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El agente sonrió, pero se trataba de nuevo de un gesto forzado, que reflejaba más ira amenazadora que otra cosa. Jeffrey abrió la boca para añadir algo, pero decidió quedarse callado.

Al cabo de unos segundos, Martin arqueó las cejas.

– Entiendo -dijo-. No recuerda dónde murió su padre, ni exactamente cuándo, ni conoce los detalles. Hay muchas maneras de suicidarse. ¿Se pegó un tiro? ¿Se ahorcó? ¿Se tiró a una vía de tren? ¿Dejó alguna nota escrita, o un último mensaje grabado en vídeo? ¿Un testamento, tal vez? Usted no tiene idea, ¿verdad? Y aun así está convencido de que en efecto se mató y de que lo hizo en algún sitio distinto pero no muy lejano de allí donde había vivido. ¿Es ésa una certeza científica? -preguntó con sarcasmo.

El profesor dejó que la pregunta quedara flotando en el aire entre los dos por unos instantes antes de responder.

– Todo lo que sé lo oí de boca de mi madre durante una conversación que tuvimos. Me dijo que la habían informado del suicidio, y que ella desconocía las causas. No recuerdo que me haya hablado de cómo se enteró, ni recuerdo haberle preguntado cómo lo sabía. De todos modos, ella no tenía ninguna razón para mentirme o engañarme de alguna manera. No hablábamos de mi padre a menudo, así que no había ningún motivo para que me mostrara interesado por los pormenores. Simplemente seguí con lo mío: mis estudios, mis clases, mis títulos. Él ya no era un factor relevante en mi vida. Había dejado de serlo cuando yo aún era pequeño. No lo conocía, ni sabía gran cosa de él. Era mi padre exclusivamente como consecuencia de una cópula y no porque yo tuviera relación con él. La noticia de su muerte me dejó más bien indiferente. Era como si me hubiesen relatado algún incidente lejano y secundario de escasa trascendencia. Algo que hubiese ocurrido en un rincón remoto del mundo. Para mí, él no significaba nada. No existía. Un recuerdo vago de una infancia que había dejado atrás hacía mucho tiempo. Ni siquiera llevo su apellido.

El agente Martin se reclinó en el sillón de piel, tan grande que envolvía su corpulencia considerable. Por un momento intentó ponerse cómodo, cambiando varias veces de posición.

– Joder -farfulló-. Este sillón es como una casa. Se podría instalar una cocina. -Volvió la vista hacia Jeffrey-. Nada de lo que acaba de decir se ajusta ni remotamente a la realidad, ¿verdad, profesor? -preguntó con brusquedad.

Jeffrey clavó la mirada en el hombre que tenía enfrente, tratando de verlo con mayor claridad, como un topógrafo que, al no fiarse ya de las lecturas de sus instrumentos y de su equipo, estudia el terreno a simple vista para asegurarse. Cayó en la cuenta de que apenas era consciente de las dimensiones de Martin, así que decidió que lo más prudente sería formarse un nuevo juicio sobre él. Reparó en que las cicatrices de quemaduras que el inspector tenía en manos y cuello parecían emitir un tenue brillo rojizo cuando Martin reprimía la furia de su interior, como si delataran sus emociones inadvertidamente.

– Bueno -prosiguió Martin con suavidad-, tal vez una cosa sea verdad. Tengo entendido que su madre sí le dijo que él había muerto, y seguramente incluso que había sido un suicidio. Eso no dudo que sea cierto. Me refiero a que ella se lo dijera. -Tosió, quizá con la intención de ser cortés, aunque sonó más como una expresión de burla-. Pero eso viene a ser lo único, ¿no?

Jeffrey negó con la cabeza, lo que sólo sirvió para arrancarle otra sonrisa a Martin. Al parecer, cuanto más se enfadaba el inspector, más sonreía.

– Ocurre constantemente, ¿no es así, profesor? Don Experto en la Muerte. A los asesinos en serie con frecuencia les remuerde tanto la conciencia por la depravación de sus asesinatos que, al no soportar más su existencia patética y maligna, se suicidan, ahorrándole con ello a la sociedad la molestia y el esfuerzo que supone darles caza y llevarlos a juicio. ¿Estoy en lo cierto, profesor? Es algo que sucede comúnmente, ¿no?

– Sucede -admitió Jeffrey con aspereza-, pero no es algo común. La mayoría de los asesinos en serie que hemos estudiado no muestran remordimiento. Ni por asomo. No todos, desde luego, pero la mayoría.

– Entonces, ¿tendrían algún otro motivo para cometer uno de esos suicidios infrecuentes?

– Lo que tienen es un acuerdo con la muerte. Ya sea la suya propia o la de otro, aparentemente se sienten cómodos con ella.

El agente asintió, complacido con el impacto que su pregunta sarcástica parecía haber tenido.

– ¿Cómo es -inquirió Jeffrey despacio- que ha venido usted aquí? ¿Cómo es que me ha relacionado con ese hombre que quizás o quizá no perpetró algún crimen que otro hace más de veinte años? ¿Cómo es que cree que mi padre, que en realidad está muerto, ha vuelto de algún modo a este mundo y es el supuesto asesino que usted busca?

El agente Martin apoyó la cabeza en el respaldo.

– No son preguntas irrazonables -dijo.

– Yo no soy un hombre irrazonable.

– Yo creo que sí que lo es, profesor. Eminentemente irrazonable. Notablemente irrazonable. Delirante y extraordinariamente irrazonable. Igual que yo, en ese aspecto. Es la única manera de sobrellevar cada día que pasa, ¿verdad? Ser irrazonable. Cada segundo que pasa usted en este bonito entorno académico es irrazonable, profesor. Porque si fuese usted razonable, no sería la persona que es, sino el hombre que teme que vive en su interior. Igual que yo, como ya le he dicho. Aun así, intentaré responder a algunas de sus preguntas.

A Jeffrey le pareció de nuevo que debía replicar, negar vehementemente todo lo que acababa de decir el inspector, levantarse, marcharse, dejarlo allí solo. Pero no hizo nada de eso.

– Por favor -dijo con frialdad.

Martin se removió en su asiento y se agachó para recoger su maletín de piel. Rebuscó en los papeles que contenía y extrajo unos informes grapados. Los hojeó rápidamente hasta encontrar lo que buscaba y sacó de un bolsillo interior de la americana unas gafas para leer con montura de pasta, en forma de media luna. Se las colocó sobre la nariz y levantó la vista una sola vez hacia el profesor antes de posarla en el texto que tenía delante.

– Me hacen mayor, ¿no? Tampoco me favorecen mucho, ¿verdad? -El inspector se rio, como para recalcar la incongruencia de su aspecto-. Es una transcripción de la entrevista entre un inspector de la policía estatal de Nueva Jersey y un tal J. P. Mitchell. ¿Le suena ese nombre?

– Por supuesto que me suena. Así se llamaba mi padre. Mi difunto padre.

El agente Martin sonrió.

– Claro. El caso es que el inspector sigue el procedimiento habitual, redacta el informe, explica el caso que tiene entre manos, consigna la fecha, el lugar y la hora del día… todo muy minucioso y muy oficial, incluidas las advertencias de rigor antes del interrogatorio. Luego le pide los números de teléfono, de la seguridad social, las direcciones y toda clase de datos a su viejo, que parece responder sin reservas…

– Tal vez no tenía nada que ocultar.

El agente volvió a sonreír de oreja a oreja.

– Claro. Bueno, luego el inspector entra en detalles sobre el asesinato de la chica, y su amado padre los niega todos, uno tras otro.

– Exacto. Fin de la historia.

– No del todo.

Martin pasó las páginas del informe y arrancó tres de las centrales, que le tendió a Jeffrey. El profesor notó de inmediato que su numeración estaba en el noventa y pico. Hizo un cálculo rápido -dos páginas por minuto- y concluyó que el policía llevaba para entonces cerca de una hora interrogando a su padre. Sus ojos se deslizaron por las palabras. Saltaba a la vista que un estenógrafo había transcrito la entrevista a partir de una grabación; sólo figuraban las preguntas y respuestas, sin adornos de ninguna clase, sin descripciones de los dos hombres que hablaban entre sí, sin pormenores sobre la entonación o el nerviosismo. «¿Estaba de pie el policía? -se preguntó-. ¿Caminaba por la habitación, en círculos como un ave de presa? ¿Tenía mi padre la frente perlada de sudor, se humedecía los labios con la lengua tras cada respuesta? ¿Dio el inspector alguna palmada en la mesa? ¿Permanecía muy cerca de mi padre, en actitud amenazadora, o se conducía con frialdad, arrojándole serenamente preguntas como dardos? Y mi padre, ¿se reclinaba en la silla con una leve sonrisa, parando cada estocada con el juego de piernas de un esgrimista, disfrutando con el juego conforme aceleraba en torno a él?»