—¿Está seguro de eso?
—Por completo.
—¿Puede leer cualquier mente de los que están aquí? —preguntó.
El asintió con un gesto.
—¿Incluyendo la de él?
—Él es el más claro de todos —volvió a asentir—. La ha estado utilizando durante tanto tiempo que todos los canales llegan muy profundamente.
—Entonces, ¿tiene de veras mil años?
—¿No lo creía usted?
—A veces no sé lo que creer —contestó Nikki, encogiéndose de hombros.
—Es viejo.
—Usted debería saberlo.
—Es un fenómeno. Es absolutamente extraordinario —una pausa, y a continuación, rápida, penetrante, la pregunta—: ¿Le gustaría ver el interior de su mente?
—¿Cómo puedo hacerlo?
—Yo le abriré el camino, si quiere que lo haga —los ojos glaciales brillan con un calor repentino y engañoso—. ¿Quiere?
—No estoy segura de querer.
—Está muy segura. Siente una curiosidad enorme. No me engañe. No juegue, Nikki. Usted quiere ver en su interior.
—Quizá —de mala gana.
—Quiere hacerlo. Créame, lo quiere. Venga aquí. Relájese, deje caer un poco los hombros, déjelos sueltos, sea receptiva y yo estableceré el lazo.
—Espere… —dijo ella.
Pero ya era demasiado tarde. Serenamente, el lector de mentes dividió su conciencia como si fuera un Moisés apartando las aguas del Mar Rojo, y apretó algo en su frente, algo espeso, pero insustancial, como una porra de niebla. Ella se estremeció y retrocedió. Se sintió violada. Fue como la primera vez que estuvo en la cama con alguien, durante ese momento en que desaparecía todo lo tonto que le rodea a uno, los besos, los mordiscos, las caricias y, de pronto, se encontraba con ese objeto profundamente introducido en su cuerpo. Nunca había olvidado aquella sensación de ser atravesada. Pero, desde luego, no sólo había sido una intrusión, sino también una fuente de éxtasis. Como lo era esto. El objeto que estaba dentro de ella era la conciencia de Nicholson.
Maravillada, exploró su superficie, rígida y curvada, marcada con una miríada de ablaciones de reentrada. Recorrió su bronceada aspereza con sus manos temblorosas. Permanecía fuera de ella. Tom, el lector de mentes, la empujó ligeramente. Vamos, vamos. Más profundamente. No te retraigas. Ella se plegó alrededor de Nicholson y penetró en él como ectoplasma filtrándose en la arena. De repente, perdió la compostura. Los límites discretos e impermeables que marcaban el final de sí misma y el principio de lo que empezaba a ser él, se confundieron. Resultaba imposible distinguir entre su experiencia y la de él, y tampoco podía separar las pulsaciones de su propio sistema nervioso de los impulsos que viajaban a lo largo del de él. Recuerdos fantasmagóricos la asaltaron, tragándosela. Se sintió transformada en un nudo de percepción pura, en un ojo aislado y frío que examinaba y registraba.
Las imágenes parpadearon. Estaba subiendo penosamente a lo largo de una deslumbrante cresta nevada, con puntiagudos colmillos del Himalaya colgando sobre ella en el cielo blanco, y la cálida y suave piel de yak arropándola. La acompañaba un pelotón de hombres pequeños, de piel atezada, ojos rasgados, pesados abrigos, gruesas botas. El olor de la manteca rancia, el borde cortante de un viento casi imposible de soportar… y allí, brillando a la repentina luz, un montón de enlucido amarillento, encendido por el sol, con mil ventanas parpadeantes: un edificio, una residencia de los lamas, extendida sobre la cresta de una montaña. El sonido nasal de cuernos y trompetas distantes. Los cantos roncos de los monjes. ¿Qué estaban cantando? ¿Om? ¿Om? ¡Om! Om, y unas moscas zumbaban alrededor de su nariz mientras ella permanecía encogida en una endeble canoa, descendiendo silenciosamente y a medianoche por un río, en el corazón del África, envuelta por la humedad. Hombres desnudos, con pieles de un negro púrpura, acercándose. Sudorosas frondas colgando de unos matorrales excesivamente exuberantes; los hocicos de los cocodrilos elevándose sobre las aguas oscuras como flores dentadas; grandes y nauseabundas orquídeas floreciendo alto en los árboles bordeados de tallos. Y en la orilla, cinco hombres blancos con vestidos isabelinos, sombreros de ala ancha con lazos y elegantes bucles, con cuellos sudorosos y ensortijadas barbas rojizas. Errol Flynn como Sir Francis Drake, con el trabuco descansando en el ángulo del brazo. Los hombres blancos riendo, llamando por señas, gritando hacia los hombres de la canoa. ¿Soy un esclavo, o un dueño de esclavos?
No hay respuesta. Sólo una nebulosa, y una nueva visión: hojas de otoño soplando a través de las puertas abiertas de cabañas con techo de paja, bueyes temblorosos encogidos en campos pelados y cubiertos de rastrojos, hombres de aspecto ceñudo y largos bigotes, con el pelo al rape, dirigiendo miradas hacia el horizonte. ¿Son cruzados? ¿O guerreros húngaros en marcha para enfrentarse con los terribles mongoles? ¿Defensores del reino anglosajón en peligro, que se dirigen contra los invasores normandos? Podrían ser cualesquiera de aquéllos. Pero siempre ese ojo frío y firme, esa inconmovible conciencia en el centro de cada escena. Él, eterno y perdurable.
Y entonces: el tren marchando hacia el oeste, envuelto en humo, las llanuras extendiéndose infinitamente, los grandes bisontes marrones de ojos fieros en manadas, a la derecha de la vía, y el hombre con pelo turbulento, hasta los hombros, riéndose, arrojando una moneda de oro de veinte dólares sobre la mesa, recogiendo su rifle —un Springfield calibre.50 con recámara—, apuntando casualmente a través de la puerta del tren en movimiento y lanzando un disparo y otro y otro. Tres cuerpos tumbados que se quedan atrás, mientras el tren sigue su marcha, haciendo sonar el silbato de modo estridente. Notando cómo su brazo y su hombro le hormiguean con el impacto de aquellos disparos.
Después: las orillas fétidas del agua, fardos de clavo y canela, hombres pequeños de piel morena con turbantes y con taparrabos, discutiendo bajo un sol terrible. Pequeñas e irregulares monedas de plata brillando en la palma de su mano. El chapurreo de algún dialecto de Malabar, contrapunteado con un fluido y burlón portugués. ¿Navegamos ahora con Vasco da Gama? Quizá. Y a continuación, una gris calle teutónica, barrida por el viento, medieval, rostros luteranos poco afables asomándose a las ventanas. Y a continuación la estepa de Gobi, con jinetes y fogatas de campamento y oscuras tiendas de campaña. Y la ciudad de Nueva York, la inconfundible ciudad de Nueva York, con automóviles negros y cuadrados corriendo a toda prisa entre los polvorientos rascacielos, como brillantes escarabajos, como una escena surgida de alguna película muda. Y entonces. Y entonces. En todas partes, en todo, en todos los tiempos, en todos los lugares, un fluir discontinuo de acontecimientos, siempre acompañados por esa claridad de visión, por esa percepción tan firme como una roca, por esa mente sólida situada en el centro, por esa inconmovible identidad, por ese yo incambiable…
…¿con quién estoy inextricablemente enredado?…
No había «yo», ni había «él»; sólo había un punto de vista perceptor de todo. Pero, bruscamente, percibió un cambio de foco, un efecto de distanciación, una separación de un yo y del otro, de modo que se encontró mirándole cómo él vivía sus muchas vidas, viéndole desde fuera, viéndole cambiar sencillamente de identidades como otros podian cambiar de ropas, dejándose crecer barbas y bigotes, afeitándolos, cortándose el pelo, dejándoselo crecer, adoptando nuevas posturas, aprendiendo lenguas, falsificando documentos. Le vio en todos sus mil años de disfraces y subterfugios; le vio real y unificado y centrado por debajo de todos aquellos camuflajes obligatorios…
…y le vio viéndola a ella…