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El contacto se rompió instantáneamente. Ella se tambaleó. Unos brazos la sujetaron. Se apartó de la sonriente cara redonda, del hombre rubio, murmurando:

—¿Qué ha hecho? No me avisó que me mostraría a él.

—¿De qué otro modo puede producirse una unión? —preguntó el telépata.

—No me lo dijo. Tendría que habérmelo dicho.

Ahora, todo estaba perdido. No podía soportar encontrarse en la misma sala que Nicholson. Tom extendió un brazo hacia ella, pero Nikki pasó junto a él dando traspiés, tropezando con la gente. Todos la miraron. Alguien acarició su pierna. Ella se abrió paso por entre las molestias, tres mujeres y dos sirvientes, cinco hombres y un mantel. Una puerta de cristal, un brillante pomo plateado; empujó. Detrás de ella, débiles gritos sofocados, unos pocos gritos agudos, comentarios de extrañeza.

—¡Cierren eso!

Sola en la noche, a ochenta y ocho pisos de altura sobre la calle, se ofreció a sí misma a la tormenta. Su débil túnica no la protegía en absoluto. Los copos de nieve le quemaban contra los pechos. Los pezones se endurecieron y se elevaron como feroces faros, sobresaliendo contra el blando tejido. La nieve aguijoneó su cuello, sus hombros, sus brazos. Muy abajo, el viento agitaba los cristales recién caídos, convirtiéndolos en galaxias en espiral. La calle era invisible. Las confusiones termales hicieron surgir vientos en dirección ascendente que agarraron los bordes de su túnica y se la arrancaron del cuerpo. Partículas ferozmente frías de granizo volaron impulsadas contra sus pálidos y desnudos muslos. Permaneció de pie, de espaldas a la fiesta. ¿Alguien de los que permanecían adentro se daría cuenta de su presencia allí? ¿Pensaría alguien que estaba contemplando la idea del suicidio, y acudiría presuroso y galante a salvarla? Los capricornianos no cometían suicidios. Podían amenazar con él, sí, podían incluso decirse a sí mismos con toda seriedad que iban a hacerlo realmente, pero sólo se trataba de un juego, sólo un juego. Nadie acudió a ella. Y ella no se volvió. Agarrándose de la barandilla, luchó por tranquilizarse.

No sirvió de nada. Ni siquiera el amargo viento podía ayudarla. Había escarcha en sus párpados, nieve en sus labios. El medallón regalado por Byrne brillaba entre sus senos. El aire parecía blanco, con un ligero y estremecedor brillo verde. Le abrasó los ojos. Estaba descentrada y se debatía. Se sintió reverberando aún a través de los siglos, avanzando y retrocediendo por la órbita de la vida interminable de Nicholson. ¿Qué año era éste? ¿Es 1386, 1912, 1532, 1779, 1043, 1977, 1235, 1129, 1836? Hace tantos siglos. Tantas vidas. Y, sin embargo, siempre su verdadero yo, incambiado, incambiable.

Las resonancias fueron desapareciendo gradualmente. Las interminables épocas de Nicholson ya no llenaban su mente con terribles ruidos. Empezó a estremecerse, no por el miedo sino simplemente de frío, y se dio un estirón a la mojada túnica, tratando de cubrir su desnudez. La nieve fundida dejaba huellas calientes y pegajosas a través de su pecho y de su vientre. Un halo de vapor la rodeaba. Su corazón latía con violencia.

Se preguntó si lo que acababa de experimentar había sido un verdadero contacto con el alma de Nicholson, o más bien sólo un truco de Tom, una simulación de contacto. Después de todo, ¿era posible que Tom pudiera establecer una unión entre dos mentes no telepáticas como la suya y la de Nicholson? Quizá Tom lo había fabricado todo, utilizando imágenes tomadas de prestado del libro de Nicholson.

En tal caso, podía haber una esperanza para ella.

Un engaño, lo sabía. Una fantasía nacida del desesperado optimismo del desesperanzado. Pero, a pesar de todo…

Encontró el pomo, y regresó de nuevo a la fiesta. Una ráfaga de viento la acompañó, introduciendo nieve en el interior de la sala. La gente la miraba fijamente. Era como la muerte llegando al festín. Dócilmente, se sacudió los punzantes copos de nieve.

Sus ropas estaban empapadas y pegadas a la piel. Podría haber estado desnuda, y hubiera sido lo mismo.

—Pobre, está temblando —dijo una mujer.

Abrazó estrechamente a Nikki. Era la mujer de rostro agudo, la de ojos abultados nacida en una probeta, esposa de su propio padre. Sus manos se deslizaron rápidamente sobre el cuerpo de Nikki, acariciando sus pechos, tocándole las mejillas, el antebrazo, los muslos.

—Venga dentro conmigo —le dijo en voz baja—. La calentaré.

Sus labios buscaron los de Nikki. Una lengua juguetona buscó la suya. Por un momento, necesitada de calor, Nikki se entregó al abrazo. Después, se apartó.

—No —dijo—, en cualquier otro momento, por favor.

Librándose con un movimiento de serpenteo, comenzó a atravesar el salón. Un recorrido interminable. Era como cruzar el Sahara apoyándose en un bastón. Voces, rostros, risas. Una sequedad en su cuello. Entonces, se encontró frente a Nicholson.

Bueno. Ahora o nunca.

—Tengo que hablar con usted —le dijo.

—Desde luego.

Los ojos de él tenían una mirada despiadada. No había ira en ellos, ni siquiera desdén; sólo una paciencia increíble, más terrorífica que la cólera o el desprecio. Pero ella no se doblegaría ante aquella fría mirada.

—Hace unos minutos —le dijo—, ¿sintió usted una experiencia extraña, una sensación de que alguien estaba… bueno, mirando en su mente? Sé que parece tonto, pero…

—Sí. Sucedió —le llegó la serena respuesta.

¿Cómo podía estar él tan cerca de su propio centro? Ese ojo inamovible, esa personalidad únicamente autocontenida, percibiéndolo todo… la residencia de los lamas, el depósito de esclavos, el tren, todo, con todo el tiempo pasado, con todo el tiempo por venir… ¿cómo se las arreglaba para permanecer tan tranquilo? Ella sabía que no podría aprender nunca a mantener tanta serenidad. Y se daba cuenta de que él también lo sabía. Me conoce. Muy bien. Se encontró mirando las mandíbulas de él, su frente, sus labios. Pero no sus ojos.

—Tiene usted una imagen equivocada de mí —le dijo.

—No es una imagen. Lo que tengo es a usted misma.

—No.

—Vamos, Nikki, sea realista. Si puede imaginarse hacia dónde mirar.

Se echó a reír. Con suavidad. Pero ella se sintió destruida.

Y entonces, sucedió algo extraño. Se obligó a sí misma a mirarle a los ojos y sintió una brusca conciencia de pasar de un estado de ánimo a otro y él se convirtió en un anciano. Aquella máscara de incambiable y prematura madurez se disolvió, y ella vio los terribles y amarillentos ojos, el laberinto de arrugas y barrancos, las encías sin dientes, los babeantes labios, la garganta hueca, el yo que había debajo del rostro. ¡Mil años, mil años! Y cada uno de los momentos de aquellos mil años era bien visible.

—Es usted un viejo —susurró—. Me disgusta. No me gustaría ser como usted, ¡por nada del mundo! —y se volvió de espaldas, temblando—. Un hombre viejo, viejo, viejo. ¡Es usted una mascarada!

—¿No es patético? —preguntó él, sonriendo.

—¿Para mí, o para usted? ¿Para mí, o para usted?

Él no contestó. Y Nikki se sintió desconcertada. Cuando estuvo a cinco pasos de él, le llegó otro cambio de conciencia, un segundo cambio de fase y, repentinamente, volvió a sentirse él mismo, con la piel tirante, erecto, aparentando quizás unos treinta y cinco años. Un globo de silencio parecía colgar entre ellos. La fuerza del rechazo de Nicholson fue aplastante. Y ella recogió sus últimas fuerzas para lanzarle una mirada de despedida. Yo tampoco te quería, amiga, ni una sola parte de ti. Él la saludó cordialmente. Despedida.

Martin Bliss, sonriendo con un aire ausente, se encontraba cerca del bar.

—Vámonos —le dijo ella, salvajemente—. ¡Llévame a casa!

—Pero…

—Sólo son unos cuantos pisos más abajo.