– Bastante lejos -dijo ella-. Creo que hemos llegado bastante lejos. ¿Te acuerdas de lo que dijimos cuando nos casamos? Lo escribiste en una carta una vez.
El hombre que ella había conocido como Jeffrey Mitchell, y que ahora se hacía llamar Peter Curtin, se detuvo y se dio la vuelta para mirar a su ex mujer. No respondió directamente a su pregunta.
– Veinticinco años -dijo en cambio y sonrió, con la mueca de una calavera. Se acercó a ella, abriendo los brazos, pero con el cuerpo algo encogido-. Ha pasado mucho tiempo. Hemos vivido muchas experiencias. Hay mucho de que hablar, ¿no?
– No, no lo hay -replicó ella.
Y entonces le disparó en el pecho.
El estampido de la pistola pareció rodar en el aire vacío del desfiladero, rebotar en las paredes y salir proyectado como un eco hacia la oscuridad agonizante del cielo. El hombre con quien se había casado se tambaleó hacia atrás, con los ojos muy abiertos por la sorpresa, y el jersey negro estropeado por el súbito estallido rojo. Abrió la boca para decir algo, pero las palabras se le atragantaron. Entonces dio un traspié, como una marioneta a la que de pronto le cortan los hilos, antes de caer hacia atrás y deslizarse por la pared de piedra. Se precipitó en el vacío por sólo un segundo y ella lo perdió de vista. Permaneció atenta hasta que oyó el sonido de su cuerpo golpeándose contra el duro suelo en algún lugar muy lejano.
Diana se sentó en una roca y soltó la pistola, que cayó por el precipicio con un traqueteo metálico. De repente se sintió agotada. «Vieja y cansada», pensó. Vieja, cansada y moribunda. Se llevó la mano al bolsillo y sacó un frasco de pastillas. Se quedó mirándolas por un momento, pensando lo raro que era que ni una vez desde que cayera la noche, hacía varias horas, había notado la menor punzada de dolor a causa de la enfermedad que la consumía por dentro. Pero sabía que ésta era tímida y, además, tan traicionera como el hombre a quien acababa de matar. Así, con un solo gesto enérgico y desafiante, vació todo el contenido del frasco sobre la palma de su mano, sujetó las píldoras con fuerza por un momento, se las llevó todas a la boca, echando la cabeza hacia atrás, y tragó con esfuerzo.
Entonces pensó en sus hijos y supo que, entre todas las cosas que le había contado su ex marido, lo único cierto era que estaban vivos y ahora serían libres. Tanto de él como de ella y su enfermedad. Y, por fin, supo que ella misma sería libre.
Esto le infundió una sensación cálida. Se recostó sobre la roca, que le pareció sorprendentemente confortable, como un lecho muy suave rodeado de cojines mullidos. Aspiró profundamente. El aire se le antojó tan fresco y agradable como el agua más fría y pura de manantial de montaña que había tomado en su infancia. Entonces Diana volvió despacio el rostro hacia la luz del sol naciente y esperó pacientemente a que su vieja compañera, la Muerte, la encontrase.
Epílogo. Examen parcial de Psicología Básica
Pasaron casi dos semanas antes de que un helicóptero del Servicio de Seguridad que efectuaba labores de búsqueda más allá de los límites de la zona protegida del norte del estado encontrara el cadáver de Diana Clayton. El descubrimiento se llevó a cabo temprano por la mañana del día en que estaba previsto que Jeffrey y Susan salieran del hospital de Nueva Washington en que estaban ingresados, y dos días después de que el Congreso de Estados Unidos votara por abrumadora mayoría a favor de la incorporación del estado cincuenta y uno a la Unión.
Jeffrey, incluso antes de recobrar las fuerzas, había librado una batalla frustrante con los médicos, exigiéndoles que le diesen el alta para poder acompañar a los equipos de búsqueda del Servicio de Seguridad que se dispersaban en abanico a partir de la casa situada en el 135 de Buena Vista Drive, ansioso por enterarse del desenlace de aquella noche, pero no se lo permitieron. Susan, que se recuperaba en cama, no sentía el mismo impulso, como si en su fuero interno conociera ya cada detalle de lo que había sucedido en las horas que siguieron al momento en que su padre huyó de la sala de música, y después de que los dos se desmayaran por la tensión, la pérdida de sangre y la impresión.
Curiosamente, el equipo del helicóptero había conseguido rescatar el cuerpo de Diana de la cresta del desfiladero, pero la estrechez del paso les había impedido descender al fondo del barranco en busca de los restos de Peter Curtin. Los habían localizado desde el aire, pero habría hecho falta un equipo con experiencia en escalada para recuperar el cadáver. Era un gasto que el director de seguridad Manson se negó a autorizar.
Se había presentado en el hospital el día del alta, rebosante de entusiasmo por la votación del Congreso, recién salido de una reunión para organizar una celebración en todo el estado ese fin de semana: fuegos artificiales, coches de bomberos con las sirenas encendidas, desfiles con orquestas de viento, majorettes, niños exploradores marchando por la calle principal de todas las ciudades nuevas, discursos grandilocuentes y palmaditas de felicitación en la espalda. Una fiesta como las de siempre, roja, blanca y azul, con perritos calientes, limonada y zarzaparrilla, al glorioso estilo Cuatro de Julio, pese a la inminente llegada del invierno.
– Por supuesto, ustedes no serán bienvenidos -les explicó animadamente a los dos hermanos-. Por desgracia, sus visados han caducado.
Manson les entregó sendos cheques a Jeffrey y a Susan.
– Aunque en realidad no teníamos un acuerdo -le dijo a ésta-, como con su hermano, nos ha parecido que era lo más justo.
– Compran mi silencio -replicó Susan-. Dinero para que mantenga el pico cerrado.
– Un dinero -señaló Manson con desparpajo- tan bueno para gastar como cualquier otro. Tal vez incluso mejor.
– Imagino que a la joven señorita Lewis también la compensarán por los daños sufridos y por su silencio, ¿no?
– Se le pagarán cuatro años de universidad y la terapia. Además, su familia pasará de una urbanización marrón a una verde, por cuenta del estado. Su padre tiene un nuevo puesto, con aumento de sueldo. Su madre, lo mismo. Ah, y de propina hemos añadido un par de coches para que puedan desplazarse a sus nuevos trabajos de forma más elegante. De hecho, los vehículos pertenecían al difunto padre de ustedes y a su malvada madrastra. El paquete incluía unos cuantos beneficios más, pero ha resultado extraordinariamente fácil vendérselo a su familia y a la propia joven. Al fin y al cabo, les gusta este lugar, y no deseaban marcharse. Desde luego no tenían la menor intención de decir o hacer algo que pudiera llevarnos a reconsiderar nuestra oferta.
– La gente seguirá haciéndose preguntas -insistió Susan.
– ¿De verdad? -replicó Manson-. No, no lo creo. No querrán hablar de este tipo de cosas. No querrán creer que pueden ocurrir. Y menos aún aquí. Así que confío en que se quedarán callados. Tendrán alguna pesadilla que otra, tal vez, pero no abrirán la boca.
Manson se agachó y abrió un maletín. De él sacó un ejemplar de hacía dos días del New Washington Post y se lo tiró a Susan. Ella vio el titular: FUNCIONARÍA DEL ESTADO PIERDE LA VIDA EN ACCIDENTE CON UN ARMA. Junto al artículo aparecía una fotografía de Caril Ann Curtin. Susan se quedó mirándola y luego se volvió hacia su hermano.
Jeffrey estaba sacudiendo la cabeza con la vista fija en el cheque que Manson le había entregado.
– El precio ha sido muy alto.
– Ah, les acompaño en el sentimiento. Pero tengo entendido que a su madre tampoco le quedaba mucho tiempo…
– Así es -lo cortó Jeffrey, con un ligero deje de ira en la voz-, pero ¿qué precio tienen seis meses? ¿O uno solo? ¿Una semana? ¿Un día? ¿Un minuto, tal vez? Cada segundo es precioso para un hijo.
Manson sonrió.