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– Profesor, me parece que su madre ya ha respondido a la mayor parte de esas preguntas valientemente, y cuestionarlo todo sólo servirá para empañar su triunfo.

Jeffrey cerró los ojos por un momento. Luego, asintió en señal de conformidad.

– Es usted un hombre astuto, señor Manson -dijo-. A su manera, es tan listo como lo era mi padre.

Manson sonrió.

– Lo tomaré como un cumplido. ¿Se marcharán pronto? Hoy mismo estaría bien.

– El nunca envió esa carta a los periódicos, ¿verdad? La que hizo que le invadiera el pánico. Y la carta que nos llevó hasta su casa. Pero tuvo usted suerte, ¿no es cierto? El peso de toda esa publicidad negativa nunca llegó hasta su puerta, ¿verdad?

– No -respondió Manson, sacudiendo la cabeza-. No llegó a echar la carta en el buzón. Hemos tenido suerte en ese aspecto.

– Me pregunto por qué no la envió -dijo Susan.

– Hay una razón -afirmó Jeffrey-. Había una razón para todo, sólo que no sabemos con exactitud cuál es en este caso. -Se volvió hacia el político, que estaba sentado en un sillón poco confortable, pero cuya satisfacción por el modo en que se habían desarrollado los acontecimientos lo hacía inmune a la incomodidad-. Sabe que él habría ganado. Tenía la razón al cien por cien respecto a las repercusiones que habría tenido la carta. Se habrían pasado ustedes los siguientes seis meses inventando excusas y mintiéndoles a todos los medios de comunicación del país. Respecto a la votación en el Congreso, no sé qué decirle…

– Ah -contestó Manson con un ligero gesto de la mano-, eso ya lo sabía. Lo sabía desde el principio. La opinión pública es voluble. La seguridad es frágil. Sólo se pueden encubrir y distorsionar las cosas hasta cierto punto antes de que la verdad salga a la luz o, peor aún, antes de que algún mito, rumor o lo que llaman leyenda urbana acabe por imponerse. Creo que ésta es la única incógnita que queda, por lo que a mí respecta, profesor. ¿Por qué, después de tomarse tantas molestias para hacerles venir a usted, a su hermana y a su difunta madre, y después de hacer tanto por torpedear el reconocimiento de este estado, vaciló a la hora de poner la guinda en el pastel? Una guinda que le habría garantizado el éxito, con independencia de si moría o seguía vivo. Me resulta de lo más intrigante, ¿a usted no?

– A mí me preocupa -dijo Jeffrey.

Manson sonrió. Se levantó de su asiento, desperezándose.

– Bien -dijo en un tono que daba por finalizada la conversación-, ésa es una preocupación que puede usted llevarse consigo. -Se despidió de Susan Clayton con un movimiento de cabeza y, sin tenderles la mano a ninguno de los dos, salió de la habitación.

No muy lejos de Lake Placid, en el corazón de las montañas Adirondack, hay un lugar conocido como la laguna de los Osos, al que se llega cruzando en canoa el lago Saint Regís superior, dejando atrás los troncos tallados a mano de las grandes y antiguas casas que salpican la orilla, hasta que uno encuentra un pequeño sitio donde desembarcar entre la hilera de pinos y abetos verde oscuro que montan guardia. Desde allí hay que cargar con la canoa a pie a lo largo de poco menos de un kilómetro hasta llegar a otra masa de agua más pequeña y cenagosa recubierta de troncos agrisados y esqueléticos de árboles caídos, y asfixiada por los lirios acuáticos y el silencio. Esta segunda masa de agua no tiene nombre. Es poco profunda, inquietante. Una charca turbia y oscura por la que se pasa rápidamente. Luego hay que volver a cargar con la embarcación por tierra, no más de doscientos metros sobre agujas de pino y el polvo blanco de las primeras nevadas que llegan a esa parte del mundo del norte, trayendo consigo el frío, vientos del Ártico y la promesa de un invierno crudo, porque allí todos los inviernos lo son. Al final del segundo trecho a pie, comienza la laguna de los Osos. La orilla es rocosa, una faja de granito gris que conduce al bosque frondoso y verde, y circunda un agua clara y cristalina, profunda y repleta de las formas relucientes de las truchas arco iris que nadan suspendidas en un mundo opaco. Es un lugar con pocos términos medios, de una belleza gélida, en el que reina el silencio salvo por la risotada etérea y ocasional del somorgujo. Las águilas pescadoras surcan el aire frío y azul sobre la laguna, a la caza de alguna trucha imprudente que se acerque demasiado a la superficie.

La idea de llevar allí las cenizas de Diana se le ocurrió a Susan.

Los dos hermanos habían encontrado a un viejo guía de pesca dispuesto a acompañarlos. Era una mañana despejada, llena de escarcha. Los lagos aún no se habían recubierto de hielo, aunque probablemente faltaban pocos días para que eso ocurriera. Soplaba una leve brisa, rachas esporádicas de un viento glacial que contrarrestaba la intensa luz del sol, recordándoles que el mundo que los rodeaba empezaba a aletargarse. Las cabañas para gente adinerada, construidas un siglo atrás por los Rockefeller y los Roosevelt, estaban cerradas con tablas y en silencio. Se encontraban solos en el lago.

El guía iba en la popa, y Jeffrey en la proa, remando rápidamente contra el frío y la luz, de forma que el color ceniciento de su remo se hundía y desaparecía en el agua gélida. Susan iba en medio de la canoa, bajo una manta de cuadros roja, con una pequeña caja de metal que contenía las cenizas de su madre entre las manos, escuchando el sonido rítmico de la canoa al deslizarse a través del lago.

Cuando llegaron a la margen de la laguna de los Osos, la brisa pareció extinguirse. La canoa hizo crujir la grava de la orilla, y Susan vio que empezaba a formarse hielo al borde del agua. El guía los dejó solos y se fue a despejar de nieve húmeda el centro de un reducido claro para preparar una pequeña hoguera.

– Deberíamos decir algo -comentó Susan.

– ¿ Por qué? -preguntó Jeffrey.

Su hermana asintió con la cabeza y luego, describiendo un arco amplio con el brazo, arrojó las cenizas a la laguna.

Se quedaron de pie, observando la superficie durante unos minutos mientras las cenizas se esparcían, se dispersaban y finalmente se hundían como vaharadas de humo en el agua límpida.

– Y ahora, ¿qué harás? -inquirió Jeffrey.

– Creo que me iré a casa, donde siempre hace un calor del demonio, y en cuanto llegue allí, arrancaré mi lancha y saldré a toda máquina hacia un bajío donde no haya nadie más y me quedaré allí oliendo el aire salado hasta que vea una palometa nadando por ahí buscando algo que comer y pasando bastante de mí. Y entonces le pondré un cangrejo artificial delante de sus estúpidas narices, y se llevará una sorpresa monumental cuando sienta ese anzuelo. Creo que eso es lo que haré.

Esto le arrancó una sonrisa a Jeffrey, que se encogió para protegerse del frío.

– Parece un buen plan -dijo.

– ¿Y tú? -preguntó Susan.

– Volveré al tajo. Trazaré mi calendario de clases. Prepararé los cursos del semestre de primavera. Me enzarzaré en discusiones largas, increíblemente aburridas y a la postre inútiles con otros miembros de mi departamento. Veré llegar a otra tanda de alumnos ingratos, analfabetos y generalmente mimados a la universidad. No parece ni remotamente tan divertido como lo que tú piensas hacer.

Susan se rio.

– Ésa es la diferencia entre tú y yo -dijo-. Supongo. -Alzó la vista al cielo ancho y azul-. No hay nubes -observó-, pero creo que no tardará en ponerse a nevar.

– Esta noche -convino Jeffrey-. Mañana, como muy tarde.

Dieron media vuelta y se alejaron juntos del estanque.

– Supongo que ahora somos huérfanos -murmuró ella.

Había 107 alumnos matriculados en su clase de introducción a la Psicología Básica del siguiente trimestre, Introducción a las Conductas Aberrantes. Matar por Diversión. Curso introductorio. Pronunció sus discursos habituales sobre personas que asesinaban por diversión y pervertidos, y dedicó un poco de tiempo a los asesinos en serie y la ira explosiva. Centró casi toda la clase en el asesino de Dúseldorf, Peter Kürten, de quien su padre había tomado prestado el nombre en el estado cincuenta y uno. Se preguntó por qué su padre había decidido rendir homenaje a ese asesino en particular.