—No me he acostado con usted.
—Lo hará —dijo él.
—Creí que sólo era capaz de leer la mente. No me dijeron que también hacía profecías.
Él se inclinó acercándose y sonrió. Aquella sonrisa la destruyó. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no caer.
—Tengo su número, muy bien —dijo él, en un tono de voz bajo y duro—. La llamaré el próximo martes —y, cuando ya se alejaba, añadió—. Se equivoca. Soy de Virgo, lo crea o no.
Nikki regresó, aturdida, hacia el salón.
—…la figura del mandala —estaba diciendo Nicholson; su voz era oscura, enfocada, como un cantante basso puro—. Lo esencial es que cada mandala tiene su centro: el lugar donde nace todo, el ojo de la mente de Dios, el corazón de la oscuridad y de la luz, el ojo de la tormenta. Muy bien: deben moverse hacia el centro, encontrar el vértice en los límites del Yang y del Yin, situarse justo en el punto central del mandala. Centrarse a ustedes mismos. ¿Siguen la metáfora? Centrarse ustedes mismos en el ahora, en el eterno ahora. Salirse del centro es moverse hacia la muerte, adelante, y hacia el nacimiento, atrás. Siempre con las fatales oscilaciones polares; pero si son capaces de situarse constantemente en el foco del mandala, justo en el centro, tendrán acceso a la fuente de la renovación, se convertirán en un organismo capaz de una autocuración constante, de una autorenovación constante, de una constante expansión hacia las regiones situadas más allá del yo. ¿Me siguen? El poder de…
Steiner, junto a su codo, le dijo tiernamente:
—¡Qué hermosa está usted en los primeros momentos de la fijación erótica!
—Es una fiesta maravillosa —dijo Nikki.
—¿Está encontrando gente interesante?
—¿Hay de alguna otra clase? —preguntó ella.
De repente, Nicholson se apartó del círculo de quienes le escuchaban y cruzó la sala, solo, con un movimiento rápido y decisivo hacia el bar. Nikki se apresuró para interceptarlo y tropezó con un sirviente de cabeza rapada que llevaba una bandeja. La bandeja se deslizó suavemente de los gruesos dedos del hombre y se elevó en el aire, como un escudo en rotación; una lluvia de trozos de carne inmersos en una aceitosa salsa verde cayó, salpicando, sobre la alfombra blanca. El sirviente se quedó completamente inmóvil, helado, como una especie de ídolo mexicano de piedra, grueso y desnudo, con la nariz chata, durante un largo y doloroso momento; después volvió la cabeza lentamente hacia la izquierda y contempló lastimeramente su rígida mano extendida, sin su bandeja. Finalmente, adelantó la cabeza hacia Nikki, y su rostro de granito, normalmente inexpresivo, mostró por un fugaz instante una expresión de odio total, una emanación fulgurante de desprecio y disgusto que se desvaneció inmediatamente. El hombre relinchó con una risa disimulada: ¡Ju, ju, ju! Su superioridad era abrumadora. Nikki se sintió hundida en movedizas arenas de humillación. Escapó apresuradamente, zigzagueando alrededor de la carne derramada, siguiendo su camino hacia el bar.
Nicholson seguía estando solo. Nikki enrojeció. Sentía como si le faltara el aire. Buscaba ávidamente las palabras, con la lengua desmañada. Finalmente, como una catapulta, dijo:
—Feliz cumpleaños.
—Gracias —dijo él con solemnidad.
—¿Está disfrutando de su fiesta?
—Mucho.
—Me extraña que no le aburran. Quiero decir, después de haber hablado con tantos de ellos.
—No me aburro con facilidad.
Parecía solemne y sereno, como extrayendo fuerzas de alguna reserva sin fondo de paciencia. Lanzó hacia Nikki una mirada que era al mismo tiempo cálida e impersonal.
—Todo me parece interesante —dijo.
—Eso resulta curioso. Hace un momento le dije a Steiner más o menos lo mismo. Es que, ¿sabe?, hoy también es mi cumpleaños.
—¿De veras?
—Nací el siete de enero de 1975.
—¡Vaya! En 1975. Yo… —se echó a reír—. Parece completamente absurdo, ¿verdad?
—El siete de enero del 982 —dijo Nikki.
—Ha estado tomando notas, ¿eh?
—He leído su libro —confesó—. ¿Me permite hacerle una observación tonta? ¡Dios mío! ¡No parece usted tener mil diecisiete años!
—¿Qué aspecto cree que debería tener?
—Más bien como él —contestó Nikki, señalando hacia Francis Xavier Byrne.
Nicholson se echó a reír entre dientes. Nikki se preguntó si le gustaría. Quizá. Quizá. Se arriesgó a mirarle a los ojos. Apenas tenía un centímetro más de altura que ella, lo que convirtió su acción en una experiencia terriblemente íntima. Él la miró con firmeza, centradamente; Nikki le imaginó rodeado por un palpitante mandala, con luminosas manchas turquesas emanando de su corazón, conectadas con radiantes hilos de telaraña en colores rojo y verde. Enderezándose un poco, lanzó un rizo de deseo alrededor de él. Sus ojos eran muy explícitos. Los de Nicholson aparecían velados. Sintió cómo el hombre se retiraba tranquilamente. Llévame dentro, rogó ella, llévame a una de las habitaciones del fondo. Vierte tu vida en mí.
—¿Cómo va a elegir a las personas que quiere instruir en el secreto? —preguntó.
—Intuitivamente.
—Rechazando a cualquiera que se lo pida directamente, desde luego.
—Rechazando a quien lo pida.
—¿Ha preguntado usted?
—Dijo que había leído mi libro.
—¡Oh! Sí. Ya recuerdo. No sabía usted lo que estaba sucediendo, no comprendió nada hasta que todo pasó.
—Yo era una persona muy simple. Eso fue hace mucho tiempo.
Sus ojos volvían a ser vivos. Lo estoy atrayendo. Ve que soy de su clase, que me lo merezco. Capricornio, Capricornio, Capricornio, tú y yo, él y ella, los dos cabras. Juega a mi juego, Capricornio.
—¿Cómo se llama usted? —preguntó.
—Nikki.
—Un nombre hermoso, para una mujer hermosa.
La vacuidad del cumplido la devastó. Se dio cuenta de que había llegado con una misteriosa rapidez a un momento de necesaria retirada táctica; la retirada era obligatoria, a menos que apretara demasiado y destruyera el tenue contacto tan tensamente establecido. Le dio las gracias con una mirada y se apartó graciosamente, dirigiéndose hacia Martin Bliss, pasando su brazo por el suyo. Bliss se estremeció ante el gesto, enrojeció y se encontró en un estado de mayor energía. Ella hizo resonar sus vibraciones, elevándolas más y más. Se sentía en el corazón de la fiesta, como el centro del mandala: de pie, con ambos pies bien asentados, las piernas ligeramente abiertas, convirtiendo su cuerpo en un eje polar, con las líneas de fuerza surgiendo de la tierra, elevándose desde el fondo del edificio, atravesando ochenta y ocho pisos, para pasar por su sexo, su corazón, su cabeza. Asi es como una se debe sentir, pensó ella, cuando le ha sido concedida la inmortalidad. Un momento de gracia espontánea, el balbuceo de una luz interior. Miró amorosamente hacia el pobre y bobo de Bliss. Querido corazón, querido juego andante mudo. El quinteto de cuerdas emitía unos sonidos fundidos.
—¿Qué es eso? —preguntó ella—. ¿Brahms?
Bliss se ofreció para averiguarlo. Sola, era vulnerable para Francis Xavier Byrne, quien la abatió con una sola mirada cadavérica.
—¿Lo ha adivinado ya? —preguntó él—. El signo.
Se le quedó mirando fijamente, a través de su harapiento cuerpo canceroso, llameante de descomposición.
—Escorpión —le contestó con voz ronca.
—¡Correcto! ¡Correcto! —exclamó, sacándose un medallón del pecho y pasando su cadena de oro sobre la cabeza de Nikki—. Para usted —dijo con voz áspera, y se marchó.
Nikki lo acarició. Una piedra verde y suave al tacto. ¿Jade? ¿Esmeralda? Ligeramente grabada sobre su cara abovedada, se percibía la cruz rizada, la cruz ansata. Maravilloso. El regalo de la vida, entregado por un moribundo. Le saludó con la mano por entre un bosque de cabezas y le guiñó un ojo. Bliss regresó.