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– Seguro que te gusta llevarte recuerdos -le dijo en voz alta al asesino que inexorablemente comenzaba a cobrar forma en su imaginación, casi como si se estuviera materializando de la nada a una persona sentada ante él.

Examinó por encima las zonas en que se encontraban los cadáveres. Uno parecía estar en un bosque; la joven yacía con los brazos abiertos sobre una superficie plana de roca. La segunda se hallaba en un terreno considerablemente más pantanoso, con un lodo espeso y cenagoso, y lianas y zarcillos retorcidos. «Cerca de un río», pensó Clayton. Le costó más determinar dónde estaba la tercera; aparentemente se trataba también de una zona rural, pero el crimen se había cometido a todas luces a principios del invierno; la tierra se hallaba cubierta de nieve limpia en algunas partes, y el cuerpo sólo estaba parcialmente descompuesto. Clayton estudió la imagen un poco más de cerca, buscando rastros de sangre, pero no había muchos.

– Así que las metiste en tu coche y las llevaste a esos lugares después de matarlas, ¿no?

Meneó la cabeza. Sabía que eso supondría un problema. Siempre resultaba más fácil sacar conclusiones de una escena del crimen cuando el asesinato realmente se había cometido allí. El desplazamiento de los cadáveres constituía una dificultad añadida para las autoridades.

Se levantó de su asiento, esforzándose por pensar, y regresó a la cocina, donde se sirvió otro vaso de vodka. Tomó de nuevo un trago largo y asintió para sí, complacido con el aturdimiento que el alcohol empezaba a causarle. De pronto, se percató de que el dolor de cabeza había desaparecido y volvió a los documentos esparcidos en el suelo de su pequeña sala de estar.

Continuó hablando en voz alta, con un sonsonete, como un niño que se divierte solo en su habitación con un juego.

– Autopsia, autopsia, autopsia. Apuesto veinte pavos a que violaste a todas las chicas una vez muertas y a que no eyaculaste, ¿verdad, colega?

Cogió los tres informes y, deslizando el dedo rápidamente por el texto de cada uno, encontró la información del patólogo que buscaba.

– He ganado -dijo, de nuevo en alto-. Veinte pavos. Dos billetes de diez. Veinte machacantes. En realidad, estaba cantado. Yo tenía razón, como de costumbre.

Tomó otro trago.

– Si eyaculaste, fue al matarlas, ¿no, chaval? Es el momento más intenso. Tu momento. ¿El momento de la luz? ¿El destello de una gran explosión detrás de los ojos, directo al cerebro, que llega hasta el alma? ¿Algo tan maravilloso y místico que te deja sin aliento?

Hizo un gesto de afirmación. Miró al otro extremo de la sala de estar y, gesticulando hacia una silla vacía, se dirigió a ella, como si el asesino acabara de entrar en la habitación.

– ¿Por qué no te sientas? Aligera la carga de tus pies.

Comenzó a trazar un retrato en su mente. «No demasiado joven -pensó-. De aspecto anodino. Blanco. Nada amenazador. Quizás un poco tímido, o un cerebrito. Sin duda un solitario.» Soltó una carcajada cuando los rasgos del asesino empezaron a definirse ante sus ojos, tal vez porque no sólo estaba describiendo a un asesino en serie absolutamente típico, sino también a sí mismo. Continuó hablándole a su fantasmal visita en tono sarcástico y ligeramente cansino.

– ¿Sabes qué, colega? Te conozco. Te conozco bien. Te he visto docenas, cientos de veces. Te he observado durante los juicios. Te he entrevistado en tu celda. Te he sometido a una serie de pruebas científicas y medido tu estatura, peso y apetito. Te he aplicado el test de Rorschach, inventarios multifásicos de Minnesota y he determinado tu cociente intelectual y tu tensión arterial. Te he extraído sangre del brazo y he analizado tu ADN. Joder, incluso he asistido a tu autopsia tras tu ejecución, y examinado con el microscopio muestras de tu cerebro. Te conozco al derecho y al revés. Tú te crees único y superpoderoso, pero, sintiéndolo mucho, chaval, no lo eres. Presentas las mismas tendencias y perversiones de mierda que otros mil tipos que son como tú. Los registros están llenos de casos que en nada difieren del tuyo. Carajo, también lo están las novelas populares. Hace siglos que existes, en una forma u otra. Y si crees que has hecho algo verdaderamente único y demoníacamente extraordinario, te equivocas de medio a medio. Eres un tópico. Algo tan corriente como un resfriado en invierno. No te gustaría oír eso, ¿verdad? Esa voz furiosa de tu interior se pondría a escupir bilis y a exigirte todo tipo de cosas, ¿no? Sentirías el impulso de salir a aullarle a la luna llena y quizás a raptar a otra joven, sólo para demostrar que voy errado, ¿verdad? Pero ya sabes, macho, que en realidad lo único que tienes de especial es que no te han pillado todavía y que probablemente nunca te pillarán, no porque seas una jodida lumbrera, como sin duda te crees, sino porque nadie tiene tiempo ni ganas, porque hay cosas mejores que hacer que ir por ahí persiguiendo a chalados, aunque no tengo ni puta idea de cuáles pueden ser esas cosas. En fin, casi siempre eso es lo que ocurre. Te dejan en paz porque a nadie le importa tanto. No causas el impacto acojonante que tú te crees…

Suspiró, rebuscó en el interior de la carpeta el número de teléfono que el agente Martin le había asegurado que estaba allí y lo encontró en un trozo de papel amarillo. Echó otro vistazo rápido a las fotografías y los documentos, sólo para cerciorarse del todo de que no hubiera pasado por alto algún detalle evidente o revelador, y dio otro trago al vaso de vodka. Se reprochó a sí mismo la aprensión y el horror que se habían apoderado de él cuando el policía lo había amenazado de forma tan indirecta.

«¿Quién soy yo en realidad?»

Respondió con un suspiro: «Soy quien soy.»

«Un experto en muertes atroces.»

Con la mano con que sostenía el vaso, señaló con un gesto suave y desdeñoso los tres expedientes que estaban en el suelo, delante de él.

– Previsible -dijo en voz alta-. Totalmente previsible. Y, a la vez, seguramente imposible. No es más que un asesino enfermo y anónimo más. No es eso lo que usted quiere oír, ¿verdad, señor policía?

Sonrió mientras alargaba el brazo hacia el teléfono.

El agente Martin contestó al segundo timbrazo.

– ¿Clayton?

– Sí.

– Bien. No ha perdido el tiempo. ¿Tiene conexión de vídeo en su teléfono?

– Sí.

– Pues úsela, joder, para que pueda verle la cara. Jeffrey Clayton obedeció: encendió el monitor de vídeo, lo conectó al teléfono y se acomodó enfrente, en su sillón.

– ¿Mejor así?

En su pantalla, la imagen nítida del agente apareció de golpe. Estaba sentado en la esquina de una cama, en un hotel del centro. Todavía llevaba corbata, pero su americana colgaba del respaldo de una silla cercana. También llevaba puesta aún su sobaquera.

– Bueno, ¿tiene algo que contarme?

– Poca cosa. Seguramente cosas que usted ya sabe. Sólo he mirado por encima las fotografías y los documentos.

– ¿Y qué ha visto, profesor?

– Todo es obra del mismo hombre, evidentemente. Hay un claro trasfondo religioso en el simbolismo de la posición de los cadáveres. ¿Podría tratarse de un ex sacerdote? Tal vez de alguien que fue monaguillo. Algo por el estilo.