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Y pasó su brazo por el de él. El hombre parpadeó, se encogió de hombros y empezó a caminar.

—Te llamaré el martes, Nikki —le dijo Steiner, cuando pasaron junto a él.

Abajo, sobre el césped de su apartamento, se sintió mejor. Ya en la habitación, se desnudaron con rapidez. El cuerpo de él era rosado, peludo, servicial. Encendió la cama y ésta empezó a murmurar y agitarse.

—¿Cuántos años crees que tengo? —le preguntó.

—¿Veintiséis? —dijo Bliss vagamente.

—¡Bastardo!

Ella lo arrastró, colocándolo sobre su cuerpo. Sus manos rascaron la piel del hombre. Sus muslos se abrieron. Vamos. Como un animal, pensó Nikki. ¡Como un animal! Se iba haciendo vieja por momentos. Estaba muriendo en los brazos de Bliss.

—Eres mucho mejor de lo que esperaba —dijo ella al final.

Y él la miró desde arriba, desconcertado, extrañado.

—No podías haber elegido a nadie en esa fiesta. A nadie.

Casi a nadie —rectificó ella.

Cuando él se quedó dormido, Nikki se deslizó fuera de la cama. Seguía cayendo la nieve. Escuchó el estampido de las balas y el quejido del bisonte herido. Escuchó el estrépito de las espadas chocando contra los escudos. Escuchó a los lamas cantando: Om, Om, Om. No habría sueño para ella esta noche, ninguno. El reloj hacía tic-tac como una bomba. El siglo se deslizaba implacablemente hacia su fin. Escudriñó su rostro en el espejo del baño, en busca de arrugas. Suave, suave, todo muy suave bajo el brillo fluorescente de color azulado. Sus ojos aparecían sangrientos. Sus pezones seguían estando duros. Tomó una pequeña jarra de alabastro de uno de los armarios del baño y de ella salieron tres delicadas cápsulas rojas que cayeron sobre la palma de su mano. Feliz cumpleaños, querida Nikki. Feliz cumpleaños. Se tragó las tres. Regresó a la cama. Esperó, escuchando los ligeros golpes de la nieve sobre el cristal; esperó que llegaran las visiones y se la llevaran.