Llegó hasta el borde de la oscuridad y se detuvo.
El silencio que tenía delante era como una pared. Aspiró el aire frío.
Peter Curtin miraba desde el otro extremo de la habitación a sus dos hijos y a la adolescente desaparecida, que se estremecía y sollozaba. Su mirada topó con la de Susan, y él sacudió la cabeza.
– Me equivoqué -dijo despacio-. Ahora resulta, Jeffrey, que aquí la asesina es tu hermana.
Susan, agotada repentinamente a causa de las heridas y la tensión, levantó la pistola de nuevo, con el dedo en el gatillo.
– ¿Serías capaz de matarme? -preguntó su padre.
Ella soltó la nueve milímetros, que cayó al suelo con un golpe metálico.
– En el ajedrez -dijo él, despacio, como si estuviera exhausto-, es la reina quien tiene el poder y realiza las jugadas clave. -Curtin asintió-. Touché -comentó con aire despreocupado-. Seguramente habrías podido encargarte de aquel tipo del aseo de caballeros sin mi ayuda. -Y añadió-: Subestimé tu capacidad.
El asesino alzó el arma e hizo ademán de apuntar.
En ese instante, Jeffrey comprendió que debía plantar batalla con algo que no fuera una pistola o un cuchillo. En un momento profundo de iluminación supo cómo pararle los pies al hombre que estaba al otro lado de la habitación.
Sonrió, a pesar de las heridas y el dolor.
Fue algo repentino, inesperado. Una expresión que desconcertó a su padre.
– Has perdido -afirmó el hijo.
– ¿Perdido? -dijo el padre al cabo de un momento-. ¿En qué sentido?
– ¿Has contado? -inquirió Jeffrey enérgicamente-. Contesta.
– ¿Que si he contado?
– Dime, padre, ¿quedan tres balas en esa pistola? Porque si no, ha llegado tu hora. Morirás aquí mismo, en esta habitación que tú diseñaste. Me sorprende. ¿Trazaste los planos pensando en tu propia muerte, y no sólo en la de los demás? No parece propio de ti.
Curtin titubeó de nuevo.
Jeffrey prosiguió, embalado, casi riéndose.
– ¿Exactamente cuántas veces ha disparado tu querida y abnegada esposa esa pistola? Veamos, en el cargador caben… ¿cuántas? ¿Siete balas? ¿Nueve? Creo que siete. Ahora bien, el arma era de tu mujer, así que ¿hasta qué punto estás familiarizado con ella? Y ella, ¿estaba acostumbrada a meter una octava bala en la recámara? Mira en torno a ti, puedes ver los agujeros en la pared. Susan está sangrando, ¿de cuántas heridas exactamente? ¿Cuántos disparos ha hecho tu esposa antes de que Susan le volara la cabeza?
Curtin se encogió de hombros.
– Tanto da -dijo.
– Oh, no, en absoluto -replicó Jeffrey-, porque ahora las reglas del juego parecen haber cambiado, ¿no es así?
Su padre no contestó de inmediato, y Jeffrey señaló con un gesto la Uzi, amartillada y lista junto a los pies de su hermana. Tendría que pasar por delante de ella para coger el arma. Kimberly Lewis estaba más cerca, y Jeffrey leyó en sus ojos que, aunque asustada, había reparado en la metralleta. El sabía que, si uno de los dos intentaba agarrarla, su padre dispararía.
– Estoy seguro de que conoces bien este tipo de armas -continuó Jeffrey con voz monótona, fría y segura-. Es un arma de lo más tonta, en realidad. Lo hace saltar todo en pedazos. Es una especie de asesino poco selectivo, a diferencia de ti. Ni siquiera hace falta apuntar con ese trasto, sólo cogerlo, empezar a moverlo de un lado a otro y apretar el gatillo. Mata a diestro y siniestro. Lo deja todo hecho un asco. -Esperaba que la adolescente captara sus instrucciones.
– Eso ya lo sé -repuso Curtin con un deje de rabia en la voz-. Pero sigo sin entender qué tiene que…
– Bueno, tienes dos opciones -dijo Jeffrey, interrumpiéndolo y mofándose de las propias palabras de su padre-. Lo primero que debes plantearte es: «¿Puedo matarlos a todos? Porque si no me quedan tres balas, moriré en el acto.» ¿Y quién será el que te mate, padre? Si me disparas, queda Susan, cuya buena puntería ha quedado más que demostrada. Si nos disparas a los dos, será la pequeña Kimberly quien recoja la Uzi del suelo y te borre del mapa. ¿No sería ése un final ignominioso para tu grandeza? Acribillado por una adolescente aterrada. Eso seguramente les haría mucha gracia a los otros asesinos que arden en el infierno cuando te unas a ellos. Pero si casi puedo oírlos reírse en tu cara ahora mismo. En fin, padre, la decisión está en tus manos. ¿Qué será lo más conveniente? ¿A quién matarás? ¿Sabes?, ha habido muchos disparos en muy poco tiempo. Me pregunto si te quedan balas. Quizá te quede una sola. Tal vez deberías gastarla en ti mismo.
Jeffrey, Susan y la chica se quedaron inmóviles, como en un retablo viviente.
– Te estás marcando un farol -señaló Curtin.
– Hay una forma de averiguarlo. El historiador eres tú. ¿Quién tiene parejas de ases y ochos?
Curtin sonrió.
– «La mano del muerto.» Es un punto muerto muy interesante, Jeffrey. Me tienes impresionado.
El asesino bajó la vista al arma que empuñaba, aparentemente con la intención de determinar el contenido del cargador sopesándola como una fruta. Jeffrey acercó de forma casi imperceptible los dedos a la Uzi que estaba en el suelo. Susan también.
Curtin miró a su hijo.
– El asesino del río Green -dijo pausadamente-. ¿Te acuerdas de él? Y también está mi viejo amigo Jack, por supuesto. Veamos, ah, sí, el asesino del Zodíaco, en San Francisco. Y luego está el cazador de cabezas de Houston. Los Angeles nos dio al Asesino de la Zona Sur… ¿Entiendes lo que intento decirte?
Jeffrey aspiró profundamente. Sabía exactamente a qué se refería su padre. Todos esos asesinos habían desaparecido, dejando a la policía desconcertada respecto a su identidad y su paradero.
– Te equivocas -repuso-. Yo te encontraré.
– No lo creo -respondió Curtin.
Luego, con paso firme y seguro, encañonándolos a los tres con la pequeña automática en todo momento, el asesino avanzó por la habitación. Subió por las escaleras hacia la trampilla, se detuvo, sonrió y, sin decir palabra, la abrió de un empujón y salió de un salto, mientras sus dos hijos se abalanzaban a la vez sobre la metralleta. Jeffrey fue más rápido, pero para cuando había recogido el arma y apuntado con ella al lugar donde se encontraba su padre hacía un momento, el asesino había desaparecido, dando un portazo tras de sí.
Susan tosió una vez. Intentó pronunciar la palabra «mamá» antes de desmayarse, pero no fue capaz. Jeffrey, también transido de dolor, notó un mareo que amenazaba con hacerle perder el conocimiento. Había gastado más energías en el farol de lo que pensaba. Sujetándose la herida del costado, avanzó trabajosamente, intentando ponerse de pie, preocupado sobre todo por su hermana, hasta que recordó que su madre también se hallaba por allí. Se arrastró hacia las escaleras, a punto de desvanecerse, como un borracho en la cubierta de un barco que se bambolea mucho. Dudaba que pudiera llegar hasta arriba, pero sabía que debía intentarlo. De pronto los oídos empezaron a pitarle debido a la extenuación, y se le desviaban los ojos. En algún lugar recóndito de su interior, esperaba que todos sobreviviesen a esa noche. Entonces, él también cayó hacia atrás y quedó tendido en el suelo de la sala de los asesinatos, precipitándose en la negrura de la inconsciencia.