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Empujar, tirar. Dos viejas solteronas, cosiendo mientras se les iba la vida. ¡No! ¡Una vieja solterona, y otra no tan vieja!

– Hola.

Era Gandy, otra vez.

Violet tiró el dedal, se llevó la mano al corazón y se sonrojó como un lechón.

– ¡Oh, mi Dios!-murmuró.

– Ve a ver qué quiere ahora.

Pero antes de que Violet pudiera moverse, Gandy pasó entre las cortinas lávanda sin sombrero ni chaqueta, y un poco agitado, con las mangas enrolladas hasta los codos. De pie ante ellas, con los pies separados, las manos en la cintura.

– Tengo un trabajo urgente para usted, señorita Downing.

Agatha alzó una ceja y recorrió con la vista desde el cabello negro revuelto hasta las puntas de las botas lustrosas.

– ¿Algo de bengalina rosada, quizá? Le quedaría bien con el cabello negro.

Scott rió y se pasó los dedos por el pelo, dejándolo erizado.

– Eso lo dejaremos para Jube. Lo que yo necesito es mucho más simple. Un gran saco sujeto por una cuerda, y no importa el color ni la tela. Que sea lo bastante grande para cubrir una jaula de un metro ochenta. Pero lo necesito para esta noche.

Agatha dejó la labor con forzada paciencia.

– Señor Gandy, soy sombrerera, no modista.

– Pero tiene todas esas piezas de tela ahí. -Señaló con el pulgar hacia la tienda-. Están a la venta, ¿verdad?

– No para hacer fundas para jaulas.

– ¿Por qué no?

– Y no para dueños de tabernas.

– Mi dinero vale. Y pago bien.

– Lo siento, señor Gandy. Pruebe con el señor Harlorhan. Él vende tela por metros.

– La tela no me servirá de nada si no tengo a alguien que la cosa.

– Aunque quisiera, no podría hacerla para la noche.

– ¿Por qué no? Es un trabajo sencillo.

– Lo sería si tuviera una máquina de coser pero, como ve, no tengo.

Echó una mirada a una propaganda de Singer que colgaba de la pared y los ojos del hombre la siguieron.

– ¿Cuántas manos necesitaría para hacerlo en… -sacó un reloj de oro del bolsillo del chaleco-…cinco horas?

– Ya le dije que no trabajo para dueños de tabernas.

Guardó el reloj y frunció el entrecejo.

– Es una moza obstinada, señorita Downing.

¿Moza? La palabra le provocó un rápido sonrojo y Agatha supuso que en ese momento ella también parecía un lechón. Jamás le habían llamado moza y era desconcertante descubrir que la hacía sentirse aturdida. Pero se apresuró a reanudar su tarea. Gandy la observó un rato, ceñudo, luego se dio la vuelta y pasó por la cortina, que quedó ondulando.

Agatha y Violet se quedaron con la boca abierta mirando a la entrada, y luego entre sí.

– Tt-tt.

– Violet, tienes que dejar de hacer eso cada vez que ves a ese hombre. Y te ruborizaste, por el amor de Dios.

– Tú también.

– ¡Yo no!

– ¡Tú también! ¡Agatha, te llamó moza! Tt-tt.

– Nunca me humillaron así. Ese hombre no tiene modales.

– A mí me parece adorable.

Agatha resopló, pero para sus adentros comenzaba a opinar como Violet.

Violet se abanicó la cara arrebolada.

– Caramba. -Contempló las cortinas que el hombre había movido con los hombros-. ¿Una funda para esa jaula?

– Los dueños de tabernas están locos. No intentes entenderlo.

– Pero, ¿para qué querrá algo así?

– Te aseguro que no tengo idea.

No tuvieron tiempo de especular, pues las sorprendió la reaparición de Gandy, esta vez irrumpiendo por la puerta trasera, llevando a Jubilee de la muñeca. La seguían Ruby y Pearl.

Las sombrereras se ruborizaron otra vez. Y Agatha se indignó de tal modo que se puso de pie. ¡Cómo se atrevía a llevar a esas mujeres pintarrajeadas!

– Chicas, quiero presentaros a la señorita Downing y a la señorita Parsons, nuestras vecinas. Señoras, estas tres criaturas deliciosas son Jubilee, Pearl y Ruby, las joyas de la pradera.

Jubilee hizo una reverencia.

– Encantada.

– Me alegro de conocerlas -dijo Pearl.

– Señorita Downing, señorita Parsons -saludó Ruby.

Agatha y Violet miraron fijamente. Gandy salió a grandes pasos del taller y volvió al instante con una pieza de satén rojo. Lo arrojó sobre la mesa y tiró al lado una pila de monedas de oro.

– Son diez. Cuéntelas. Son suyas si hace una funda fruncida por un cordel para las siete de la tarde. Jube, Pearl y Ruby la ayudarán a coser.

– Oh, Scotty, vamos…

– Jube, tesoro, eres mujer, ¿verdad? Todas las mujeres saben coser.

– ¡Esta no!

Los ojos de Agatha iban de una a otra de las dos cosas más brillantes que había en el cuarto: la señorita Jubilee y la pila de monedas de oro. Cien dólares. Se le hizo agua la boca. Su mirada voló al dibujo de la obra maestra del señor Singer con el precio impreso en números en negrita junto al volante. Cuarenta y nueve dólares. ¿Cuándo vería otra vez semejante cantidad de dinero para pagar el precio de la única cosa que ambicionaba en la vida?

Abrió los labios pero no emitió sonido alguno. ¿Qué diría la señorita Wilson? ¿Qué, las otras miembros de la unión? La presidenta de la sección local de la U.M.C.T. cosiendo para el Gilded Cage Saloon. ¡Oh, pero todo ese dinero…!

Pearl se quejaba:

– ¡Nunca en mi vida cosí nada!

– Yo sí. Mucho -terció Ruby-. No es nada del otro mundo.

– Pero, Ruby…

– Deja de protestar, Pearl. Si el patrón dice que cosamos, coseremos.

– Estoy de acuerdo con Pearl -dijo Jubilee-. No soy modista.

Por fin, Agatha recuperó la voz:

– Yo tampoco. Soy sombrerera. Y a las siete de la noche estaré en la Gilded Cage pidiendo firmas para compromisos de abstinencia a los clientes del bar. ¿Qué dirían mis compañeras si supieran que hice una cubierta roja para la jaula?

– Nadie tiene por qué enterarse -intervino Gandy, acercándose más a Agatha-. Por eso traje a las chicas por la puerta de atrás, para que nadie las viese.

Estaba tan cerca, que sintió otra vez el aroma a tabaco. Agatha bajó la vista. Pero alzó de golpe la barbilla cuando Gandy le tocó ligeramente el brazo.

– ¡Por favor, señorita Downing!

Era desconcertante que un hombre la tratara así.

– Me crearía un conflicto de intereses, ¿no lo entiende?

– En ese caso, si añadiéramos un pequeño incentivo…

Cuando se volvió, la mujer pensó que añadiría otra moneda a la pila, pero en cambio sacó una y se la guardó en el bolsillo del chaleco.

– Ya perdimos cinco minutos. En un minuto más, el precio bajará otros diez dólares. Cuanto antes acepte, mejor.

– Pero usted… yo…

Agatha se retorció las manos y miró, impotente, a Gandy, a las muchachas, y la pila de monedas.

– Agatha -le aconsejó Violet-, no seas tonta.

– ¡Violet, cállate!

No quería que la forzaran de ese modo, menos una mujer que no tenía suficiente sentido para darse cuenta de que las estaban sobornando.

– No cabe duda de que su dinero proviene de los pobres desdichados que frecuentan su estable…

– Ochenta -la interrumpió el hombre, con calma, quitando otra moneda y guardándola en el bolsillo.

– Señor Gandy, es usted despreciable.

La siguiente pregunta fue para Violet.

– Señorita Parsons, ¿cómo anda el negocio últimamente?

– No muy…

– ¡Violet, te agradecería que cerraras la boca!

– Bueno, es evidente, Agatha. Él no tiene más que mirar. ¿Y el otro día no decías que…?

– ¡Violet!

Violet ignoró a la patrona y se inclinó, confidente, hacia Gandy.

– Las cosas no van muy bien en la venta de sombreros. Al parecer, con todas estas discusiones sobre el sufragio femenino, el sombrero está convirtiéndose en un símbolo de emancipación. -Chasqueó la lengua y sacudió la cabeza con expresión apesadumbrada-. A decir verdad, hay mujeres que dejaron de usarlos. Y tiende a empeorar, ahora que comenzamos con nuestra propia unión por la templanza.