Dejó escapar un jadeo, al borde del pánico.
«Sabe que estoy aquí. Me ha visto correr a través del claro. Y ahora estoy acorralada, justo donde él quería tenerme.»
Giró bruscamente y miró con ansia a la salida, mientras una voz interior la apremiaba a huir, a aprovechar el momento para salir corriendo mientras aún tuviese un asomo de posibilidad.
Pugnó por mantener el control de sus emociones. Sacudió la cabeza, insistiendo para sus adentros: «No, todo está bien. Has corrido y no te han visto. Sigues estando a salvo.»
Susan se volvió hacia Kimberly, y en ese mismo instante comprendió que la huida no era una opción. Por un momento se preguntó si éste era el último juego que su padre había ideado para ella, un juego letal, con una alternativa simple y también letal. Salvarse a sí misma, abandonando a Kimberly a su triste suerte, o quedarse y enfrentarse a lo que entrara por esa puerta que ahora estaba cerrada.
Susan notó que le temblaba el labio inferior a causa de la incertidumbre.
Una vez más, miró a la chica. Kimberly la observaba con una expresión lastimera en los ojos desorbitados.
– No te preocupes -le dijo Susan, sorprendida por su tono de seguridad, que le pareció fuera de lugar-. Todo saldrá bien. -Mientras hablaba entrevió una forma pequeña y negra a unos centímetros de las piernas de la adolescente, justo fuera de su alcance, en el suelo, junto a la pared.
– ¿Qué es eso? -preguntó.
La chica se volvió con dificultad a causa de las esposas que la obligaban a permanecer en la misma posición.
– Un intercomunicador -susurró-. Le gusta escucharme.
Susan abrió mucho los ojos, presa de un miedo repentino.
– ¡No digas nada! -musitó con vehemencia-. ¡No debe enterarse de que estoy aquí!
La joven se disponía a responder, pero Susan se plantó delante de ella de un salto y le tapó la boca con la mano. Se inclinó, combatiendo las náuseas que le producía el olor.
– Mi única baza es el factor sorpresa -murmuró entre dientes.
«Y ni siquiera estoy segura de eso», pensó.
Mantuvo la mano donde estaba hasta que la muchacha asintió en señal de que había comprendido. Entonces apartó la mano y se inclinó de nuevo hacia la oreja de Kimberly.
– ¿Cuántos hay arriba? -susurró.
Kimberly levantó dos dedos.
«Dos más Jeffrey», pensó Susan.
Esperaba que siguiese vivo. Esperaba que su padre no hubiese estado escuchando por el intercomunicador cuando ella entró por la trampilla. Esperaba que él sintiese la necesidad de mostrarle su trofeo a su hermano, pues no se le ocurría otra cosa que hacer que esperar.
De pie junto a la adolescente, se fijó bien en dónde estaba la puerta que comunicaba con el resto de la casa. A continuación, se acercó a las escaleras, contando los pasos hasta la base. Había seis escalones en el tramo de escalera que ascendía hasta el descansillo. Colocó la mano contra la pared y subió hacia la salida.
Esto fue demasiado para la chica despavorida.
– ¡No me dejes! -chilló.
Susan dio media vuelta, y el aire entre ellas se cargó de ira. Su mirada hizo callar a la chica. Luego extendió el brazo y, tras respirar hondo otra vez, empujó la trampilla para cerrarla, y la habitación se sumió en una negrura absoluta. Se giró con cuidado en el descansillo y volvió a poner la mano libre en la pared. Contó los peldaños mientras descendía hacia la oscuridad, y contó de nuevo los pasos mientras cruzaba la sala. El hedor de la adolescente la ayudó a encontrarla. Kimberly Lewis soltó un gemido, un sollozo de terror y a la vez de alivio al percatarse de que Susan había regresado a su lado.
Susan se acuclilló junto a la chica encadenada.
Se colocó con la espalda contra la pared, de cara al centro de la habitación. Al sopesar la metralleta en su mano, cayó en la cuenta de que no cumpliría su función esa noche. Estaba diseñada para disparar ráfagas de forma indiscriminada y matar todo aquello que estuviera a tiro. Comprendió que esto no le serviría de nada a menos que estuviera dispuesta a correr el riesgo de matar a su hermano junto con su padre y la mujer a quien llamaba esposa. En un principio le pareció un riesgo razonable, pero luego pensó que seguramente su hermano no lo asumiría si sus papeles se invirtieran. De modo que depositó esa eficaz máquina de matar en el suelo, a su lado, lo bastante cerca de ella para encontrarla si la necesitaba, y lo bastante cerca de las manos de Kimberly para brindarle una oportunidad de salvarse. Para reemplazarla, Susan desenfundó la pistola nueve milímetros de la sobaquera que llevaba bajo el chaleco. Hacía calor en la habitación, así que se quitó el gorro y sacudió la cabeza para soltarse el pelo. Kimberly se acurrucó lo más cerca de Susan que le permitían sus cadenas. La muchacha respiró agitadamente, aterrorizada por unos instantes, luego se relajó un poco, como reconfortada por la presencia de Susan. Esta le tocó el brazo, intentando calmar los nervios de las dos. Luego le quitó el seguro a la pistola, introdujo una bala en la recámara y apuntó al espacio negro que tenía delante, donde calculaba que se encontraba la puerta. El arma le pesaba en las manos, como si de pronto el agotamiento se hubiera apoderado de ella. Apoyó los codos en las rodillas sin dejar de apuntar al frente con la pistola, y se quedó esperando, como un cazador en un escondite, a que llegara la presa, esforzándose por tener paciencia, por mantenerse firme, por estar preparada. Esperó estar haciendo lo correcto. No veía otra alternativa.
Jeffrey caminaba al paso de un hombre condenado a muerte.
Caril Ann Curtin iba justo detrás de él, apretándole el cañón silenciado de su pistola contra el pequeño hueco tras su oreja derecha, una presión que evitaba de forma muy eficaz que él intentara alguna tontería como girar de golpe e intentar forcejear. Cerraba la marcha su padre, como un sacerdote en una procesión, sólo que, en vez de una Biblia, llevaba en sus manos el cuchillo de caza. Caril Ann le daba un golpecito en el cráneo con la pistola cuando debía indicarle que cambiara de dirección.
La casa y su decoración parecían desenfocadas. Jeffrey notaba que estaba perdiendo por momentos el dominio de sus facultades debido al miedo por lo que estaba ocurriendo, y pugnó en su fuero interno por aferrarse al pensamiento racional.
Nada había sucedido como él esperaba.
Había previsto un enfrentamiento a solas entre él y su padre, pero eso no se había producido. Todo era turbio, confuso. No veía con claridad ningún sentimiento, emoción o propósito. Se sentía como un niño pequeño atemorizado en su primer día de clase, apartado a empujones de la seguridad de su casa y de todo aquello que había dado por sentado. Aspiró profundamente, buscando al adulto en su interior, luchando contra el niño.
Llegaron a las escaleras que conducían al sótano.
– Ahora toca bajar, hijo -dijo Curtin.
«Descenso al infierno», pensó Jeffrey.
Caril Ann le dio unos golpecitos firmes en la cabeza con el arma.
– Hay un cuento muy conocido, Jeffrey -prosiguió Curtin mientras bajaban por las escaleras-. La dama o el tigre. ¿Qué hay detrás de la puerta? ¿Muerte instantánea o placer instantáneo? ¿Y sabes que ese cuento tiene una continuación? Se titula El disipador de las dudas. Eso es lo que mi maravillosa esposa debería ser para ti. La disipadora de las dudas. Porque la indecisión se castiga con severidad en este mundo. La gente que no aprovecha las oportunidades queda atrás rápidamente.
Llegaron al sótano. Era un cuarto de juegos terminado y amueblado con un estilo moderno. Había un televisor de pantalla grande en una pared, y un cómodo sofá de piel enfrente, a pocos metros, desde donde verlo. Su padre se detuvo para recoger un mando a distancia de una mesa de centro. Lo apuntó al aparato, pulsó un botón, y la pantalla se llenó de rayas grises y blancas causadas por el ruido atmosférico.