplausos, el director abandonó el estrado, seguido por el capellán y el resto del profesorado. Tras su marcha, resurgieron las conversaciones mientras los alumnos de los últimos cursos comenzaban a desfilar hacia la salida. Solo los chicos de las tres primeras filas permanecieron sentados, porque no sabían adónde tenían que ir.
Noventa y cinco chicos continuaron sentados, atentos a lo que sucedería después. No tuvieron que esperar mucho para saberlo, porque un maestro mayor (en realidad solo tenía cincuenta y un años, pero Nat consideró que parecía mucho más viejo que su padre) se plantó delante de los alumnos. Era un hombre bajo, fornido, con un semicírculo de cabellos grises en la cabeza calva. Mientras hablaba, se sujetaba las solapas de la americana, en una imitación de las maneras del director.
– Me llamo Haskins -anunció-. Soy el maestro del primer curso -añadió con una sonrisa desabrida-. Comenzaremos el día con una visita por las instalaciones de la escuela, que durará hasta el recreo de la mañana a las diez y media. A las once, asistiréis a clase. La primera será de historia de Estados Unidos. -Nat frunció el entrecejo, porque la historia no era una de sus materias preferidas-. Luego iréis a comer. No os hagáis muchas ilusiones. -El señor Haskins lo dijo con la misma sonrisa de antes. Algunos chicos se echaron a reír-. Claro que esa es otra de las tradiciones de Taft -les aseguró el señor Haskins- y seguramente cualquiera de vosotros que esté siguiendo los pasos de vuestros padres ya estará debidamente advertido.
Un par de chicos, entre ellos Tom, sonrieron.
Comenzaron el recorrido por las instalaciones y Nat no se separó de Tom ni un momento. Su condiscípulo parecía tener un conocimiento previo de todo lo que Haskins iba a decir. Nat no tardó en enterarse de que no solo el padre de Tom había sido un alumno, sino que también lo había sido su abuelo.
Para la hora en que acabó el recorrido lo había visto todo, desde el lago a la enfermería, y él y Tom eran íntimos amigos. Cuando volvieron al aula veinte minutos más tarde, automáticamente se sentaron juntos.
El señor Haskins entró puntualmente en el aula con las campanadas de las once. Un chico lo siguió en su estela. Tenía una forma de andar que transmitía tan profunda confianza en sí mismo que consiguió llamar la atención de los demás chicos. La mirada del maestro también siguió al nuevo alumno cuando se sentó en el único pupitre vacío.
– ¿Nombre?
– Ralph Elliot.
– Esta será la única y última vez que llegarás tarde a mis clases mientras estés en Taft -dijo Haskins. Hizo una pausa-. ¿Me he expresado con claridad, Elliot?
– Desde luego que sí. -El chico hizo una pausa, antes de añadir-: Señor.
El señor Haskins miró al resto de la clase.
– Nuestra primera clase, como ya os había avisado, será de historia de Estados Unidos, algo muy apropiado, si recordamos que esta escuela fue fundada por el hermano de un antiguo presidente. -Con el retrato de William H. Taft en el vestíbulo principal y una estatua de su hermano en el cuadrángulo, resultaría difícil que incluso el alumno menos espabilado no se hubiera dado cuenta.
»¿Quién fue el primer presidente de Estados Unidos? -preguntó el señor Haskins.
Se alzaron todas las manos. El maestro señaló a un chico de la primera fila.
– George Washington, señor.
– ¿El segundo? -preguntó Haskins.
Esta vez fueron menos las manos alzadas y el seleccionado fue Tom.
– John Adams, señor.
– Correcto. ¿El tercero?
Solo dos manos permanecieron levantadas. Una era la de Nat, la otra del chico que había llegado tarde. Haskins señaló a Nat.
– Thomas Jefferson, mil ochocientos a mil ochocientos ocho.
El señor Haskins asintió, atento a que el chico también sabía las fechas correctas.
– ¿El cuarto?
– James Madison, mil ochocientos nueve a mil ochocientos diecisiete -respondió Elliot.
– ¿El quinto, Cartwright?
– James Monroe, mil ochocientos diecisiete a mil ochocientos veinticinco.
– ¿El sexto, Elliot?
– John Quincy Adams, mil ochocientos veinticinco a mil ochocientos veintinueve.
– ¿El séptimo, Cartwright?
Nat se devanó los sesos.
– No lo recuerdo, señor.
– ¿No lo recuerdas, Cartwright, o sencillamente no lo sabes? -El profesor hizo una pausa-. Hay una considerable diferencia -señaló. Volvió su atención a Elliot.
– William Henry Harrison, creo, señor.
– No, él fue el noveno presidente, Elliot, en mil ochocientos cuarenta y uno, pero como murió de neumonía solo un mes después de jurar el cargo, no le dedicaremos mucho tiempo. Quiero que mañana por la mañana todos podáis decirme el nombre del séptimo presidente. Ahora volvamos a los padres fundadores. Podéis tomar apuntes porque os pediré que escribáis una redacción de tres páginas sobre el tema para la próxima clase.
Nat tomó tres páginas de notas antes de que acabara la lección, mientras que Tom a duras penas consiguió acabar una. Cuando salieron del aula al finalizar la clase, Elliot pasó junto a ellos a toda prisa.
– Tiene toda la pinta de ser un digno adversario -comentó Tom.
Nat se reservó la opinión.
Lo que no podía saber era que Ralph Elliot y él serían adversarios durante el resto de sus vidas.
7
El partido de fútbol anual entre Hotchkiss y Taft constituía el acontecimiento deportivo del semestre. A la vista de que ambos equipos continuaban invictos en la temporada, no se hablaba de otra cosa desde que acabó el trimestre, y para muchos incluso antes.
Fletcher se dejó llevar por la expectación general y en su carta semanal a su madre le citó por el nombre a todos los jugadores del equipo, aunque comprendió que ella no tenía idea de quiénes eran.
El partido se jugaría el último sábado de octubre y en cuanto se pitara el final del encuentro, todos los alumnos tendrían libre el fin de semana y un día más en el caso de que ganaran.
El lunes anterior al partido, la clase de Fletcher realizó sus exámenes parciales, precedidos por el discurso del director, que sentenció en la reunión de la mañana: «La vida consiste en una serie de pruebas y exámenes; por esa razón en Hotchkiss los hacemos al final de cada semestre».
El martes por la noche Fletcher llamó a su madre para decirle que creía que le había ido bien.
El miércoles le comentó a Jimmy que no estaba muy seguro.
El jueves comprobó todas las cosas que no había incluido y se preguntó si conseguiría un aprobado.
El viernes por la mañana se colocaron las listas con los resultados en el tablón de anuncios de la escuela y el nombre de Fletcher aparecía en primer lugar. Corrió sin demora al teléfono más cercano y llamó a su madre. Ruth no disimuló su alegría cuando escuchó las noticias de su hijo, pero no le dijo que no le sorprendían.
– Tienes que celebrarlo -afirmó.
Fletcher lo hubiese hecho, pero consideraba que no podía cuando vio quién estaba en el último lugar de la clase.
El sábado por la mañana, con todo el alumnado reunido, el capellán dirigió las oraciones «por nuestro invicto equipo de fútbol, que solo juega por la gloria de Nuestro Señor». Se le comunicó a Nuestro Señor el nombre de todos los jugadores y se le preguntó si el Espíritu Santo podría acompañar a todos y cada uno de ellos. Aparentemente el director no tenía ninguna duda sobre el equipo que tendría a Dios de su parte el sábado por la tarde.