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Agatha suspiró, fue cojeando hasta el escritorio de tapa corrediza apoyado contra la pared trasera de la izquierda, y se hundió en una silla, junto a él.

– Usted vio con sus propios ojos hasta qué punto. Y también puede oír por sí misma lo que pasa en el local de al lado.

Señaló con un gesto a la pared que la separaba de la taberna, a través de la cual llegaban los sones ahogados de «Ángel caído, cae en mis brazos».

La señorita Wilson apretó los labios y alrededor le aparecieron arrugas, como en un budín de dos días.

– Debe de ser penoso.

Agatha se tocó las sienes.

– Por decirlo con discreción. -Movió la cabeza con expresión apesadumbrada-. Desde que vino ese hombre, hace un mes, cada vez; es peor. Tengo que confesarle algo, señorita Wilson. Yo…

– Por favor, llámeme Drusilla.

– Drusilla… sí. Bueno, como le decía, mis motivos para enfrentarme al señor Gandy no fueron estrictamente altruistas. Me temo que sus elogios fueron un poco apresurados. Desde que se abrió la taberna al lado, mi negocio comenzó a tener dificultades, ¿entiende? A las señoras no les agrada pasar por esta acera por temor a que las moleste algún borracho antes de llegar a mi puerta. -Agatha frunció el entrecejo-. Es muy perturbador. Surgen peleas espantosas a cualquier hora del día y de la noche, y como ese Gandy no las permite en su local, el tabernero arroja a los borrachos a la calle.

– No me sorprende, pensando en lo que valen aquí los espejos y la cristalería. Pero, continúe.

– Las riñas no son lo único. El lenguaje… Oh, señorita Wilson, es escandaloso. Absolutamente escandaloso. Y con esas medias puertas, los ruidos se filtran a la calle y es indecible las cosas que tienen que oír las señoras cuando pasan. Yo… en verdad, no puedo decir que las culpo por vacilar en seguir siendo clientes mías. En su lugar, yo sentiría lo mismo. -Agatha entrelazó los dedos y bajó la vista-. Además, hay una razón más humillante para evitar la zona. -Alzó la mirada, con auténtica expresión de pesar-. Los maridos de algunas de mis clientas frecuentan la taberna más que sus propias casas. A varias de ellas las espanta de tal modo la perspectiva de toparse con los esposos en la calle… en semejante condición, que la sola idea las avergüenza.

– Desafortunado pero, aun así, la tienda parece próspera.

__Vivo decentemente, pero…

– No -La señorita Wilson alzó las manos enguantadas-. No quise entrometerme en sus asuntos financieros. Sólo me referí a que está bien establecida aquí y, sin duda, la mayor parte de las mujeres del pueblo estarán en su lista de clientes.

– Bueno, supongo que es así… al menos así era hasta hace un mes.

– Dígame, señorita Downing, ¿hay otras tiendas de sombreros en Proffitt?

– Pues, no. La mía es la única. Ahora, el señor Halorhan, en la Mercantile, y el señor McDonnell, en Longhorn Store, los venden hechos. Pero no hay comparación, por supuesto -añadió con cierto aire de superioridad.

– Si no fuera un atrevimiento de mi parte, ¿podría preguntarle si acostumbra ir a la iglesia?

A duras penas, Agatha contuvo la irritación:

– ¡No tenga la menor duda!

– Eso pensé. ¿Metodista?

– Presbiteriana.

– Ah, presbiteriana. -La señorita Wilson indicó con la cabeza hacia la taberna-. Y los presbiterianos aman su música. Nada como un coro de voces que se elevan en plegaria al cielo para llenar de lágrimas los ojos de un borracho.

Agatha dirigió al muro de separación una mirada malévola.

– Casi toda la música -replicó.

En ese momento, la canción que sonaba era «Chicas de Buffalo, ¿no quieren salir esta noche?»

– En el presente, ¿cuántas tabernas prosperan, digamos, en Proffitt?

– Once.

– ¡Once! ¡Ah! -En gesto ofendido, Drusilla echó la cabeza atrás, y giró sobre sí misma, con los brazos en jarras-. Los echaron de Abilene hace años. Pero siguieron avanzando hacia los siguientes poblados, ¿eh? Ellsworth, Wichita, Newton, y ahora, Proffitt.

– Este era un pueblo tan pequeño y pacífico hasta que vinieron…

Wilson giró con brusquedad, y apuntó con un dedo al aire.

– Y puede volver a serlo. -Fue a zancadas hasta el escritorio, con expresión resuelta-. Iré al grano, Agatha. Puedo llamarla Agatha, ¿verdad? -No esperó la respuesta-. Cuando la vi enfrentarse a ese hombre, no sólo pensé: «He aquí una mujer capaz de enfrentarse a un hombre». También pensé: «Ésta es una mujer digna de ser un general del ejército contra el Brebaje del Diablo».

Sorprendida, Agatha se tocó el pecho:

– ¿Un general? ¿Yo? -Si Drusilla Wilson no se lo hubiera impedido con su presencia, se habría levantado de la silla-. Me temo que se equivoca, señorita Wi…

– No me equivoco. ¡Es perfecta! -Se apoyó en el escritorio y se inclinó hacia adelante-. Conoce a todas las mujeres del pueblo. Es cristiana practicante. Tiene un incentivo más para luchar por la templanza, porque su negocio está amenazado. Y, lo que es más, tiene la ventaja de ser vecina de uno de los corruptos. Hágalo clausurar, y será el primero de una larga lista de locales clausurados, se lo aseguro. Sucedió en Abilene, y puede suceder aquí. ¿Qué dice?

La nariz de Drusilla estaba tan cerca de la suya que Agatha se tumbó contra el respaldo de la silla.

– ¡Caramba…!

– El domingo, pienso pedirle el pulpito a su ministro por unos momentos. ¡Créame, no hace falta más para que usted cuente con un ejército regular a su mando!

Agatha no estaba muy convencida de desear un ejército, pero Drusilla siguió:

– No sólo tendría el apoyo de la Unión Nacional de Mujeres Cristianas por la Templanza, sino el del propio gobernador St. John.

Agatha sabía que John P. St. John había sido elegido dos años antes gracias a una plataforma que ponía el acento de sus reivindicaciones en la prohibición del alcohol, pero no sabía nada más de política, y poco más sobre una organización en semejante escala.

– Por favor, yo… -Dejó escapar una bocanada de aire entrecortada y se levantó. Se dio la vuelta y se retorció las manos-. No sé nada de organizar un grupo así.

– Yo la ayudaré. La organización nacional lo hará. El Temperance Banner, nuestro periódico, ayudará. -Wilson se refería al periódico estatal creado dos años antes para apoyar las actividades pro-templanza y de apoyo a la legislación contra el alcohol-. Y sé lo que digo cuando me refiero a que las mujeres del pueblo nos ayudarán. He viajado casi cinco mil kilómetros. Crucé el Estado una y otra vez, y estuve en Washington. Asistí a cientos de reuniones públicas en escuelas e iglesias de todo Kansas. En todas ellas vi que surgían grupos de apoyo a La Causa casi de inmediato.

– ¿Legislación? -Esa palabra aterró a Agatha-. Ignoro todo respecto de la política, señorita Wilson, y no quiero verme involucrada. Para mí ya es bastante dirigir mi negocio. Sin embargo, tendré mucho gusto en presentarle a las mujeres de Cristo Presbiteriano, si quiere invitarlas a un mitin de organización.

– Muy bien. Es un comienzo. ¿Y podríamos hacerlo aquí?

– ¿Aquí? -Los ojos de Agatha se dilataron-. ¿En mi tienda?

– Sí.

Drusilla Wilson no tenía nada de tímida.

– Pero no tengo suficientes sillas y…

– Estaremos de pie, como sucede muchas veces a las puertas de los bares, en ocasiones durante horas.

Resultó evidente cómo Wilson había logrado organizar toda una red de locales de la U.M.C.T. Perforó con los ojos a Agatha tal como el alfiler de un coleccionista sujetaría a una mariposa. Agatha tenía muchas dudas, pero estaba segura de una cosa: quería devolverle a ese hombre lo que le había hecho esa mañana. Y quería librarse del ruido y la jarana que traspasaban la pared. Quería que su negocio volviese a florecer. Si ella no daba el primer paso, ¿quién lo haría?