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– Oiga, he examinado sus carpetas -lo interrumpió Jeffrey-. Ahora estoy en casa. Ya he hecho bastante por hoy.

– No le estoy pidiendo un favor. Piense por un momento en la facilidad con que yo podría complicarle la vida, profesor. Con Hacienda, por ejemplo. Con otras agencias de policía. Con su adorada universidad de los cojones. Deje volar su imaginación por unos instantes. ¿Lo ha captado? Bien. Ahora, piense en algún lugar tranquilo y seguro donde podamos encontrarnos. Dios sabe si alguien está escuchando esta transmisión, o si su teléfono está pinchado. Seguramente algunos de sus alumnos más emprendedores le han intervenido la línea para obtener información confidencial sobre los exámenes o algún dato que les sirva para hacerle chantaje. Pero quiero que nos reunamos, y cuanto antes. Esta noche. Traiga consigo los expedientes de los casos. Le repito una vez más que no disponemos de mucho tiempo.

Jeffrey, vestido con ropa oscura, se deslizaba sigilosamente de una sombra a otra bajo los reflejos de las luces de neón en el centro de la pequeña población universitaria. Delante de Antonio's Pizza había la aglomeración habitual de gente que esperaba su turno para entrar; Clayton reparó en el guarda armado con una escopeta que vigilaba a los estudiantes hambrientos. Otra cola serpenteante se había formado frente a las taquillas del cine de Pleasant Street, donde se proyectaban las películas del género que los chicos denominaban «viboporno», palabra que combinaba dos de los temas más recurrentes en esos filmes.

Arrimó la espalda a la pared de ladrillo de un videoclub para dejar pasar a un puñado de preadolescentes de aspecto salvaje. Los niños marchaban en formación militar, gritando cada cierto tiempo una cantinela y coreando la respuesta. El grupo constaba de unos doce chicos, que seguían a un líder larguirucho y granujiento que, con una actitud malévola que parecía amenazar con cosas terribles, fijaba la vista en todo aquel que tuviera el mal gusto de mirarlos. Llevaban chaquetas idénticas con el logotipo de un equipo de baloncesto profesional, gorros de punto y zapatillas de alta tecnología. Los más jóvenes, de unos nueve o diez años, cerraban la marcha. Sus piernecitas, que pugnaban por seguirle el paso al cabecilla, le habrían parecido cómicas al profesor si no hubiera sabido lo peligrosa que podía llegar a ser la banda. De vez en cuando el líder se volvía bruscamente hacia el grupo y, mientras trotaba hacia atrás, gritaba:

– ¿Quiénes somos?

Sin vacilar, con sus voces agudas, los miembros de la banda que avanzaban tras él contestaban a voz en cuello:

– ¡Somos los perros de Main Street!

– ¿De qué somos los amos?

– ¡Somos los amos de la calle!

A continuación, todos daban tres palmadas, que resonaban como disparos entre los establecimientos del centro.

Hasta los estudiantes que esperaban frente a Antonio's les hacían mucho espacio; se apartaban como las orillas de un río para que la pandilla desfilara rápidamente entre ellos. El guarda de la pizzería encañonó con su escopeta al líder, que se limitó a reírse y dedicarle un gesto obsceno. Jeffrey advirtió que un coche patrulla seguía al grupo a una distancia prudencial. «Todo el mundo teme a los niños -pensó Clayton-, más que a nadie. Puedes tomar ciertas precauciones sencillas para protegerte de asesinos en serie, violadores, ladrones y animales rabiosos; puedes vacunarte contra la viruela, la gripe y el tifus, pero cuesta esconderse de las decenas de niños abandonados que no albergan más que odio hacia el mundo al que los han traído.» Se preguntó si los políticos que habían revocado todas las leyes que permitían el aborto se fijaban alguna vez en las bandas de niños que vagaban por las calles y se preguntaban de dónde habían salido.

Jeffrey salió a toda prisa de las sombras donde se había ocultado y cruzó la calle detrás del coche patrulla. Vio que uno de los agentes se volvía de golpe, como si lo hubiera sobresaltado la aparición de aquella figura a sus espaldas, y luego el vehículo se alejó, acelerando poco a poco. Clayton torció por entre las farolas en dirección a la biblioteca municipal.

«¿Qué es lo que sé sobre el estado número cincuenta y uno?», se preguntó. Acto seguido, cayó en la cuenta de que no sabía gran cosa, y lo que sabía lo incomodaba, aunque le habría costado explicar exactamente por qué.

Hacía poco más de una década, dos docenas o más de las empresas más importantes de Estados Unidos habían empezado a comprar grandes extensiones de territorio de propiedad federal en media docena de estados occidentales. También habían adquirido terrenos que pertenecían a los propios estados; de hecho, éstos se los habían cedido a las empresas. La idea era simple, una extrapolación de un concepto que la Disney Corporation había introducido en la zona central de Florida en la década de 1990: consistía en empezar de cero, en construir ciudades y pueblos, viviendas, escuelas y comunidades totalmente nuevos, pero que a la vez evocaran recuerdos de los Estados Unidos de antaño. En un principio, las poblaciones corporativas se diseñaron para alojar a las personas que trabajaban en esas empresas en el entorno más seguro posible. Sin embargo, ese mundo que se estaba creando ejercía una atracción considerable. En más de una ocasión, Jeffrey Clayton había visto entera la serie de anuncios de televisión del estado número cincuenta y uno. Lo pintaban como un lugar acogedor y seguro en que imperaban los valores de otros tiempos.

Unos cinco o seis años atrás la zona se había declarado oficialmente el Territorio del Oeste, y, tal como había ocurrido en el caso de Alaska y Hawai más de cincuenta años antes, se había iniciado el proceso que llevaría a convertirlo en un nuevo estado de la Unión. Nuevo y muy distinto.

A Jeffrey le había sorprendido que tantos estados vecinos hubiesen cedido parte de su territorio, aunque, por otro lado, el dinero y las oportunidades eran alicientes poderosos, y las fronteras no constituían realmente una prioridad para nadie.

Así pues, el mapa de Estados Unidos había cambiado.

En algunas carreteras se instalaron vallas publicitarias que ensalzaban la calidad de vida en el nuevo estado. Se publicaron páginas web con información sobre ello. Uno podía realizar también un recorrido virtual del estado en ciernes, lo que incluía una visita en 3D a sus zonas urbanas y su campiña.

Por supuesto, eso tenía un precio.

Muchas de las familias más pobres se habían visto desarraigadas, aunque aquellos cuya propiedad se encontraba dentro de los límites de una nueva demarcación habían obtenido un beneficio económico imprevisto. Había también quien se había resistido, como los milicianos, unos chalados ecologistas y asilvestrados, pero incluso ellos habían dado el brazo a torcer, forzados por las autoridades locales o sobornados. Muchas de esas personas se habían retirado al norte de Idaho y a Montana, donde disponían de espacio y poder político.

El estado número cincuenta y uno se había convertido en un refugio de otro tipo.

Había algunos inconvenientes: impuestos elevados, costes de edificación inflados y, lo más importante, en el estado número cincuenta y uno regían leyes que constreñían la privacidad, las entradas y las salidas, y ciertos derechos fundamentales. No es que se hubiese derogado la Primera Enmienda, sino más bien que la habían recortado. Voluntariamente. A las enmiendas Cuarta y Sexta también se les había dado un nuevo sentido.

«No es lugar para mí», decidió Jeffrey, aunque no estaba muy seguro de por qué lo pensaba.

Se arrebujó en la chaqueta con los hombros encorvados y avanzó rápidamente por la calle. «No sabes mucho sobre el Nuevo Mundo -se dijo. Luego, cayó en la cuenta-: Estás a punto de descubrir muchas cosas más.»

Se preguntó por unos instantes qué clase de persona accedería al trueque que el Territorio exigía: el de la libertad por protección.

Sin embargo, lo que uno realmente obtenía a cambio era una promesa seductora: la seguridad.

Seguridad garantizada. Seguridad absoluta.