Diana avistó la figura de un hombre que emergía de la trampilla oculta y la reconoció de inmediato. La fuerza de esa visión, tantos años después, la hizo retroceder, lo cual fue una suerte, porque de este modo quedó a la sombra de un árbol grueso y alto, protegida de toda luz residual. Advirtió que su ex marido se paraba en medio del césped para examinar el arma que llevaba en la mano. Lo vio extraer el cargador y lo oyó proferir una carcajada vehemente antes de tirar a un lado la pistola vacía. Luego, como un animal que husmea un olor en el viento, irguió la cabeza. Ella también estiró el cuello hacia delante, y en ese momento llegó a sus oídos el sonido lejano de una sirena de la policía que se aproximaba a toda velocidad y supo que el conductor había cumplido la misión que Jeffrey le había encomendado.
Se arrimó más al árbol y a la densa oscuridad del bosque. Vio a Peter Curtin volverse y echar a andar en dirección a ella, a paso rápido, pero sin pánico, con la eficiencia de un deportista que había practicado una jugada una y otra vez y a quien ahora, por fin, habían sacado al campo a ejecutar esa jugada concreta en plena tensión de la segunda parte del partido.
Parecía saber con toda precisión adónde se dirigía.
Ella sujetó el revólver con ambas manos y se preparó mentalmente. De pronto, oyó las pisadas de Curtin, el sonido de las ramas que se le enganchaban en la ropa, y después su respiración acelerada mientras caminaba a toda prisa hacia el garaje y el vehículo oculto.
Él se encontraba a sólo unos pasos, avanzando en paralelo al árbol tras el que Diana se escondía. Entonces ella salió de la sombra, justo detrás de él, alzando el revólver con las dos manos como Susan le había enseñado.
– ¿Quieres morir ahora, Jeff? -susurró.
La fuerza de su tono, pese a lo bajo de su voz, fue como un golpe en la espalda que estuvo a punto de derribar a Curtin. Éste dio un traspié, luego recuperó el equilibrio y se detuvo por completo. Sin volverse hacia su ex esposa, levantó las manos vacías sobre su cabeza. Luego se volvió despacio para quedar cara a ella.
– Hola, Diana -dijo-. Hacía mucho tiempo que nadie me llamaba Jeff. Debería haber adivinado que estarías aquí, pero supuse que querrían dejarte en algún lugar significativamente más seguro.
– Estoy en un lugar más seguro -replicó Diana y tiró hacia atrás el percutor de la pistola-. He oído los disparos. Cuéntame qué ha ocurrido. No me mientas, Jeff, porque si no te mataré ahora mismo.
Curtin vaciló, como intentando decidir si debía arrancar a correr o embestirla. Observó el arma que ella tenía entre las manos y comprendió que cualquiera de las dos opciones sería letal.
– Están vivos -dijo-. Han ganado.
Ella guardó silencio.
– Estarán bien -aseguró, repitiéndose, como si de ese modo resultara más convincente-. Susan ha matado a mi otra esposa. Es una tiradora excepcional. Mantiene la sangre fría en circunstancias difíciles. Jeffrey también ha estado bien alerta en todo momento. Deberías sentirte orgullosa. Deberíamos sentirnos orgullosos. En fin, el caso es que los dos están heridos, pero sobrevivirán. Me imagino que volverán a sus clases y a sus pasatiempos en menos que canta un gallo. Ah, y en cuanto a mi pequeña invitada de la velada, Kimberly, ella está bien también, aunque queda por ver qué futuro la espera. Creo que esta noche ha resultado especialmente dura para ella.
Diana no contestó, y él clavó la mirada en el arma.
– Es la verdad -aseveró, encogiéndose de hombros. Sonrió-. Claro que podría estar mintiendo. Pero, entonces, ¿qué importancia tiene lo que diga, en un sentido u otro?
Diana apreció cierta lógica perversa en estas palabras.
El ulular de las sirenas se oía cada vez más cerca.
– ¿Qué vas a hacer, Diana? -preguntó Curtin-. ¿Entregarme? ¿Pegarme un tiro aquí mismo?
– No -murmuró ella-. Creo que emprenderemos un viaje juntos.
Diana iba en el asiento trasero del vehículo cuatro por cuatro, con el cañón del revólver apretado contra el cuello de su ex marido mientras él conducía a través de la estrecha oscuridad del bosque. Las luces y sirenas que se aproximaban rápidamente a Buena Vista Drive se desvanecieron enseguida a sus espaldas; estacan adentrándose en un mundo más negro y más antiguo que el que dejaban atrás. Los faros excavaban pozos de luz de formas caprichosas y retorcidas mientras Curtin avanzaba entre grupos de árboles, pasando por encima de rocas y aplastando arbustos. Iban por un terreno de lo más accidentado, algo que semejaba un camino sólo en su sentido más amplio, pero aun así un camino que Diana estaba totalmente segura de que el hombre sentado delante había trazado de antemano y recorrido al menos una vez para probar su ruta de escape.
Él le había pedido con nerviosismo que desamartillase el arma, temeroso de que un tumbo repentino la hiciera tocar el gatillo con la presión suficiente para disparar la Magnum, pero ella había respondido a su petición con una sola frase: «Deberías conducir con cuidado. Sería triste que perdieras la vida por un bache.»
Curtin había abierto la boca para replicar, pero enseguida había cambiado de idea. Se concentró en el camino que se materializaba ante ellos a medida que lo iluminaban los faros.
Continuaron adelante, en el coche que cabeceaba sobre el suelo irregular como un barco a la deriva en las aguas agitadas. El tiempo parecía escurrirse a través de la oscuridad. Diana escuchaba la respiración de su ex marido y recordó ese sonido de años atrás, cuando yacía en la cama por la noche, debatiéndose en la duda y el miedo, mientras él dormía. Aquel hombre le resultaba totalmente familiar, y pese a los cambios debidos al paso del tiempo y a las operaciones, y el peso de todo el mal que había hecho en el mundo, ella todavía lo entendía perfectamente.
– ¿Adónde vamos? -preguntó él al cabo de varias horas.
– Al norte -contestó ella.
– Páramos -dijo él-. Eso es lo que hay al norte. El camino se hará más difícil.
– ¿Adónde tenías pensado ir?
– Al sur -contestó el, y Diana le creyó.
– ¿Tienes otro garaje? ¿Otro vehículo escondido en alguna parte?
Curtin asintió con una sonrisita nerviosa.
– Por supuesto. Siempre has sido astuta -dijo-. Podríamos haber formado un equipo invencible.
– No -repuso ella-, eso no es cierto.
– Sí, tienes razón. Siempre tuviste una debilidad que lo habría echado todo a perder.
Diana soltó un resoplido.
– Y eso es lo que he hecho. Lo he echado todo a perder. Sólo me ha llevado veinticinco años.
Curtin asintió de nuevo.
– Debería haberte matado cuando tuve la oportunidad.
Diana sonrió al oír esto.
– Vaya, qué típico de los espíritus débiles y cobardes. Lamentar las oportunidades perdidas…
Le apretó con fuerza el cogote con la pistola.
– Conduce -ordenó.
Echó una ojeada rápida por la ventanilla. El bosque había raleado, y el suelo era más rocoso y polvoriento, y estaba más cubierto de maleza. Al este se percibía un ligerísimo atisbo de luz que asomaba poco a poco sobre las colinas. Daba la impresión de que el vehículo se encontraba ahora a mayor altitud, que había ascendido por el terreno abrupto. El coche patinó al pasar sobre una roca de pizarra, y su dedo estuvo a punto de apretar el gatillo.
– Creo que ya estamos lo bastante lejos -dijo Diana-. Para el coche.
Curtin obedeció.
Se apearon y echaron a andar bajo los primeros tonos grises del alba, el marido delante, la mujer unos pasos por detrás, con la pistola. Diana vislumbró un brillo rojo con tintes amarillos a lo lejos, en el cielo, y lentamente el camino empezó a cobrar una forma más nítida con los primeros rayos de la luz matinal.
Los dos subían en silencio sobre una gran roca que se alzaba sobre un pequeño desfiladero. Parecía un sitio desierto, desprovisto de vida y apartado de todo recuerdo del mundo moderno. Diana respiró el olor a moho de una época antigua que batallaba con la frescura del día que empezaba a invadirlo todo en torno a ellos.