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– Y yo soy Ruby.

Joe Jessup tragó saliva y exclamó:

– ¡Cielos, vaya si lo eres!

La risa de Ruby resonó como un trueno rodando por la ladera de una montaña: profundo y voluptuoso.

– ¿Y cómo te llamaré a ti, cariño?

– J… Joe J… Jessup.

– Bueno, J… Joe J… Jessup. -Ruby dio un paso al costado y se inclinó hasta que sus pechos quedaron a escasos centímetros de la cara del hombre. Con una uña larga, dejó una línea clara desde la oreja de Joe hasta el centro de su barbilla-. ¿Qué te parece si te llamo J. J.?

– B… Bien. L… La llevaré a donde quiera ir, señorita Ruby.

– Se lo agradecería, J. J. Al Gilded Cage Saloon. ¿Sabe dónde está?

– Claro. Derecho p… por aquí.

Ya había otros cuatro formando fila, esperando turno al pie de la escalerilla del tren.

Sobre ellos, como un ángel que descendiera directamente de las perladas puertas del paraíso, apareció la señorita Jubilee Bright y, según lo prometido, era la gema más brillante de la pradera. Si a las otras les quedaban bien los nombres, Jubilee parecía haber nacido para el suyo. ¡Por increíble que pareciera, era toda blanca! El cabello era blanco, no del tono azulado de Violet Parson sino del blanco cegador de la lana de vidrio. Parecía espumar sobre la cabeza como un merengue tentador de diez huevos. Además, estaba vestida toda de blanco inmaculado, desde la copa del alto sombrero de terciopelo con un penacho de plumas hasta las botas de cabrito de tacón alto. El vestido, como el de Pearl y el de Ruby, no tenía polisón atrás sino que se adhería a las curvas generosas desde el hombro a la rodilla, donde se abría en pliegues hechos para poder caminar. Tenía escote en forma de diamante, que revelaba apenas el surco tentador entre los pechos, con un lunar falso que atraía la mirada masculina en esa dirección. Otro lunar adornaba la mejilla izquierda de un rostro tan encantador que no necesitaba adornos. Los asombrosos ojos almendrados, los labios turgentes, la pequeña y hermosa nariz impresionarían a cualquiera. En verdad, era la cara de un ángel.

Alzó los brazos y exclamó:

– ¡Llamadme Jube, muchachos!

Se echó hacia adelante con los brazos extendidos, permitiendo que dos caballeros la agarraran y la depositasen en el suelo. Cuando aterrizó, les dejó los brazos en los hombros y les frotó los músculos con aire de aprobación:

– Caramba, adoro a los hombres fuertes… y corteses -ronroneó, con voz gatuna-. Ya veo que vamos a llevarnos muy bien. -Les dio sendas palmadas-. ¿De quién estoy colgada aquí?

– Mort Pokenny -respondió el sujeto de la izquierda.

– Virgil Murray -respondió el de la derecha.

– Bueno, Mort, Virgil, quiero presentaros a nuestro amigo Marcus Delahunt. Marcus toca el banjo. Es el peor intérprete de este lado de New Orleans.

El último en bajar del tren llevaba el estuche de un banjo y un panamá de paja con una ancha banda negra. En el rostro juvenil una sonrisa feliz revelaba un diente torcido, que no hacía más que añadirle encanto. Los ojos azules, separados en el rostro claro enmarcado por el cabello rubio oscuro. Si bien no era un rostro especialmente masculino con el cutis rosado y las patillas rubias escasas, este detalle se olvidaba al ver la expresión de abierto hedonismo. De pie, con una mano de dedos largos en la barandilla y la otra en el estuche del banjo, sonreía y asentía en silencio.

– Marcus no puede decir una palabra, pero oye mejor que un perro dormido, y es más astuto que todos nosotros juntos, así que no quisiera sorprenderos tratándolo como a un tonto.

Los hombres lo saludaron pero, de inmediato, volvieron a interesarse en las mujeres.

– Muchachos, ¿qué hacéis aquí para divertiros? -preguntó Ruby.

– No mucho, señorita. Últimamente, esto está un poco aburrido.

La muchacha lanzó una risa gutural.

– Bueno, nosotras vamos a solucionar eso, ¿no es así, chicas?

Jubilee echó un vistazo a la estación y les preguntó a Mort y a Virgiclass="underline"

– ¿Visteis al bandido de Gandy por aquí?

– Sí, señora, está…

– Basta de tanto «señora», Virgil. Llámame Jubilee.

– Sí, señora, señorita Jubilee. Scotty está en el Gilded Cage.

Jube hizo un gesto con la mano, y fingió un mohín contrariado:

– ¡Ese hombre es imposible… nunca está cuando se lo necesita! Bueno, vamos a necesitar unos brazos fuertes. Trajimos algunas cosas que tenemos que llevar a la taberna de Gandy. ¿Queréis echarnos una mano, muchachos?

Seis varones tropezaron entre sí, empujando para ser los primeros.

– ¿Dónde está su carro, señor Jessup?

– ¡Ya llega!

Jubilee hizo una seña con el hombro y condujo al grupo hacia el vagón de carga, en la cola del tren. Ya estaban abriendo las puertas corredizas. El jefe de cargas estaba a un costado, mirando hacia adentro y rascándose la cabeza.

– Es lo más raro que he visto nunca -comentó-. ¿Qué diablos harán con un montón de basura como éste?

– ¡Iuujuu! -le gritó Jubilee, agitando la mano.

El jefe de cargas alzó la vista y vio al grupo que avanzaba.

– ¿No hubo problemas?

– No -respondió-. Pero, ¿qué demonios van a hacer con esto?

Jubilee, Pearl y Ruby y sus ansiosos acompañantes llegaron hasta la puerta abierta del vagón de carga. Llegó Jessup con la carreta. Jube puso los brazos en jarras y le guiñó un ojo al anciano jefe.

– ¡Ven una noche al Gilded Cage, y lo descubrirás, cariño! -Se dirigió a los otros-: ¡Caballeros, carguemos esta cosa y vayamos a la taberna Gandy!

Un rato después, Violet estaba arreglando la parte delantera del negocio cuando miró por la ventana y chilló:

– ¡Agatha, Agatha, ven aquí!

La aludida alzó la cabeza y preguntó:

– ¿Qué pasa, Violet?

– ¡Ven aquí!

Antes de llegar a la tienda, Agatha oyó la música del banjo que llegaba de afuera. Era un tibio día de primavera y la puerta de la tienda estaba abierta, sujeta por un ladrillo.

– ¡Mira! -exclamó Violet, señalando a la calle.

Agatha se levantó con calma.

Otra entrega para la taberna de al lado. Un vistazo le hizo comprender que tendría que ordenarle a Violet cerrar la puerta, pero ella misma sintió curiosidad por la escena de afuera.

La carreta de Joe Jessup se acercaba por la calle, cargada de hombres enfervorizados, tres mujeres alegres y la jaula para pájaros más enorme que Agatha hubiese visto jamás. Se alzaba poco menos de dos metros, y estaba hecha de un resplandeciente metal dorado que atrapaba el sol del mediodía y lo reflejaba.

Colgado del techo en forma de cebolla, pendía un columpio dorado y encaramada a él, una extravagante dama vestida de blanco. Otra, de rosado heliotropo, estaba sentada a la cola de la carreta entre Wilton Spivey y Virgil Murray, los tres balanceando las piernas y siguiendo el ritmo de la música. La tercera mujer, parecida a una abeja con su piel oscura y vestida de amarillo, estaba sentada en el regazo de Joe Jessup, que conducía la carreta. El que tocaba el banjo estaba de pie detrás de ellos, y se movía de un lado al otro al ritmo de la canción. La carreta estaba llena de gente arracimada alrededor de la jaula y, como la Flauta de Hamelín, había atraído a una fila de chicos y jóvenes de ojos brillantes que, abandonando los escritorios y los mostradores, querían participar de la música y echar un vistazo a esas mujeres de vestimentas sorprendentes. Mientras se acercaban por la calle, toda la troupe cantaba alegremente:

Chicas de Buffalo, por qué no salen esta noche,

Salen esta noche, salen esta noche, Chicas de Buffalo,

por qué no salen esta noche,

Y bailan bajo la luna.

Agatha hizo un gran esfuerzo para criticarlos, pero no pudo. Más bien, se sintió atrapada por la envidia. ¡Ah, ser joven, atractiva, y sin los escrúpulos del pudor…! ¡Poder ir por la calle en una carreta, a pleno día, cantando a voz en cuello hacia el cielo y riendo! ¿No tendría que tener todo el mundo cuando menos un recuerdo semejante en la vida? Pero en la de Agatha no había ninguno.