Lo máximo que pudo hacer para participar fue llevar el ritmo de la música con la mano contra el muslo. Pero cuando advirtió lo que estaba haciendo, se detuvo.
Cuando el carro pasó delante de la tienda, vio mejor a la mujer de blanco. Era lo más hermoso que había visto jamás. Rostro delicado con ojos rasgados, y la sonrisa del mismo Cupido. Y sabía elegir un buen sombrero. Llevaba uno de moda durante la guerra, de los que llamaban «tres plantas y sótano». Era exquisito: alto pero bien equilibrado, adornado con un costoso airón de plumas. Aunque la mujer se balanceaba en la hamaca, el sombrero se mantenía firme.
– Mira ese sombrero blanco -musitó.
– Míralos todos -repuso Violet.
– Buenos sombreros.
– Los mejores.
– Los vestidos, también.
– Pero mira, Agatha: no llevan polisones.
– No.
Agatha las envidió por no tener que colgarse tantos kilos de metal todas las mañanas en las caderas.
– Pero tienen mucho pecho. Tt-tt.
– Estoy segura de que son mujeres de la vida.
Eso la entristeció. Tanta promesa brillante quedaría en nada. Toda esa belleza juvenil se marchitaría antes de tiempo.
La carreta se detuvo delante de la taberna. Mort Pohenny abrió la puerta de la jaula y la mujer de blanco salió. Con los brazos en jarras, gritó hacia las puertas vaivén:
– ¡Eh, Gandy!, ¿no mandaste a buscar a tres bailarinas a Natchez?
El propio Gandy se materializó, rodeado de los empleados, todos saludando, acercándose a las mujeres, estrechando sus manos sobre el costado del carro con las del músico. Pero Agatha sólo veía a la mujer de blanco, en lo alto de la carreta, y al hombre de negro, debajo de ella. Este enganchó una bota en un rayo de la rueda y se echó atrás el sombrero. En medio del barullo, sólo tenían ojos uno para la otra.
– Ya era hora de que llegaras, Jube.
– Llegué tan pronto como pude. Pero les llevó un mes hacer la maldita jaula.
– ¿Eso fue todo?
Rió y se le formaron los hoyuelos.
– No echaste de menos a la vieja Jube, ¿no?
Gandy echó la cabeza atrás y rió.
– Nunca. Estuve muy atareado instalando el local.
Jubilee miró hacia la acera.
– ¿Dónde está ese pueblo lleno de vaqueros que me prometiste, entre los que podría elegir?
– Ya vendrán, Jube, ya vendrán.
Volvió la mirada a Gandy y los ojos le brillaron de lujuria e impaciencia.
– ¿Te quedarás ahí, parado, todo el día, o ayudarás a esta dama a bajar?
Sin aviso, se arrojó por el costado, volando con los pies y los brazos en el aire, sin dudar ni un instante de que un par de brazos fuertes estarían listos para recibirla. Lo estaban. En cuanto Gandy la atrapó, estaban besándose audazmente, sin hacer caso de los aullidos y silbidos de alrededor. La muchacha le rodeó los hombros con los brazos y devolvió el beso con total despreocupación por el espectáculo que estaban dando. El beso terminó cuando el sombrero del hombre comenzó a caerse. Jube se lo arrebató de la cabeza y los dos rompieron a reír, mirándose a la cara. La muchacha le encasquetó el sombrero sobre el grueso cabello negro y lo bajó bien hacia adelante.
– Y ahora, bájame, dandi rebelde. Ya sabes que tengo que saludar a los demás.
Contemplándolos, Agatha sintió una extraña sensación en el estómago, al ver que los ojos negros de Gandy se regodeaban en los bellos ojos pintados de la muchacha y que la sostenía un momento más. Al mirarlos, se adivinaba cuánto disfrutaban estando solos. Entre ellos circulaba una corriente de malicia y placer, que hasta se percibía en el diálogo. ¿Cómo aprendía una mujer a comportarse así con un hombre? Nunca en su vida Agatha había estado en la misma habitación con un hombre sin sentirse enferma de inquietud. Ni conversó con ninguno sin tener que esforzarse por encontrar un tema. Y, por supuesto, saltar por el costado de una carreta constituiría poco menos que un milagro.
Gandy bajó a Jubilee y saludó a las otras.
– Ruby, preciosa, eres un regalo para los ojos. -Le dio un beso en la mejilla-. Y tú, Pearl, antes de que termine la temporada, destrozarás muchos corazones en Proffitt. -También ella recibió un beso en la mejilla. A continuación, apoyó las manos sobre los hombros del joven del banjo y lo miró en los ojos-. Hola, Marcus. Me alego de verte otra vez. -El muchacho sonrió. Hizo un gesto como de pulsar las cuerdas del instrumento y arqueó las cejas-. Es cierto -respondió Gandy-, es bueno para el negocio. Ya habéis provocado agitación en todo el pueblo. Esta noche, se amontonarán en la puerta.
Gandy se volvió otra vez hacia Jubilee y se quitó la chaqueta.
– Toma. Tenla un minuto.
Le guiñó un ojo y Agatha vio que la mujer se llevaba la Chaqueta al pecho y hundía la nariz en el cuello. Pareció un gesto tan íntimo que sintió pudor. No entendía cómo una mujer podía extasiarse así con el olor a cigarro.
– Vamos a entrar esto, muchachos.
Gandy saltó sobre la carreta y, con ayuda de otros cinco, alzaron la jaula. Agatha vio que el chaleco de satén negro se tensaba sobre los hombros, y los antebrazos se endurecían al alzar el artefacto. Si bien no era demasiado musculoso, tampoco era débil. Pero tenía músculos en todos los lugares donde un hombre debía tenerlos; le bastaban para hacerse cargo de una mujer impulsiva que se arrojaba en sus brazos, o de una irritante que organizaba una unión local por la templanza. Recordó la noche anterior, en la cima de la escalera: ¿habría pensado en empujarla o no? A plena luz del día, viéndolo trabajar al sol, no parecía capaz de algo tan malévolo. Quizá sólo fue su propia imaginación.
El grupo sacó la pesada jaula de la carreta, la subió por los escalones de la acera y la entró en la taberna. Los siguieron las mujeres y los curiosos, y en la calle sólo quedaron los niños. Violet y Agatha se metieron otra vez en la tienda, aunque seguían oyendo los alegres parloteos y alguna que otra carcajada.
– Así que, ésas son Jubilee y las Gemas.
– Qué nombres tan adorables: Jubilee, Ruby, Pearl.
Aunque Agatha pensó que eran nombres inventados, se reservó la opinión.
– Así que, a fin de cuentas, trajo a las reinas de la noche…
– De eso no estamos seguras.
– Violet, llevan kohl en los ojos, carmín en los labios, y exhiben los pechos.
– Sí -admitió Violet, muy decepcionada-. Tal vez tengas razón. -De súbito, se iluminó-. ¡Pero, claro! -Suspiró, con expresión arrobada-. ¿Qué me dices del modo en que el señor Gandy besó a la llamada Jubilee?
– ¿No te pareció un poco desvergonzado hacer eso así, en medio de la calle?
– Quizás, un poco. Pero aun así estoy celosa.
Agatha rió y sintió un impulso de cariño hacia Violet: era tan directa. Y sincera, a su manera. ¿Cómo era posible que no hubiese encontrado a un sinvergüenza joven que la besara en mitad de la calle, en primavera?
– Vamos -dijo Agatha ofreciéndole el brazo a modo de invitación-. Vamos a trabajar. Eso nos lo quitará de la cabeza.
Pero cinco minutos después, ruidos de martillos y serruchos las distrajeron de tal modo que cada tanto echaban una mirada a la pared.
– ¿Qué crees que estarán haciendo, con tanto ruido?
– No lo sé. -Los ojos de Violet chispearon-. ¿Te gustaría que eche un vistazo?
– ¡Claro que no!
– Pero, ¿no sientes curiosidad?
– Tal vez, pero ya sabes a dónde llevó la curiosidad al gato.
Violet se resignó.
– De verdad, Agatha, a veces eres aburrida.
Los dedales sonaron al unísono.
Empujar, tirar, empujar, tirar.
«Es tan horrible como el reloj a la hora de dormir», pensó Agatha.