Tras él se levantó ün clamor, y los hombres avanzaron. Gandy subió un escalón y se topó con la señorita Downing, que había bajado uno. La rodilla del hombre dio contra la rígida falda gris, e impulsó más hacia arriba el polisón. Sin abandonar la sonrisa, Gandy alzó una ceja:
– Si nos permite, por favor, señorita Downing.
– No haré nada de eso. -Como tenía la bota alta del hombre contra su falda, a Agatha le costó un gran esfuerzo no ceder terreno, pero lo miró fijo-: ¡Si los comerciantes respetables de este pueblo son demasiado timoratos para oponerse a estos antros de vicio y corrupción que usted y los de su clase nos impusieron, las mujeres no!
Gandy apretó las palmas contra la rodilla, se inclinó hacia adelante hasta que el ala del sombrero casi tocó la nariz de la mujer y habló con calma, con pronunciado acento, pero con un inconfundible tono de amenaza:
– No me gustaría maltratar a una mujer delante de sus vecinos pero, si no se aparta, no me dejará otra alternativa.
Agatha cerró los orificios de la nariz, y se irguió más.
– Los que se apartan para permitir indecencias de esta clase, son tan culpables como si las hubiesen cometido ellos mismos.
Los ojos de ambos se encontraron y sostuvieron las miradas: los de él, negros y penetrantes, los de ella, verdes y desafiantes. Tras Gandy, los hombres esperaban con el barro a los tobillos, y las risas burlonas se habían convertido en un silencio expectante. En la calle, Perry White y Clydell Hottle se protegían los ojos con la mano, esperando a ver quién ganaba. Al otro lado de la calle, el dueño de la taberna y el tabernero salieron por sus propias puertas de vaivén para observar el enfrentamiento con expresión divertida.
Gandy contempló los ojos decididos de Agatha Downing, y comprendió que sus clientes más firmes y sus mejores amigos querían ver si retrocedería ante una mujer: eso lo hubiese convertido en el hazmerreír de Proffitt, en Kansas. Y aunque no lo habían educado para faltar el respeto al sexo débil, la mujer no le dejaba alternativa.
– Como guste, señora -dijo Gandy. Con aire despreocupado, sujetó el cigarro entre los dientes, aferró a Agatha de los brazos, la levantó del escalón y la plantó unos veinte centímetros dentro del lodo. Los hombres lanzaron un rugido a modo de aprobación. Agatha gritó, agitó los brazos y trató de sacar los zapatos del lodazal. Pero el barro la chupó más profundamente y aterrizó sobre el polisón con una salpicadura ignominiosa.
– ¡Bienhecho, Gandy!
– ¡No permitas que ninguna falda te detenga!
Mientras Agatha miraba, furiosa, a Gandy, los secuaces cargaban a la dama desnuda por los escalones de madera, y atravesaban las puertas vaivén del Gilded Cage Saloon. Cuando desaparecieron, el sujeto levantó el sombrero y le dedicó una sonrisa hechicera:
– Buenos días, Downing. Fue un placer.
Subió la escalera de entrada, se limpió las botas en el felpudo de la entrada y siguió al ruidoso grupo adentro, y las puertas quedaron balanceándose a su espalda.
Desde la acera opuesta, toda la escena fue observada por una mujer vestida completamente de negro. Con la maleta en la mano, Drusilla Wilson se detuvo. Tenía la figura y la rigidez de un poste, la nariz como guadaña, los ojos que parecían capaces de perforar granito. La boca fina tenía un gesto amargo, y el labio inferior casi tapaba al superior. El mentón retraído, recordaba al perfil de un mero. Bajo el ala sin adornos de un sombrero cuáquero completamente negro, aparecía una fina franja de cabello. Ese cabello, también negro como si la naturaleza aprobara la decisión de darle un aspecto atemorizante, estaba alisado sobre las sienes y aplastaba las orejas contra la cabeza. Irradiaba la clase de severidad que hacía que la gente retrocediera, en lugar de adelantarse, cuando se la presentaban.
Después de presenciar el altercado al otro lado de la calle, la señorita Wilson se volvió hacia un hombre de barba rojiza con mostacho engominado que estaba junto a las puertas vaivén del Hoof and Hora Saloon. Estaba vestido con una camisa de rayas rojas y blancas, con bandas elásticas en las mangas, sobre unos brazos enormes que tenía cruzados sobre el pecho macizo, que se sacudía cada vez que reía. De la mata roja que rodeaba la boca, emergía la punta de un cigarro apagado.
– El nombre de esa mujer… ¿cuál es, por favor? -preguntó Drusilla Wilson, con formalidad.
– ¿Quién? ¿Ella?
Riendo otra vez, indicó a Agatha.
Sin participar de la diversión, Drusilla asintió.
– Ésa es Agatha Downing.
– ¿Y dónde vive?
– Ahí mismo. -Se quitó el resto del cigarro y señaló con la punta-. Encima de la sombrerería.
– ¿Es la dueña?
– Sí.
Drusilla echó un vistazo a la lamentable figura al otro lado de la calle y murmuró:
– Perfecto.
Alzó la maleta con una mano, se sujetó las faldas con la otra, y caminó por las piedras que cruzaban la calle. Pero se dio la vuelta otra vez hacia el hombre de la barba rojiza que aún sonreía contemplando a Agatha que intentaba librarse del barro.
– ¿Y su nombre, señor?
El sujeto le dedicó una sonrisa de dientes marrones, encajó otra vez el cigarro en la boca pequeña y respondió:
– Heustis Dyar.
La mujer alzó una ceja y miró el cartel que lucía en el falso frente del edificio, encima de la cabeza del hombre:
– ¿Y es usted el dueño de Hoof y Horn?
– Así es -respondió, orgulloso, deslizando los pulgares bajo los tirantes y proyectándolos hacia afuera-. ¿Quién pregunta?
Con un breve gesto de la cabeza, la mujer respondió:
– Drusilla Wilson.
– Drus… -Se sacó el cigarro de la boca y dio un paso hacia ella-. ¡Eh, espere un momento! -Con el entrecejo fruncido, se volvió hacia el cantinero que apoyaba los antebrazos en las puertas vaivén-. ¿Qué está haciendo ella aquí?
Tom Reese se encogió de hombros.
– ¿Y yo cómo sé qué está haciendo aquí? Supongo que crear problemas. ¿Acaso no es eso lo que hace en cada sitio al que va?
Eso era lo que hacía Drusilla Wilson ahí, y mientras se acercaba a su «hermana» caída en el lodo, rogaba que fuesen Heustis Dyar y el dueño de Gilded Cage los primeros en sufrir el impacto de su llegada.
Agatha tenía gran dificultad en levantarse. Otra vez, la cadera. En los mejores momentos, no podía confiar en ella; en los peores, era inútil intentarlo. Atascada en el barro frío y pegajoso, le dolía y no lograba levantar el peso de la mujer. Aunque se balanceó hacia adelante, no pudo ponerse de pie. Cayó hacia atrás, con las manos enterradas hasta las muñecas, y deseó ser de la clase de mujer que echa maldiciones.
Una mano enfundada en un guante negro se extendió hacia ella.
– ¿Puedo ayudarla, señorita Downing?
Agatha levantó la vista y vio unos fríos ojos grises que se esforzaban por ser simpáticos.
– Drusilla Wilson -anunció la mujer a modo de presentación.
– ¿Drus…?
Estupefacta, Agatha miró maravillada a la mujer.
– Vamos, levántese.
– Pero…
– Tome mi mano.
– Oh… claro… claro, gracias.
Drusilla aferró la mano de Agatha y la ayudó a levantarse. Agatha hizo una mueca y se apretó la cadera izquierda con una mano.
– ¿Está lastimada?
– No, sólo en mi orgullo.
– Pero está cojeando -advirtió Drusilla, mientras la ayudaba a subir los escalones.
– No es nada. Por favor, se manchará el vestido.
– Me he manchado con cosas peores que lodo, señorita Downing, créame. Desde cerveza hasta estiércol de caballo, me han arrojado de todo. Un poco de limpio barro de Dios será un alivio.
Pasaron juntas por la puerta de la Gilded Cage. Adentro, ya sonaba el piano y se filtraban risas, únicos sonidos que perturbaban la apacible mañana de abril. Las dos mujeres caminaron hasta la tienda vecina, en cuyo escaparate se leía en brillantes letras doradas: Agatha N. Downing, Sombrerera.