Выбрать главу

Los ojos oscuros y divertidos de Gandy divisaron a Agatha.

– Señorita Downing -saludó, arrastrando las palabras-, esta noche está muy bella.

Agatha deseó que la tierra se la tragase. Por un momento, temió que mencionara lo del trabajo de esa tarde: no se fiaba de él. Para su alivio, la atención de Gandy se desvió a otra persona.

– Señorita Parsons. Caramba.

Los hoyuelos resultaron ser más eficaces que las palabras floridas. Violet rió entre dientes.

Gandy dio un paso hacia la acera y se dirigió a Drusilla.

– Señorita Wilson, creo que no tuve el gusto.

La mujer echó una mirada a la mano extendida, y apretó las suyas.

– El señor Gandy, supongo.

El hombre asintió.

– Le daré la mano cuando haya firmado aquí.

Le tendió el papel del compromiso y una pluma. Gandy lo ojeó con frialdad, echó la cabeza atrás y rió.

– Hoy no, señorita Wilson. Con tres muchachas bailarinas y esa beldad de blancas piernas ahí, en la pared, creo que tengo la mano ganadora. -Empujó las puertas hacia la pared-. Espero que tengan más suerte en otro sitio.

Con una pequeña inclinación, se volvió y las dejó.

Con la llegada de los primeros parroquianos a la taberna, se hizo evidente que sus atracciones superaban a las del compromiso de abstinencia. Las puertas de la taberna permanecieron abiertas. Desde adentro llegaba la música del piano y el banjo. El óleo atraía a los hombres colgado en la pared. El paño verde de las mesas de juego tentaba como un oasis en el desierto. Gandy recibía en persona a los clientes. Y todos esperaban la aparición de Jubilee y las Gemas.

Afuera, las damas emprendieron a coro: «El agua fría es reina», cantando a todo pulmón, lo que dio a Gandy una buena idea: mandar a Marcus Delahunt a la acera a tocar el banjo, arruinándoles la canción. Cuando llegaron Mooney Straub, Wilton Spivey y Joe Jessup, la música de las dos facciones subió de volumen.

Drusilla Wilson en persona se acercó al trío, gritando para hacerse oír sobre el barullo:

– Amigos, antes de posar el pie dentro, para apoyar a este aliado de Satán, piensen cómo pueden colaborar para su salvación final. Al otro lado de estas puertas está la ruta zigzagueante de la perdición, mientras que en este papel está…

Las carcajadas taparon el resto de la prédica.

– Señora, usted debe de tener un tornillo flojo si cree que yo firmaré eso. ¡Ahí adentro hay bailarinas!

– Y esa figura de la señora desnuda -agregó Mooney.

– ¡Y tenemos que ponerle nombre!

Entre risotadas, se abrieron paso hacia las puertas. El local comenzó a llenarse rápidamente. Pasó algo bastante parecido con los siguientes tres intentos de Drusilla de desviar a los parroquianos de Gandy. Se le rieron en la cara y se apresuraron a entrar, al tiempo que sacaban sus monedas.

Luego, llegó un vagabundo llamado Alvis Collinson, que perdió a la esposa de pulmonía dos años antes. Era un individuo agrio con la nariz como una seta. A Collinson se lo conocía en el pueblo por su carácter explosivo. Cuando trabajaba, lo hacía en los corrales de ganado. Cuando no trabajaba, pasaba la mayor parte del tiempo bebiendo, jugando y peleando. Innumerables nudillos le habían deformado la cara. Tenía el párpado izquierdo caído y la nariz abultada de forma desagradable. Las mejillas, con los capilares rotos, tenían la apariencia de una col roja. La ropa mugrienta desbordaba de secreciones corporales. Cuando pasó junto a Agatha, envileció el aire con el olor.

Evelyn Sowers sorprendió a todos adelantándose para detenerlo:

– Señor Collinson, ¿dónde está su hijo?

Collinson se detuvo con la cabeza hacia adelante y los puños apretados.

– ¿Qué le importa, Evelyn Sowers?

– ¿Lo deja en casa, solo, mientras usted viene aquí todas las noches a curtirse las entrañas?

– En primer lugar, ¿qué están haciendo todas ustedes aquí, viejas chismosas?

Alvis abarcó a todo el grupo con expresión de odio.

– Tratamos de salvar su alma, Alvis Collinson, y de devolverle el padre a su hijo.

Se dio la vuelta hacia Evelyn.

– ¡No meta a mi hijo en esto!

Evelyn se puso delante:

– ¿Quién lo cuidó desde que murió su esposa, Alvis? ¿Cenó? ¿Quién lo meterá en la cama esta noche? ¡Un niño de cinco años…!

– ¡Salga de mi camino, arpía!

Le dio un empujón que la hizo tambalearse y golpearse la cabeza contra un poste. Varias de las mujeres lanzaron exclamaciones de horror. La canción se perdió en el silencio. Pero Evelyn se rehízo y aferró a Collinson por el brazo.

– Ese chico necesita un padre, Alvis Collinson. ¡Pregúntele al Señor de dónde lo sacará! -gritó. Alvin se la sacó de encima.

– ¡Vuelvan con sus polisones a la cocina, si saben lo que les conviene! -rugió, precipitándose dentro de la taberna.

Los dedos de Marcus Delahunt habían dejado de pulsar las cuerdas. En el repentino silencio, el corazón de Agatha martilleó de miedo. Lanzó una mirada dentro y vio a Gandy, ceñudo, observando el altercado. Con un gesto de la cabeza, hizo entrar a Delahunt, diciendo:

– Cierra las puertas.

El músico entró y dejó las puertas balanceándose.

– Señoras, cantemos -intervino Drusilla-. Una nueva canción.

Mientras cantaban: «Los labios que toquen el whisky nunca tocarán los míos», la capacidad de la taberna se colmó, y ni un solo individuo había firmado el compromiso. Mientras afuera comenzaba la última estrofa, dentro se alzó un clamor. Por encima de las puertas, Agatha vio que Elias Pott recibía palmadas en la espalda y felicitaciones, por haber ganado el concurso de ponerle nombre al cuadro. El robusto boticario fue levantado sobre una mesa, y sentado en una silla de respaldo alto. A continuación, todos alzaron las copas en un brindis por el desnudo, gritando:

– ¡Por Dierdre, y el jardín de las delicias!

Arriba, se abrió la puerta trampa y la jaula encapuchada de rojo descendió por medio de una cuerda de satén rojo. Los hombres rugieron, aplaudieron y silbaron. El fondo musical del banjo y el piano casi no se oía por el clamor de la gente. Potts, rojo hasta la cabeza casi calva, rió y se secó las comisuras de la boca mientras la jaula se cernía sobre él.

El piano tocó un fortissimo.

Una pierna larga asomó entre los pliegues rojos.

El banjo y el piano tocaron y sostuvieron el mismo acorde.

La bota blanca de tacón alto giró en el tobillo bien formado.

Rodó un glissando.

La pierna se proyectó hacia fuera y la punta de la bota se apoyó en la rodilla izquierda de Elias Pott.

La música cesó.

– ¡Caballeros, les presento a la joya de la pradera, la señorita Jubilee Bright!

¡La música creció y los pliegues rojos subieron de golpe hacia el techo! Los hombres enloquecieron: ahí estaba Jubilee, deslumbrante, toda de blanco.

Mientras la contemplaba, las palabras acerca del whisky se desvanecieron en los labios de Agatha. Jubilee emergió de la jaula con un vestido que tenía un tajo desde el ruedo hasta la cadera, la parte de arriba, sin breteles, resplandeciente de lentejuelas blancas. Con ese increíble cabello blanco recogido y una pluma, más blanca aún, cuyo extremo también brillaba de lentejuelas, apoyó la punta del pie en la rodilla de Pott y se inclinó hacia delante para acariciarle el mentón con una esponjosa boa blanca. La voz era lasciva, las palabras, lentas y cargadas de intención:

No es porque no quiera…

Agatha nunca había visto una pierna más hermosa que la que se apoyaba en la rodilla de Pott, nunca una cara más envidiable que la que estaba cerca de la del hombre. No podía apartar la vista.