Mientras Wilson hablaba, los rostros del público adquirían una expresión arrebatada. Era entusiasta, hechizaba. Hasta las que habían ido por curiosidad estaban embelesadas.
– Y las tabernas son los sitios en que se alimentan los gusanos de esta tierra: jugadores, estafadores, y nymphs du prairie. ¡No olvidemos que en Wichita, en su momento de mayor decadencia, había casas de mala reputación con no menos de trescientas de esas gatas pintarrajeadas! ¡Trescientas en una sola ciudad! ¡Pero hemos limpiado Wichita, y limpiaremos Proffitt! ¡Juntas!
Al terminar el discurso, del público se elevó una sola pregunta: ¿Cómo?
La respuesta fue concisa: educando, defendiendo y orando, con fuerza de voluntad.
– La U.M.C.T. no es militante. Lo que logramos lo obtenemos por métodos pacíficos. Pero no eludamos nuestro deber cuando se trate de hacer que ese destructor de las almas de los hombres, el tabernero, tome conciencia de su culpa. No debemos destruir el cruel brebaje que vende. Más bien tenemos que proporcionarles a sus clientes algo más poderoso en que apoyarse: la fe en Dios, en la familia, y la esperanza en el futuro.
La señorita Wilson sabía cuándo sermonear y cuándo detenerse. Ya las había entusiasmado. Para ganarlas para la causa, le bastaría con unas pocas historias conmovedoras de sus propios labios.
– Todas ustedes, en sus hogares, estaban impacientes por que llegara este día. Ahora es el momento. Desnuden el corazón ante sus hermanas, que las comprenden, pues sufrieron lo mismo que ustedes. ¿Quién quiere ser la primera en librarse de su dolor?
Las mujeres intercambiaron miradas furtivas, pero ninguna se adelantó.
Wilson las presionó:
– Recuerden que nosotras somos sus hermanas y no estamos aquí para juzgar sino para apoyar.
Desde la taberna llegó el grito de: «¡Lotería!». Y en el piano sonaba «Sobre las olas». Treinta y seis mujeres pudorosas esperaron que alguna se atreviera a empezar.
Agatha tenía los dientes y las manos apretados. Sus propios recuerdos torturantes regresaron del pasado. Pensó en contarlo todo por fin, pero lo había guardado tanto tiempo que ya no podía. Ya era objeto de la compasión ajena y no tenía ningún deseo de serlo más aún, por eso calló.
La primera en hablar fue Florence Loretto:
– Mi hijo… -comenzó, y todos los ojos se posaron en ella. Todas guardaron silencio-. Mi hijo Dan. De pequeño, siempre fue un buen muchacho. Pero cuando mi esposo vivía acostumbraba mandarlo a la taberna a buscar su whisky. Aseguraba que tenía un poco de reumatismo y que los ponches calientes le aliviaban el dolor de las coyunturas. Así fue como empezó. Pero para cuando murió, estaba más tiempo borracho que sobrio. Él era un hombre adulto, pero Dan… Dan era joven y descubrió que le gustaba el ambiente de la taberna. Ahora es el crupier aquí al lado, y yo… yo… -Florence se cubrió la cara con las manos-. Estoy tan avergonzada que no puedo mirar de frente a mis amigas.
Addie Anderson frotó el hombro de Florence y le dijo, con suavidad:
– Está bien, Florence. Nosotras lo entendemos. Cuando lo criaste, hiciste lo que creíste mejor. -Dirigiéndose a la señorita Wilson, dijo sin rodeos-: Mi esposo, Floyd, solía ser sobrio como un juez, salvo el día en que nos casamos y el cuatro de julio. Pero hace un par de años enfermó y tuvo que llamar a alguien para que se encargase de la tienda mientras él estaba en cama. Se llamaba Jenks, y era un joven de aspecto agradable, de St. Louis, con cartas de recomendación. Sin embargo, eran todas falsas. Jenks metió mano en los libros de contabilidad y los manipuló de tal manera que fue capaz de estafarnos sin que Floyd se diera cuenta en qué andaba. Cuando lo descubrió, ya era demasiado tarde. Jenks se había ido, y del mismo modo nuestros ahorros. Fue entonces que Floyd comenzó a beber. Intenté disuadirlo. «Floyd, le decía, ¿qué hay de bueno en gastar el poco dinero que nos queda embriagándote todas las noches?». Pero no me escuchaba. Perdimos el negocio y Floyd fue a trabajar como empleado con Harlorhan, y trabajar para otro después de haber sido patrón tantos años fue un gran revés para él. Lo que Harlorhan le paga se va casi todo en whisky, y ya debemos seis meses en el almacén. Aunque Harlorhan se portó bien hace tiempo que le viene advirtiendo a Floyd que si no paga algo de lo que nos estuvimos llevando, tendrá que echarlo. Después… -De súbito, Addie estalló en lágrimas-. Ohh… -gimió.
Hizo que la situación de Florence Loretto pareciera menos dramática y Florence, a su vez, consoló a Addie.
Después de eso, todas las mujeres empezaron a hablar. Sus apuros eran similares, si bien algunas historias eran más desdichadas que otras. Aunque Agatha esperaba que Annie Macintosh contara cómo se había hecho el moretón en la mejilla, igual que ella, Annie calló.
Cuando se hizo el silencio, Drusilla Wilson volvió a hacerse cargo de la reunión.
– Hermanas, tienen nuestro cariño y nuestro apoyo pero, para ser eficaces, tenemos que organizamos. Y eso significa que debemos convertirnos en la filial local de la Unión de Mujeres Cristianas para la Templanza, que es nacional. Para eso debemos elegir funcionarías. Yo trabajaré junto con ellas para hacer un borrador de la constitución. Una vez hecho eso, se formarán comités para redactar compromisos de abstinencia. -Mostró distintas variantes, que podían colocarse en la manga de un hombre reformado-. Uno de vuestros primeros objetivos debe ser reunir tantas firmas de compromisos como sea posible, y también nuevos miembros para la organización local.
En un cuarto de hora, pese a sus protestas, Agatha fue elegida primera presidente de la Unión de Mujeres Cristianas por la Templanza de Proffitt, Kansas. Florence Loretto fue elegida vicepresidenta, también bajo protesta. Para sorpresa de todas, Annie Macintosh habló por primera vez, para ofrecerse como secretaria. Agatha nombró tesorera a Violet, teniendo en cuenta que, como se veían todos los días, les resultaría más fácil trabajar juntas. Violet también puso objeciones, pero fue inútil.
Se fijó la contribución en veinticinco centavos por semana: el precio de una medida de whisky. Se formó un comité de compromiso de cuatro para escribir los ejemplares a mano hasta que pudiesen hacerlos imprimir. Uno de los tres integrantes quedó encargado de preguntar a Joseph Zeller, editor de la Proffitt Gazette, cuánto costaba imprimir panfletos, propaganda y los compromisos. Se fijó un recorrido para la noche siguiente, con el objeto de juntar firmas de promesas de abstinencia, comenzando en la taberna vecina.
La señorita Wilson cerró la reunión con la primera canción de templanza:
El agua fría es reina
El agua fría es señora
Y un millar de caras radiantes
Ahora sonríen en su seno
La cantaron varias veces todas juntas, hasta que las voces ahogaron los sones de «Camptown Races», que llegaban del otro lado.
Cuando concluyó la reunión, todas coincidieron en que había sido una velada inspiradora. Al marcharse, Drusilla Wilson le aseguró a Agatha que la organización nacional y The Temperance Banner les harían llegar ayuda e instrucciones. Y ella misma se quedaría en el pueblo hasta que hubiesen resuelto todos los inconvenientes organizativos.
Cuando salió la última mujer, Agatha cerró la puerta, se apoyó contra ella y suspiró. ¿En qué se había metido? Por cierto, en algo más grande de lo que pretendía. No sólo organizadora sino presidenta. Para empezar, ¿por qué había aceptado que la reunión se hiciera ahí?