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– Señora Gandy -dijo, regocijado-. Dios, no puedo creerlo.

– Yo tampoco. Dime que no estoy soñando.

– No estás soñando. Eres mía.

– No, señor Gandy, creo que es usted el que es mío.

Le tomó las manos y las sostuvo sin apretar:

– Y me siento feliz de serlo.

– ¿Es verdad que las esposas pueden besar a los esposos cada vez que lo desean?

– Cada vez que lo deseen.

Sencillamente para ejercer el derecho, le dio un beso leve en la boca, que resultaba milagroso para alguien que durante tanto tiempo no tuvo a nadie. La dejó besarlo, dócil, y cuando terminó le sonrió con calidez al rostro alzado hacia él.

– En general, me gustaban los besos más comprometidos, pero los sencillos también tienen su encanto, ¿no?

En respuesta, le dio uno más húmedo, que finalizó con gran succión.

– A mí me gustan todos.

Scott rió, le pasó un brazo por los hombros y la hizo girar hacia la habitación.

– Me da la impresión de que alguien estuvo aquí y nos preparó varias sorpresas.

– Violet -murmuró Agatha con cariño, recorriendo la habitación con la mirada.

¿Quién otra que la querida Violet? Había abierto la cama y soltado el mosquitero de los postes, que proyectaban sombras enrejadas sobre las sábanas niveas y almidonadas. Había subido uno de los canastos de azucenas de la sala y lo puso en la cómoda junto a la cama, desde donde perfumaba toda la habitación. Como buena romántica que era, preparó con pulcritud el camisón nuevo de Agatha, donde se manifestaba la cariñosa labor en el corpiño, en la angosta cinta azul que se transformaría en un moño, bajo los pechos virginales de la novia.

El suave resplandor de las lámparas de gas inundaba la habitación, las flores le daban la bienvenida y también las sombras blandas de la red. Las ventanas estaban levantadas para dejar pasar el aire nocturno, y por una de ellas entró revoloteando una polilla blanca para inspeccionar un cepillo de mujer y un recipiente para pelos sobre el tocador, fue hacia las flores y por último hacia la red blanca, que abanicó inútilmente con las alas. Ni a una polilla se le permitiría molestar a los dos acostados ahí. Y todo eso se lo debían a Violet.

– Insistió en confeccionar ella misma el camisón -le contó Agatha-, y todo el tiempo deseaba estar aquí, en mi lugar.

Scott podría haberla rechazado, pero como no lo hizo, Agatha lo respetó más aún. Porque supo que entendía las formas del amor en sus más variadas apariencias, en mayor medida que ninguna persona que hubiese conocido.

– ¿Quieres ponértelo ahora? -le preguntó con sencillez.

Aunque con las mejillas ruborizadas, levantó el rostro.

– Hoy hizo tanto calor… ¿No podríamos… este…? -Miró la jarra y la palangana-. Creo que me gustaría lavarme, primero.

– ¿Te gustaría ir a nadar?

– ¿A nadar?

Lo miró.

– No demoraríamos mucho. Podemos ir y volver en un periquete.

Evocó con ansia el agua fresca y clara, y agradeció el alivio temporal.

– ¿Juntos?

– Por supuesto. -La tomó de los brazos, la hizo girar y empezó a soltarle los botones que sujetaban los pliegues de la cola-. Esta noche, estableceremos costumbres que quizá conservemos toda la vida. Creo que nunca lamentaremos empezar con la de ir a nadar un rato antes de acostarnos.

Pero Agatha sabía que la costumbre que le importaba no era la que mencionaba sino la que iniciaba a sus espaldas en ese mismo momento. Como al descuido, la rodeó y puso la sobrefalda sobre una de las sillas azules. Lo miró con el corazón latiéndole en el cuello, pensando en la almohadilla de la cadera. Como si fuese lo más natural, volvió y se dispuso a desabotonar la espalda del vestido. Al terminar, le besó el hombro, la hizo girar, se lo sacó por los brazos, teniéndole la mano mientras sacaba los pies de la prenda. Después de apoyarlo también en la silla, se quitó la chaqueta, la tiró encima del vestido y volvió a acercarse. Agatha era plenamente consciente de que la combinación de algodón dejaba traslucir en forma vaga los pezones. Scott les echó una breve mirada y luego retrocedió.

– ¿Hay algo que te gustaría hacer? -le preguntó en voz baja, esperando-. No tienes que pedirlo, ¿sabes?

Agatha levantó la vista pero la bajó enseguida, y tendió los dedos temblorosos hacia el chaleco del esposo.

– Me temo que no soy muy buena para esto.

Se rió, nerviosa.

Le levantó la barbilla:

– Quiero que me prometas que, en situaciones como ésta, nunca te disculparás. Y puedes estar segura de que nada complace más a un hombre que una mujer ruborizada.

Lo único que logró fue que se ruborizara más aún. Después de desabotonar el chaleco, se puso detrás y se lo quitó… con demasiada formalidad, comprendió después, si bien a Scott no le molestó. Él mismo se ocupó de los botones de los puños, mientras que Agatha lo hacía con los del pecho. Cuando la camisa quedó abierta hasta la cintura, Agatha alzó la vista y se rió otra vez, retorciéndose las manos sin advertirlo.

– Sácamela -le ordenó con suavidad-. El paso siguiente me toca a mí.

Los pantalones eran ajustados. Cuando tironeó de los faldones de la camisa, las caderas se balancearon hacia ella, pero Scott se limitó a sonreírle y la dejó seguir forcejeando. Los faldones conservaban la tibieza del cuerpo, y estaban llenos de arrugas. Mirarlos le resultó un gesto tan íntimo como contemplar la carne que los había entibiado y le hizo galopar el corazón. Para hacer gala de coraje, arrojó la camisa, que cayó cerca de la silla. Pero cuando el hombre estiró la mano hacia el botón de la cintura de la enagua, le aferró la mano.

– Scott… yo…

Dejó las manos quietas, pero no las alejó del botón.

– ¿Te da vergüenza? No seas tímida, cariño -dijo, tocándole la mejilla.

– Te advierto que… soy… torcida.

Frunció las cejas.

– ¿Que eres qué?

– Torcida. Mi deformidad… mis caderas… una es más baja que la otra y yo… uso una almohadilla en una… y… y…

Sólo una vez en la vida había tartamudeado y fue después del ataque en Proffitt. Era desconcertante, incómodo, hacerlo otra vez, medio desvestida ante el novio.

Pero Scott abordó el problema de manera directa. Le puso las manos en las caderas y apretó.

– ¿De esto se trata? ¿De esta minúscula almohadilla de guata que siento aquí? Veamos. -En un instante, la enagua yacía a los pies y el secreto estaba expuesto. La sujetó de las caderas, flexionó las rodillas y se inclinó para examinarla-. Una vez, conocí a una mujer que se ponía una de éstas en el corpiño. Meto la mano ahí, y la saco con una bola de algodón en lugar de un pecho, ¿te imaginas lo que…? Oh, maldito sea, se suponía que no debía decirlo en mi noche de bodas, ¿no es cierto?

Mucho antes de que terminara, Agatha estaba riéndose. Le rodeó el cuello con los brazos.

– Scott Gandy, te amo. Estaba tan preocupada por eso. Terriblemente preocupada.

– Bueno, no te aflijas más, señora mía. La cuestión es que nadie es perfecto, incluyéndome a mí.

– Sí, tú sí.

– No, no lo soy. Ven acá y siéntate. -La llevó hasta la escalerilla portátil junto a la cama-. Tú no te avergüenzas de tus pies, ¿verdad?

– ¿De mis pies?

– Porque voy a sacarte los zapatos.

Tomó un desabotonador de la cómoda y se acuclilló ante ella sin otra vestimenta que los arrugados pantalones color marfil. Tomó el tacón en la mano, puso el pie de la mujer en la ingle, y Agatha no pudo evitar contemplar fijamente el insólito cuadro. Cada vez que usaba el gancho, el pie se iba hacia él. Sintió que le subía un calor por el cuerpo y se le enloqueció la imaginación. Le sacó un zapato y lo dejó con cuidado, tomando con firmeza el pie embutido en la media de seda y masajeándolo. Al levantar la vista, lo sorprendió pasando la mirada de los parches oscuros en los pechos hasta los ojos de la esposa.