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Jeffrey Clayton se sintió como si alguien le clavara un alfiler en la frente. Ni siquiera el alcohol le aliviaba el dolor.

Fue en una noche como aquélla, aunque quizá no tan fría, y la lluvia preñaba el aire. «Me acuerdo de la lluvia -pensó- porque, cuando salimos, me caía encima como escupitajos, como si yo hubiese hecho algo malo. La lluvia parecía ocultar todas las palabras airadas, y él estaba de pie en el umbral, callado por fin después de todos aquellos gritos, mirándonos marchar.»

¿Qué fue lo que dijo?

Jeffrey se acordó: «Te necesito, a ti y a los niños…»

Y la respuesta de ella: «No, no nos necesitas. Te tienes a ti mismo.»

Y él había insistido: «Formáis parte de mí…»

Luego Jeffrey había notado que la mano de su madre lo empujaba hacia el interior del coche y lo sentaba con brusquedad en su asiento. Recordó que ella llevaba en brazos a su hermana pequeña, que lloraba, y sólo habían tenido tiempo de meter un poco de ropa en una mochila pequeña. «Nos metió en el coche a toda prisa -pensó- y dijo: "No miréis atrás. No le miréis."» Acto seguido, el coche arrancó.

Evocó la imagen de su madre. Aquélla había sido la noche en que había envejecido, y el recuerdo lo asustaba. Intentó convencerse de que no tenía por qué preocuparse.

«Nos fuimos de casa, eso es todo.

»Habían tenido un altercado. Uno de tantos. Este resultó peor que los demás, pero sólo porque fue el último. Yo me había refugiado en mi habitación, intentando no oír sus palabras. ¿Por qué discutían? No lo sé. Nunca se lo pregunté. Nadie me lo dijo. Pero ese día todo había terminado, y eso sí que lo sabía. Subimos al coche, nos marchamos y nunca volvimos a verlo. Ni una sola vez. Jamás.» Tomó otro trago largo.

«En fin. Otra triste historia, pero nada tan fuera de lo común. Una relación con malos tratos. La mujer y los hijos se van antes de que alguien salga perjudicado de forma irreparable. Ella fue valiente. Hizo lo correcto. Lo abandonó, en un mundo diferente, para que nos criáramos en un lugar donde él no pudiese hacernos daño. No es algo atípico. Evidentemente, tiene secuelas psicológicas. Lo sé por mis propios estudios, mi propia terapia. Pero está superado, todo superado.

»No quedé traumatizado de por vida.»

Paseó la vista por el interior de su apartamento. En un rincón había un escritorio cubierto de papeles. Un ordenador. Muchos libros apretujados desordenadamente en estantes. Muebles funcionales, nada que no pudiera olvidarse o reemplazarse fácilmente si lo robaban. Tenía algunos de sus títulos y diplomas expuestos en una pared. Había un par de reproducciones enmarcadas de clásicos comunes del arte moderno del siglo XX, incluidas la lata de sopa de Warhol y las flores de Hockney. Las había puesto ahí para salpicar un poco de color en la habitación. También había colgado unos pósters de películas, porque le gustaba la sensación de acción que transmitían, pues a menudo su vida le parecía demasiado reposada, seguramente demasiado gris, y no estaba muy seguro de cómo cambiarla.

«Entonces -se preguntó a sí mismo-, ¿por qué cuando un desconocido alude a la noche en que, cuando eras niño, dejaste tu hogar, te dejas llevar por el pánico?»

De nuevo insistió: «No he hecho nada malo. -Entonces le vino a la memoria-. Ella dijo: "Nos vamos…", y nos fuimos. Y luego empezamos una nueva vida, muy lejos de Hopewell.»

Se sonrió. «Nos fuimos al sur de Florida. Igual que los refugiados que llegaban allí de Cuba y Haití. Nosotros éramos refugiados de una dictadura parecida. Era un buen lugar para perderse. No conocíamos a nadie. No teníamos parientes allí, ni amigos, ni contactos, ni trabajo, ni escuela. No se daba una sola de las condiciones por las que habitualmente alguien se muda a una nueva localidad. Nadie nos conocía, y nosotros no conocíamos a nadie.»

De nuevo le vinieron a la mente las palabras de su madre. Un día -¿un mes después, quizá?-, dijo que ése era el lugar donde él nunca los buscaría. Se había criado en el norte, por lo que detestaba el calor. Odiaba el verano, y sobre todo la densa humedad de los estados del Atlántico medio. Ocasionaba que le salieran unas ronchas rojas en la piel y que el asma se le agudizara de modo que el menor esfuerzo la hacía jadear. Así pues, les había dicho a él y a su hermana pequeña: «Nunca se le pasará por la cabeza que me he ido al sur. Creerá que me he trasladado a Canadá, yo siempre hablaba de Canadá…» Y ésa fue la explicación.

Jeffrey pensó en Hopewell, una población rural rodeada de granjas; eso es lo que sabía y recordaba de ella. Estaba próxima a Princeton, que había albergado una universidad prestigiosa hasta que los disturbios raciales de principios de siglo en Newark se habían propagado sin control, como una llama en un reguero de gasolina, y habían recorrido ochenta kilómetros de carretera hasta la universidad, que había acabado asolada por los incendios y los saqueos. Por otra parte, la ciudad era célebre porque, años antes de que él naciera, había sido escenario de un secuestro famoso.

«Pero nos marchamos -se recordó a sí mismo-. Y ya nunca volvimos.»

Apuró el vaso de vodka de un trago, echándose al gaznate lo que quedaba del aguardiente. De pronto lo invadió una rabia desafiante. «Ya nunca volvimos -se repitió tres o cuatro veces-. Que te den, agente Martin.»

Tenía ganas de tomarse otra copa, pero no le pareció apropiado. Luego pensó: «¿Por qué no?» Pero esta vez sólo se sirvió medio vaso, y se obligó a beber a sorbos, despacio. Se agachó, recogió el teléfono del suelo y marcó rápidamente el número de su hermana en Florida.

La señal de llamada sonó una vez, y colgó. No le gustaba telefonearlas a menos que tuviera algo que decir, y hubo de admitir que de momento no tenía más que preguntas.

Se reclinó hacia atrás, cerró los ojos y visualizó la casita donde habían vivido juntos. «La marea está bajando -pensó-. Estoy seguro de ello. La marea está bajando, y puedes alejarte cien, no, doscientos metros de la orilla e intentar oír el sonido de una raya leopardo al liberarse saltando de uno de los canales para caer con un sonoro chapuzón en el agua azul celeste. Eso estaría bien. Volver a los Cayos Altos, caminar por el agua poco profunda.» Quizá vería emerger la cola de un pez zorro, reluciente a la luz mortecina de la tarde, o la aleta de un tiburón cortando la superficie cerca de un banco de arena, en busca de un bocado fácil.

«Susan sabría adónde ir, y seguro que pescaríamos algo.»

Cuando eran jóvenes, los dos hermanos pasaban horas juntos, de pesca. Jeffrey tomó conciencia de que ahora ella iba sola.

Se dio el lujo de revivir la sensación del suave vaivén de la tibia agua de mar en torno a sus piernas, pero cuando abrió los ojos, no vio más que el maletín de piel del agente, tirado en el suelo de cualquier manera ante él.

Lo recogió y se disponía a lanzarlo al otro extremo de la habitación, pero se detuvo cuando estiraba el brazo hacia atrás para tomar impulso.

«Seguro que no contienes más que otra pesadilla -pensó-. He permitido que mi vida se infeste de pesadillas, así que una más no significará nada.»

Jeffrey Clayton se recostó en el sillón, suspiró y abrió el cierre de metal barato del maletín.

Dentro había tres carpetas de papel de Manila de color habano. Les echó un vistazo rápido a las tres y vio que todas contenían más o menos lo que él esperaba: fotos de escenas del crimen, informes policiales truncados y un protocolo de la autopsia de cada una de las tres víctimas. «Estas cosas siempre empiezan así -se dijo-. Un policía me pasa unas fotografías convencido de que, por arte de magia, las miraré y al instante podré decirle quién es el asesino.» Exhaló un suspiro hondo, abrió una carpeta tras otra y esparció los documentos en el suelo, frente a sí.

En cuanto vio las fotografías a la luz, comprendió la preocupación del agente Martin. Tres chicas muertas, todas, a primera vista, de menos de quince años, con cortes similares en su cuerpo desnudo, y colocadas tras su muerte en posturas parecidas. ¿Las habían matado con una navaja de barbero?, se preguntó de inmediato. ¿Con un cuchillo de caza? Yacían boca arriba en el suelo, sin ropa, con los brazos extendidos hacia los lados. Era la posición en que se tumban los niños cuando quieren dejar la silueta de un ángel en la nieve reciente. Recordaba haber trazado esas figuras de pequeño, antes de que se mudaran al sur. Sacudió la cabeza. «Un simbolismo religioso evidente», anotó mentalmente. Era como si las hubiesen crucificado; supuso que eso era, de un modo extraño, lo que les habían hecho en realidad. Echó otra ojeada a las fotografías y observó que a todas las víctimas les habían cortado el dedo índice de la mano derecha. Sospechaba que les faltaba también alguna otra parte del cuerpo, o quizás un mechón de cabello.