—¿Qué hace usted?
—Facturas y embarques. ¿No le parece un lugar divertido?
—¿Cuál es su signo? —le preguntó Nikki.
—Libra.
—Yo soy Capricornio. Esta noche es mi cumpleaños, asi como el de él. Si es usted realmente un libriano, está perdiendo su tiempo conmigo. ¿Se llama de algún modo?
—Martin Bliss.
—Nikki.
—No existe ninguna señora Bliss… ¡Ja, ja!
Nikki se lamió los labios.
—Tengo hambre, ¿quiere traerme unos canapés?
En cuanto él se marchó para buscar lo pedido, ella se alejó de allí. Dio una vuelta por la larga sala, pasó junto al quinteto de cuerdas, junto al puesto del barman, junto a la ventana… hasta que pudo ver bien al hombre llamado Nicholson. No le desagradó. Era delgado, flexible, no muy alto, de hombros fuertes. Un hombre con presencia y autoridad. Quería poner los labios sobre él y sorber inmortalidad. Su cabeza era como un triángulo, con unos brutales huesos en las mejillas, labios delgados, oscura mata de pelo rizado, sin barba, sin bigote. Sus ojos eran penetrantes, eléctricos, intolerablemente sabios. Tiene que haberla visto dos veces, por lo menos.
Nikki había leído su libro. Todos lo habían leído. Él había sido un rey, un lama, un traficante de esclavos, un esclavo. Siempre llevando gran cuidado de ocultar su increíble longevidad, y ahora ofreciendo libremente su terrible secreto a los miembros del Club del Libro del Mes. ¿Por qué había preferido salir a la luz y revelarse? Porque éste es el momento necesario de la revelación, había dicho. El momento a partir del cual tiene que ser lo que es, de modo que pueda impartir su don a otros, antes de perderlo. Antes de perderlo. En el momento del nacimiento del nuevo siglo, debe compartir su premio de vida.
Una docena de personas le rodeaban, captando su mirada brillante. Él atravesó con la mirada una muralla de hombros y puso sus ojos en los de ella; Nikki se sintió atravesada, exaltada, elegida. Un súbito calor se fue extendiendo sobre su cuerpo, como un río de tungsteno fundido, como una corriente de miel caliente. Le devolvió fijamente la mirada. Empezó a caminar hacia él.
Entonces, un cuerpo se interpuso en su camino. Cabeza de muerto, piel de pergamino, ojos de pesadilla. Una mano escamosa rozó sus bíceps desnudos. Una voz terriblemente desgastada preguntó, con un gruñido:
—¿Cuántos años cree usted que tengo?
—¡Oh, Dios!
—¿Cuántos?
—¿Dos mil?
—Tengo cincuenta y ocho. No viviré para ver mi cumpleaños número cincuenta y nueve. Tome, fúmese uno de estos.
Con manos temblorosas, le ofreció un diminuto tubo marfileño. Cerca de uno de los extremos se veía un monograma gótico —FXB— y una cápsula verde translúcida en el otro. Ella apretó la cápsula y surgió una flameante llama azul. Inhaló el humo.
—¿Qué es? —preguntó.
—Mi propia mezcla. Soma número cinco. ¿Le gusta?
—Estoy sucia —dijo—. Absolutamente sucia. ¡Oh, Dios!
Las paredes se movían. La nieve se había convertido en trozos de estaño. Un golpe instantáneo. El cuerpo tenía un halo dorado. Los signos del dólar se elevaban a la vista, como estigmas, sobre su frente surcada de arrugas. Nikki escuchó el estruendo de las olas, el rugido de la espuma. El puente oscilaba. Los mástiles se agrietaban. Mujer a bordo, gritó, y escuchó su voz inaudible, desapareciendo hacia abajo por un túnel de ecos, boing, boing, boing. Se agarró a los frágiles puños de él.
—¡Bastardo! ¿Qué me ha hecho?
—Soy Francis Xavier Byrne.
¡Oh! El millonario. Las Industrias Byrne, el gran conglomerado de empresas. Steiner le había prometido un multimillonario para esta noche.
—¿Va usted a morir pronto? —le preguntó Nikki.
—No creo que pase de pascua. Ahora el dinero no me sirve de nada. Soy una metástasis andante.
Se abrió la camisa arrugada. Algo brillante y metálico, como una cota de malla, cubría su pecho.
—Sistema vital auxiliar —le confió—. Me permite funcionar. Si me lo quitara durante media hora, estaría acabado. ¿Es usted capricorniana?
—¿Cómo lo sabía?
—Puede que vaya a morirme, pero no soy estúpido. Tiene usted el brillo de los de Capricornio en sus ojos. ¿Qué soy yo?
Ella dudó. Sus ojos también brillaban. Un hombre de los que se han hecho a sí mismos, un fantástico sentido para los negocios, energía, arrogancia. Capricornio, desde luego. No…, demasiado fácil.
—Leo —dijo.
—No. Vuélvalo a intentar.
Colocó otro tubo con monograma en su mano y se marchó. Ella no había regresado aún del todo del último, aunque los efectos más espectaculares ya se habían disipado. Los invitados a la fiesta giraban y flotaban a su alrededor. Ya no podía ver a Nicholson. La nieve parecía ir convirtiéndose en granizo, en pequeñas partículas duras que salpicaban los amplios ventanales, dejando unas raspaduras blancas. ¿O es que su percepción era ahora más aguda? El rugido de las conversaciones parecía ascender y decaer, como si alguien estuviera ajustando un control de volumen. Las luces fluctuaban con un ritmo contrastado. Se sintió mareada. Una bandeja de cócteles pasó junto a ella y preguntó:
—¿Dónde está el baño?
Al final del pasillo. Cinco extrañas salían arracimadas de él, hablando en susurros escamosos. Flotó a través de ellas, se agarró al frío borde del lavabo, adelantó la cabeza hacia el espejo oval cóncavo. Una cabeza de muerto, piel apergaminada, ojos de pesadilla. ¡No! ¡No!
Parpadeó, y volvieron a aparecer sus propios gestos. Temblando, hizo un esfuerzo por recobrarse. El armario de medicamentos contenía una tentadora colección de drogas, los remedios de Steiner para todos los males. Sin mirar las etiquetas, Nikki tomó un puñado de frascos y engulló pastillas tomadas al azar. Una roja y plana, una verde y ahusada, una suculenta cápsula amarilla de gelatina. Quizá se tratara de remedios contra el dolor de cabeza, quizá de alucinógenos. ¿Quién sabía? ¿A quién le interesaría? Nosotros, los capricornianos, no siempre somos tan precavidos como se pudiera imaginar.
Alguien llamó a la puerta del baño. Ella contestó y se encontró con el rostro redondo, blando y esperanzado de Martin Bliss, flotando cerca del techo. Los ojos se abombaban débilmente; las mejillas aparecían rojizas.
—Me dijeron que usted se sentía mal. ¿Puedo ayudarla en algo?
Tan amable. Tan dulce. Ella le tocó el brazo, rozó su mejilla con los labios. Más allá, en el vestíbulo, estaba un hombre de cuerpo ancho, de pelo rubio cortado al rape, de glaciales ojos azules, con un perfecto y rollizo rostro. Su sonrisa era intensa y brillante.
—Eso es fácil —dijo el hombre—. Capricornio.
—¿Puede adivinar mi… —se detuvo asombrada—…signo? —terminó de preguntar, con voz débil—. ¿Cómo lo hizo? ¡Oh!
—Sí. Soy ése.
Ella se sintió más que desnuda, desprendida de todo hasta los ganglios, hasta la sinapsis.
—¿Cuál es el truco?
—No hay truco. Escucho. Oigo.
—¿Oye usted pensar a la gente?
—Más o menos. ¿Cree usted que se trata de un juego de salón?
Él era hermoso, pero aterrorizador, como la espada de un samurai en movimiento. Ella le quería, pero no se atrevía. Tiene mi número, pensó. No tendré nunca ningún secreto con él. Y él dijo tristemente:
—No me importa eso. Sé que asusto a mucha gente. A algunos no les importa.
—¿Cómo se llama?
—Tom —contestó él—. Encantado de conocerla, Nikki.
—Siento mucha lástima por usted.
—No es eso, en realidad. Puede engañarse a sí misma si necesita hacerlo. Pero no puede engañarme a mí. En cualquier caso, no se acuesta usted con hombres por los que siente lástima.