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– Deliberadamente, viniste por mí para derrotar a tu amigo.

– Así fue en parte…

– Todo.

– Está bien, pero no es así como están las cosas ahora.

– Pues claro-dijo ella con sorna e ironía-. Te creo. No fue un juego. Creo que me amas. ¿Por qué no?

– Bella, maldita sea… Admito que al principio comencé a verte porque quería tu negocio, quería derrotar a Nick, pero también te deseaba a ti. ¡Llevas tres años ocupando mis pensamientos! -exclamó Jesse. Bella no dijo nada. Simplemente permaneció de pie, observándolo. Jesse se sintió como un bicho sobre la bandeja de un microscopio-. Todo ha cambiado, maldita sea. Demonios, Bella, dejé de pensar en tu negocio hace semanas. Se me olvidó esa maldita orden de desahucio porque estaba pasando demasiado tiempo contigo y no me importaba nada más.

– No te creo -afirmó ella, sin expresión alguna en el rostro.

– Lo sé -dijo Jesse. Tomó la orden de desahucio y la rasgó por la mitad. Luego volvió a repetir la operación y arrojó los trozos de papel al suelo-. Olvídate de todo esto. Bella. Quédate en tu maldita tienda. ¡Ni siquiera te voy a cobrar alquiler! Y olvídate de nuestro acuerdo para que tu empresa pase a formar parle de la mía. No quiero tu negocio. Sólo te quiero a ti. No quiero perderte.

– Ya me has perdido -susurró ella. Nada de lo que Jesse pudiera decirle cambiaría el hecho de que había tratado de seducirla deliberadamente para quitarle su negocio. ¿Cómo podría volver a confiar en que él le decía la verdad?

Le había dicho que la amaba. Horas antes, ella habría dado cualquier cosa por escuchar esas palabras de labios de Jesse. Ya era demasiado tarde. Estaba segura de que las utilizaba para tratar desesperadamente de arreglar lo que había hecho.

Bella lo había perdido todo. De un plumazo, todo había desaparecido. Sueños. Esperanzas. Un futuro con el hombre al que amaba. Todo se había convertido en polvo que se llevaba la brisa del mar.

– Además, yo jamás fui tuya como para que me puedas perder -susurró ella.

– Eso no lo voy a aceptar.

– Pues tienes que aceptarlo, Jesse -susurró ella sacudiendo la cabeza. Su ira había desaparecido para verse reemplazaba por una profunda indignación-. Se ha terminado. Todo.

– Bella, si por lo menos me escucharas…

– No -dijo ella mientras se dirigía hacia la puerta sin apartar los ojos de él-. Voy a trasladar mi tienda. Me marcharé antes de finales de mes.

– Me importa mi comino esa tienda. No tienes que mudarte.

– Claro que sí.

Agarró el pomo de la puerta y se volvió para mirarlo por encima del hombro. Deseaba guardar para siempre esa imagen que tenía de él. Anhelaba poder correr hacia él, abrazarlo y fingir un día más que lo que habían compartido era real. Que lo que ella sentía era correspondido. Que por una vez, tenía alguien que la amaba. Sin embargo, si no era real, no importaba nada. Suspiró y le dijo:

– No te voy a ceder mi negocio. Mi negocio soy yo y nunca me tendrás. No me mereces, Jesse.

– Bella… Danos una oportunidad, dame una oportunidad -susurró él, con voz muy suave.

– No habrá más oportunidades. Debería haberme imaginado que nuestra relación terminaría así. Tú jamás te has comprometido con nada en toda tu vida. Ahora lo sé. Y también sé que ésa es la razón por la que nunca te comprometerás conmigo.

– Te equivocas, Bella. Me he comprometido en muchas ocasiones. Si accedieras a escucharme. Por favor, no te vayas…

Estas últimas palabras sonaron como si se las hubieran sacado a la fuerza de la garganta. Era demasiado poco. Demasiado tarde.

– Si te sirve de algo, tampoco le voy a vender mi negocio a Nick Acona.

– Bella…

– Adiós, Jesse.

Bella abrió la puerta, salió del despacho y la cerró a sus espaldas con un silencioso gesto.

Dos días más tarde, Jesse seguía atónito. Nadie le había hablado nunca del modo que Bella lo había hecho.

Nadie había estado nunca más en lo cierto sobre él. Había querido argumentarlo, rechazar todo lo que ella le había dicho, pero ella le había calado a la perfección.

Había vivido su vida buscando el camino más fácil. Se había encontrado con un negocio que le iba a la perfección y sólo cuando se lo habían puesto encima de la mesa había hecho el esfuerzo de hacerlo funcionar. Resultaba muy duro que la mujer que uno ama le pusiera los puntos sobre las íes y que juego le dijera que no la merecía.

Lo peor de todo era que tenía razón.

Bella le había mostrado un buen cuadro de sí mismo y a Jesse no le había gustado lo que había visto. Quería ir a su casa aquella misma noche. Enfrentarse a ella, admitir que todo lo que le había dicho era verdad y, aunque le costara, suplicarle que lo escuchara. Sin embargo, sabía que ella seguiría demasiado enfadada con él como para escucharlo. ¿Quién podía culparla?

Decidió darle un par de días. Procurarle el tiempo suficiente para que su ira se mitigara un poco. Tiempo suficiente para que a él se le ocurriera al menos un plan con el que esperaba poder convencerla para que regresara a su lado.

Cuando salió de King Beach para recorrer la escasa distancia que separaba King Beach de la tienda de Bella, soplaba un frío viento. Las aves marinas habían acudido a tierra para refugiarse, señal inequívoca de que la tormenta que llevaba ya varios días gestándose fuera a estallar por fin. Dios. La tormenta aclararía el ambiente y tal vez, sólo tal vez, eso era precisamente lo que Bella y él necesitaban que ocurriera.

Respiró profundamente al llegar a la tienda, pero comprobó que estaba cerrada. Frunció el ceño y, durante un segundo, pensó que tal vez se había ido a almorzar. Sin embargo, eran las tres de la larde. Se rodeó los ojos con una mano y se acercó al escaparate para mirar al interior.

La tienda estaba vacía.

Todo había desaparecido. Las perchas estaban completamente vacías. La caja registradora había desaparecido del mostrador. El pánico se apoderó de él. Sin poderse creer lo que estaba viendo, se dirigió a otro escaparate y repitió el gesto con los mismos resultados.

Bella se había llevado todo. La mesa de trabajo estaba vacía y faltaban las cajas de la nueva colección. De repente, Jesse se sintió tan vacío como el edificio que tenía frente a él.

Sin embargo, no pensaba quedarse de manos cruzadas.

Regresó a King Beach, sacó su coche y se dirigió a la casa de Bella. Los hermosos macizos de flores, las macetas y la brillante puerta de color rojo le hicieron recordar todo lo que había vivido en aquella casa con ella. Recuerdos que no olvidaría jamás. Promesas de un futuro que no quería perder.

Llamó con fuerza a la puerta y esperó una respuesta que no llegó nunca. Miró por las ventanas y suspiró aliviado cuando notó que Bella aún tenía allí sus cosas.

– ¡Bella! -gritó llamando de nuevo a la puerta-. Bella, abre y habla conmigo, maldita sea.

Esperó lo que le parecieron varías vidas, pero Bella jamás acudió a la puerta. Miró a la casa de al lado, en la que vivía su amigo Kevin, pero ésta también estaba a oscuras y, además, no había ningún coche aparcado junto a ella. Eso significaba que Bella no estaba tratando de esconderse con él. ¿Dónde demonios estaba? ¿Sentada en el salón, escuchando cómo él hacía el ridículo?

La desesperación se apoderó de él.

– ¡Está bien! -gritó-. ¡Voy a seguir sentado aquí hasta que salgas!

Se pasó las siguientes horas esperando. Saludó a los vecinos, se pidió una pizza cuando le entró hambre y seguía allí cuando, aquella noche, la tormenta estalló por fin sobre Morgan Beach.

Capítulo Once

Al día siguiente por la tarde, Jesse fue a la tienda de Kevin. Estaba decidido a que el mejor amigo de Bella le dijera dónde podía encontrarla. Si alguien lo sabía, tenía que ser él. Abrió la puerta y se quedó atónito por lo que vio.