Jeffrey se quedó mirando la fotografía de la joven. «¿Por qué habría de conocerla?», se preguntó.
– No -dijo.
– Tal vez el nombre le dé una pista. -El agente tenía la respiración agitada, como si intentara contener una ira intensa en su interior. Cogió un lápiz y garabateó «Martha Thomas» en la tapa del dossier-. ¿Le suena, profesor? Fue hace siete años. Su primer año en esta venerable institución de educación superior. ¿La recuerda ahora?
Jeffrey asintió. Notaba un frío inusitado en su fuero interno.
– Sí, claro que la recuerdo, ahora que me ha dicho su apellido. Era una alumna de primero que estaba en uno de mis cursos introductorios. Una entre doscientos cincuenta. En el semestre de invierno. Fue a clase durante una semana y luego desapareció. Asistió a una conferencia. Por lo que recuerdo, nunca me dirigió la palabra. Desde luego, no mantuvimos conversación alguna. Eso es todo. La encontraron tres semanas después en el bosque estatal que no está muy lejos de aquí. Era una excursionista entusiasta, si la memoria no me falla. La policía dictaminó que la habían secuestrado en una de esas salidas. No hubo detenidos. No recuerdo que me interrogaran siquiera.
– ¿Y no se ofreció a ayudar cuando se enteró de que habían matado a una alumna suya?
– Sí, me ofrecí. La policía local rechazó la oferta. No tenía entonces la misma reputación que ahora. Nunca me mostraron informes de la escena del crimen. No sabía que había sido víctima de un asesino en serie.
– Los idiotas locales tampoco -contestó Martin con aspereza-. La chica estaba eviscerada y colocada en el suelo como un símbolo religioso, con un dedo cortado y… esos imbéciles no tenían la menor idea de lo que tenían entre manos.
– Demasiadas personas mueren asesinadas últimamente. Los inspectores de Homicidios tienen que utilizar algún criterio de selección para decidir qué casos investigar, cuáles de ellos son susceptibles de resolverse.
– Lo sé, profesor, pero eso no significa que no sean idiotas.
Jeffrey se reclinó hacia atrás.
– Así que una joven que apenas llegó a ser alumna mía hace siete años muere asesinada de una forma parecida a la del caso en que usted trabaja. Sigo sin entender por qué esto exige que yo me implique en el asunto.
El agente Martin deslizó la tercera carpeta sobre la mesa, donde topó con la mano derecha de Jeffrey.
– Éste es un caso viejo -dijo Martin lentamente-. Muy viejo y olvidado. Joder, estamos hablando de historia antigua, profesor.
– ¿Qué intenta decirme?
– El FBI tiene bien documentados estos homicidios -prosiguió Martin- en el VICAP, su Programa de Detención de Criminales Violentos. Cotejan los detalles de los asesinatos sin resolver de formas muy interesantes. La posición del cadáver, por ejemplo. Los dedos índices cortados. Es el tipo de cosa que un programa de ordenador que analiza los archivos de los casos puede aislar fácilmente, ¿no le parece? Naturalmente, por lo general los cotejos informáticos no le sirven de un carajo al FBI ni a nadie más, pero de vez en cuando arrojan combinaciones curiosas. Pero todo eso ya lo sabe, ¿verdad, profesor?
– Estoy familiarizado con los procesos de identificación de los asesinatos en serie. Empezaron a desarrollarse hace un par de décadas, como ya sabrá.
El agente Martin, que se había levantado de su silla, caminaba de un lado a otro de la habitación. Finalmente se dejó caer de nuevo en el gran sillón de lectura de cuero, al otro lado de la mesa de donde estaba Jeffrey Clayton.
– Así es cómo los relacioné. Este último, ¿sabe cuándo se produjo? Hace más de veinticinco putos años. Joder, es como la edad de piedra, ¿no, profesor?
– Tres asesinatos en un cuarto de siglo es un patrón poco común.
El agente se apoyó en el respaldo con fuerza y se quedó mirando al techo por unos instantes antes de bajar la mirada y posarla en Clayton.
– Hostia, no me diga -farfulló-. Pero, profe, esa última resulta de lo más interesante.
– ¿Y por qué?
– Por el momento y el lugar en que sucedió y por una de las personas interrogadas por la policía del estado. Nunca detuvieron al hijo de puta (sólo era uno del puñado de sospechosos principales), pero su nombre y el interrogatorio constaban en el viejo informe. Me costó un montón, pero al final lo encontré.
– ¿Y qué tiene de interesante? -inquirió Jeffrey.
El agente Martin hizo ademán de levantarse y luego pareció cambiar de idea. De pronto, se inclinó hacia delante, acercando el voluminoso torso a sus rodillas, como un hombre que describe una conspiración, en voz baja, ronca y cargada de una ferocidad malévola.
– ¿Interesante? Le diré qué tiene de interesante, profesor. Puesto que el cadáver de esa chica fue encontrado en el condado de Mercer, Nueva Jersey, a las afueras de un pueblo llamado Hopewell, unos tres días después de que usted, su madre y su hermana pequeña abandonaran su hogar para siempre… y porque el hombre a quien la policía interrogó pocos días después de la desaparición de esta joven, y de que su familia y usted se diesen el piro de allí, era su jodido padre.
Jeffrey no contestó. Tenía calor, como si la habitación hubiese estallado en llamas de repente. La garganta se le secó de inmediato, y la cabeza le daba vueltas. Se agarró a la mesa para estabilizarse, y pensó: «Lo sabías, ¿verdad? Lo has sabido desde el principio, durante todos estos años. Sabías que algún día se presentaría alguien para decirte lo que acabas de oír.»
Le dio la sensación de que no podía respirar, como si se le hubiesen atragantado las palabras.
El agente Martin reparó en todo ello y achicó los ojos, que tenía clavados en el Profesor de la Muerte.
– Bien. Ahora -murmuró- estamos listos para empezar. Le he dicho que no queda mucho tiempo.
– ¿Por qué? -barbotó Jeffrey.
– Porque hace menos de cuarenta y ocho horas desapareció otra chica en el Territorio del Oeste. Ahora mismo, en una oficina supuestamente segura y confortable, donde en teoría la vida transcurre con normalidad, maldita sea, un hombre, una mujer, un hermano pequeño y una hermana mayor están sentados, intentando entender lo incomprensible. Escuchando una explicación sobre lo inexplicable. Enterándose de que lo único que les habían garantizado categóricamente que nunca les sucedería les ha sucedido. -El agente Martin frunció el ceño, como si esta idea lo asqueara-. Usted, profesor. Usted va a ayudarme a encontrar a su padre.
3 Preguntas poco razonables
Jeffrey Clayton se sintió mareado por unos momentos y las mejillas le escocían como si le hubiesen propinado un bofetón.
– Eso es ridículo -contestó de inmediato-. Usted no está en sus cabales.
– ¿De verdad? -preguntó el agente Martin-. ¿Le parece que actúo como un loco, que hablo como un loco?
Jeffrey inspiró hondo, despacio, e hizo una pausa al espirar, de modo que el aire que expulsaban sus pulmones siseó al pasar entre sus dientes.
– Mi padre -dijo con una ponderación con la que intentaba poner en orden los pensamientos que se le agolpaban en la cabeza-. Mi padre murió hace más de veinte años. Se suicidó.
– Ya. ¿Está seguro de eso?
– Sí.
– ¿Vio usted el cadáver?
– No.
– ¿Asistió al entierro?
– No.
– ¿Leyó algún informe policial, un dictamen forense?
– No.
– Entonces, ¿cómo puede estar tan seguro?
Jeffrey sacudió la cabeza.
– Sólo le repito lo que me dijeron y lo que yo creía. Que él murió. Cerca de la que había sido nuestra casa, en Nueva Jersey.
Pero no recuerdo exactamente cómo, ni dónde. Nunca he querido conocer las circunstancias concretas.
– Eso tiene mucho sentido -comentó Martin en voz baja, volviendo los ojos hacia arriba con una expresión irónica.