Jeffrey imaginó un cuarto reducido, probablemente con sólo una lámpara de techo. Una habitación pequeña, casi sin muebles, con las paredes desnudas, aislamiento moderno para insonorizar y una nube de humo de cigarrillo flotando sobre una mesa cuadrada y funcional. Dos sillas sobrias de acero. Su padre no estaba esposado, pues no lo habían detenido. Un magnetófono encima de la mesa, recogiendo en silencio las palabras, con los cabezales girando como si aguardaran pacientemente una confesión que nunca llegaría.
¿Qué más? Un espejo en la pared que en realidad era una ventana de observación, pero él la habría reconocido y habría hecho caso omiso de ella.
Jeffrey se detuvo de golpe. «¿Cómo puedes saber eso? -se exigió una respuesta a sí mismo-. ¿Cómo puedes saber nada acerca de la pinta, la actitud y la voz que tenía tu padre esa noche, hace tantos años?»
Notó un ligero temblor en las manos cuando se puso a leer las páginas de la transcripción. Lo primero que le llamó la atención fue que no constara el nombre del policía.
P. Señor Mitchell, dice que, la noche que desapareció Emily Andrews, usted estaba en casa con su familia, ¿correcto?
R. Sí, correcto.
P. ¿Podrían ellos corroborar esa información?
R. Sí, si da usted con ellos.
P. ¿Ya no viven con usted?
R. Así es. Mi mujer me ha dejado.
P. ¿Por qué? ¿Adónde han ido?
R. No sé adónde han ido. En cuanto al porqué, bueno, supongo que eso tendría que preguntárselo a ella. No le resultaría fácil, claro está. Sospecho que se habrá ido para el norte. A Nueva Inglaterra, tal vez. Siempre decía que le gustaban los climas más fríos. Es raro, ¿no cree?
P. ¿Así que no hay nadie que confirme su coartada?
R. «Coartada» es una palabra que tiene ciertas connotaciones en este contexto, ¿no, inspector? No acabo de entender por qué necesito una coartada. Las coartadas son para los sospechosos. ¿Soy un sospechoso, agente? Corríjame si me equivoco, pero la única relación que ha establecido entre esa desafortunada joven y yo es que asistía a mi clase de historia de tercero. La noche en cuestión, yo estaba en casa.
P. La vieron subirse a su coche, señor Mitchell.
R. Si no me equivoco, la noche de su desaparición llovía y estaba oscuro. ¿Tiene la certeza de que era mi coche? No, lo suponía. De todas formas, ¿qué tendría de malo que acompañase en el coche a una alumna en una noche fría y tormentosa?
P. ¿O sea que admite que ella subió a su coche la última noche que fue vista con vida?
R. No, no es eso lo que he dicho. Lo que digo es que no tendría nada de raro que un profesor acercase a una alumna a algún sitio en coche. Esa noche en particular, o cualquier otra noche.
P. ¿Su mujer lo ha dejado de buenas a primeras?
R. ¿Recuperando un tema anterior? Esa clase de cosas nunca sucede de buenas a primeras, inspector. Nos habíamos distanciado desde hacía algún tiempo. Discutimos. Ella se marchó. Una historia tristemente vulgar. Quizá no somos idóneos el uno para el otro, ¿quién sabe?
P. ¿Y sus hijos?
R. Tenemos dos. Susan, de siete años, y mi tocayo Jeffrey, de nueve. Ella volverá, inspector. Siempre vuelve. Y si no, bueno, la encontraré. Siempre la encuentro. Y entonces todos volveremos a estar juntos. ¿Sabe?, a veces uno tiene la corazonada, una sensación de inevitabilidad, tal vez, de que, por muy difícil y desalentadora que resulte la vida en común, estamos absolutamente destinados a seguir juntos, para siempre. Unidos.
P. ¿Ella le había dejado en ocasiones anteriores?
R. Hemos tenido problemas antes. Alguna que otra separación temporal. La encontraré. Es todo un detalle por su parte mostrar tanto interés por mi situación familiar.
P. ¿Cómo la encontrará, señor Mitchell?
R. A través de sus familiares, sus amigos. ¿Cómo se las arregla uno para encontrar a alguien, inspector? En el fondo, nadie quiere desaparecer realmente. Nadie quiere borrarse del mapa. Al menos, nadie que no sea un criminal. Quienes se marchan sólo quieren irse a algún sitio nuevo para hacer algo distinto. Y así, tarde o temprano, acaban por tirar de un hilo que los conecta con su vida anterior. Escriben una carta, hacen una llamada… lo que sea. Basta con estar al otro lado, sujetando el otro extremo del hilo y notar ese tirón cuando se produce. Pero eso usted ya lo sabe, ¿no, inspector?
P. ¿Cuál es el apellido de soltera de su esposa?
R. Wilkes. Su familia es de Mystic, Connecticut. Le anotaré su número de la seguridad social, si quiere. ¿Está interesado en hacer el trabajo por mí?
P. ¿Por qué he encontrado un par de esposas en su automóvil?
R. Entiendo. Ahora estamos saltando a un tema nuevo. Las ha encontrado porque ha registrado ilegalmente mi coche, sin una orden judicial. No puede efectuar un registro sin una orden judicial.
P. ¿Para qué las tenía allí?
R. Soy muy aficionado a todo lo relacionado con el crimen y el misterio. Colecciono objetos policiales como hobby.
P. ¿Cuántos profesores de historia llevan esposas consigo?
R. No lo sé. ¿Algunos? ¿Muchos? ¿Unos pocos? ¿Es ilegal tener unas esposas?
P. El cadáver de Emily Andrews presentaba en las muñecas marcas que podrían ser de esposas.
R. «Podrían» es una palabra endeble, ¿no, inspector? Una palabra floja, pusilánime, patética, que en realidad no significa nada. Quizá presente marcas, pero no son de mis esposas.
P. No le creo. Me parece que me está mintiendo.
R. Entonces no se prive de demostrar que lo que digo es falso. Pero no puede, ¿verdad, inspector? Porque si pudiera, no estaríamos perdiendo el tiempo de esta manera, ¿no?
La respuesta del inspector no constaba en las páginas que Jeffrey tenía entre las manos. Permaneció con la vista baja por un momento, aunque notaba que Martin lo estaba mirando. Volvió a leer algunas de las frases de su padre y se dio cuenta de que podía oír las palabras en boca de su padre, tantos años después, y en su mente lo veía sentado frente al inspector de policía tal como en otro tiempo se había sentado frente a él, a la mesa del comedor, en su casa, casi como si estuviera viendo una vieja película casera y rayada que avanzaba a saltos. Sobresaltado, alzó la vista de repente y tendió bruscamente las páginas de la transcripción al agente Martin.
Jeffrey se encogió de hombros, confundido como un pobre actor que de pronto se ve bajo un foco que debía iluminar a otro, en otra parte del escenario.
– Esto no me dice gran cosa… -mintió.
– Yo creo que sí.
– ¿Tiene más páginas?
– Unas cuantas, pero es más de lo mismo. Un tono provocador y evasivo, pero rara vez hostil. Su padre es un hombre astuto.
– Era.
El agente sacudió la cabeza.
– Él era claramente el mayor sospechoso. Se vio a la víctima subir a su coche, o quizás a uno parecido, y se encontraron restos de sangre bajo el asiento del pasajero. Además, estaban las esposas.
– ¿Y?
– Eso es todo, más o menos. El inspector de policía iba a detenerlo (se moría de ganas de detenerlo), pero entonces llegaron del laboratorio los resultados de los análisis de sangre. Su gozo en un pozo. La sangre de las muestras no coincidía con la de la víctima. En las esposas no había el menor resto de tejido. Yo creo que las habían limpiado con vapor. El registro de la casa donde usted vivió arrojó resultados interesantes pero negativos. Ya sólo quedaba la posibilidad de arrancarle una confesión. Era un procedimiento habitual en aquella época. Y el inspector hizo lo que pudo. Lo retuvo ahí casi veinticuatro horas, pero al final su padre parecía estar más fresco y despierto que el poli.