En Hotchkiss, todo se decidía por la antigüedad, incluso los lugares de los alumnos en las tribunas. Durante el primer semestre, los nuevos quedaban relegados al extremo más lejano del campo, así que Fletcher y Jimmy se sentaban todos los sábados en la esquina derecha de la portería y observaban a sus héroes ganar un partido tras otro, un récord que, lo tenían muy claro, también compartía Taft.
Como el partido en el campo de Taft coincidía con un fin de semana en que los alumnos podían ir a sus casas, los padres de Jimmy invitaron a Fletcher a unirse a ellos para una comida a pie de coche antes de que comenzara el encuentro. Fletcher no se lo mencionó a ninguno de los otros compañeros, porque le pareció que provocaría sus celos. Ya era bastante malo ser el primero de la clase, para que encima le invitaran a presenciar el partido con un insigne antiguo alumno que tenía asientos en el centro de las gradas.
– ¿Qué tal es tu padre? -preguntó Jimmy, después de que apagaran las luces la noche anterior al partido.
– Es fantástico -dijo Fletcher-, pero debo advertirte que es un hombre de Taft y republicano. ¿Qué tal es el tuyo? Nunca he conocido antes a un senador.
– Es un político hasta la médula, o al menos así lo describen en los periódicos -comentó Jimmy-. No tengo muy claro qué significa.
La mañana del partido nadie fue capaz de concentrarse en la clase de química, a pesar del entusiasmo del señor Bailey por demostrar los efectos del ácido en el cinc, y también porque Jimmy había cerrado la llave principal del gas, así que el profesor ni siquiera había podido encender los mecheros Bunsen.
A las doce sonó la campana y trescientos cincuenta chicos que gritaban a voz en cuello salieron al patio. Parecían una tribu en pie de guerra mientras coreaban sin cesar: «Hotchkiss, Hotchkiss, Hotchkiss ganará, muerte a todos los Bearcats».
Fletcher corrió todo el camino hasta el punto de reunión para recibir a sus padres, mientras los coches y los taxis desfilaban junto al lago. Miró cada vehículo, atento a la aparición de sus padres.
– ¿Cómo estás, Andrew, cariño? -le preguntó su madre en cuanto salió del coche.
– Fletcher, en Hotchkiss soy Fletcher -susurró, al tiempo que rogaba que ninguno de sus compañeros hubiese escuchado la palabra «cariño». Estrechó la mano de su padre, antes de añadir-: Debemos ir al campo ahora mismo, porque estamos invitados por el senador y la señora Gates a una comida a pie de coche.
El padre de Fletcher enarcó una ceja.
– Si no recuerdo mal, el senador Gates es demócrata -comentó con un desdén burlón.
– Además de ser un antiguo capitán del equipo de fútbol de Hotchkiss -señaló Fletcher-. Su hijo Jimmy y yo estamos en la misma clase, es mi mejor amigo, así que, mamá, lo mejor será que tú te sientes junto al senador, y si tú crees, papá, que no podrás soportarlo, puedes ir a sentarte al otro lado del campo con los seguidores de Taft.
– No, creo que podré tolerar al senador. Será magnífico estar junto a él cuando Taft marque el tanto ganador.
Era un precioso día de otoño y los tres caminaron por el manto de hojas secas hasta el campo. Ruth intentó coger la mano de su hijo, pero Fletcher se mantuvo apartado lo necesario para impedírselo. Mucho antes de que llegaran al campo, escucharon los gritos que calentaban el ambiente previo al partido.
Fletcher vio a Jimmy junto a un Oldsmobile familiar. Habían bajado la puerta trasera para convertirla en una mesa donde se amontonaban las más exquisitas viandas que había visto en los últimos dos meses. Un hombre alto y elegante se adelantó.
– Hola, soy Harry Gates. -El senador tendió la mano con la dilatada práctica de un político para saludar a los padres de Fletcher.
El padre de Fletcher se la estrechó.
– Buenas tardes, senador. Soy Robert Davenport y esta es mi esposa Ruth.
– Llámeme Harry. Esta es Martha, mi primera esposa. -La señora Gates se acercó para saludarlos-. Digo que es mi primera esposa para que se mantenga alerta.
– ¿Les apetece una copa? -preguntó Martha, sin reírse de un chiste que seguramente había escuchado infinidad de veces antes.
– Tendrá que ser rápido -dijo el senador, con la mirada puesta en el reloj-, si pretendemos comer antes de que comience el partido. Permítame que le sirva, Ruth, y dejaremos que su marido se las apañe por su cuenta. Huelo a un republicano a cien pasos.
– Me temo que es mucho peor que eso -comentó Ruth.
– No me diga que es un viejo Bearcat porque estoy pensando en declararlo en este estado. -Ruth asintió-. Entonces, Fletcher, será mejor que vengas y hables conmigo, porque tengo la intención de no hacer ningún caso a tu padre.
Fletcher se sintió halagado por la invitación y muy pronto comenzó a acribillar al senador con sus preguntas sobre el funcionamiento del cuerpo legislativo de Connecticut.
– Andrew -dijo Ruth.
– Fletcher, mamá.
– Fletcher, ¿no crees que al senador quizá le agradaría hablar de otra cosa que no sea de política?
– No, a mí me parece bien, Ruth -la tranquilizó Harry-. Los votantes pocas veces hacen preguntas tan inteligentes y confío en que quizá se le pegue algo a Jimmy.
Después de comer el grupo caminó rápidamente hasta las gradas y ocuparon sus asientos solo unos momentos antes del comienzo del partido. Los asientos privilegiados superaban cualquier cosa soñada por cualquiera de los nuevos alumnos, pero el senador Gates no se había perdido ni uno solo de los encuentros contra Taft desde su graduación. Fletcher no podía contener la emoción cuando las manecillas del reloj en el tablero se acercaron a las dos. Miró al otro extremo del campo donde el enemigo coreaba: «Dame una T, dame una A, dame una…» y se enamoró.
La mirada de Nat permaneció fija en el rostro encima de la letra A.
– Nat es el chico más inteligente de nuestra clase -le comentó Tom al padre de su amigo.
Michael sonrió.
– Solo por muy poco -replicó Nat, un poco a la defensiva-. No te olvides de que solo superé a Ralph Elliot por un punto.
– ¿Es posible que sea el hijo de Max Elliot? -dijo el padre de Nat casi para él mismo.
– ¿Quién es Max Elliot?
– En mi ramo, él es lo que se conoce como un riesgo inaceptable.
– ¿Por qué? -le preguntó Nat.
Su padre no amplió su suave comentario y se tranquilizó cuando su hijo se distrajo con las animadoras, que llevaban grandes borlas azules y blancas atadas a las muñecas y estaban ejecutando la típica danza guerrera. La mirada de Nat no se apartaba de la segunda chica por la izquierda, que parecía estar sonriéndole, aunque comprendió que para ella no era más que una mota en el fondo de las gradas.
– Has crecido, si no me equivoco -manifestó el padre de Nat, al ver que al pantalón de su hijo le faltaban casi tres centímetros para tocar los zapatos. Se preguntó con qué frecuencia tendría que comprarle prendas nuevas.
– Pues está claro que la responsable no puede ser la comida de la escuela -apuntó Tom, que seguía siendo el más bajito de la clase.
Nat no respondió. Solo tenía ojos para el conjunto de animadoras.
Tom le golpeó en el brazo para llamarle la atención.
– ¿Cuál de ellas te ha flechado?
– ¿Qué?
– Me has oído perfectamente.
Nat se volvió para evitar que su padre escuchara la respuesta.
– La segunda por la izquierda, la que lleva la A en el jersey.
– Diane Coulter -dijo Tom, complacido al descubrir que sabía algo que su amigo ignoraba.
– ¿Cómo es que sabes su nombre?
– Porque es la hermana de Dan Coulter.
– Pero si es el jugador más feo de todo el equipo -protestó Nat-. Tiene la nariz rota y las orejas como una coliflor.
– También las tendría Diane si hubiese jugado en el equipo todas las semanas durante los últimos cinco años -replicó Tom con una carcajada.