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– ¿A qué se refiere con eso de «resultados interesantes pero negativos» del registro de la casa?

– Me refiero a pornografía de una índole particularmente sórdida y violenta. A instrumentos sexuales normalmente relacionados con el sado y la tortura. A una nutrida biblioteca especializada en el asesinato, aberraciones sexuales y la muerte. Un kit casero de utensilios para depredadores sexuales.

Clayton, que notaba seca la garganta, tragó saliva con dificultad.

– Nada de eso demuestra que fuese un asesino.

El agente Martin asintió con la cabeza.

– Tiene más razón que un santo, profe. Nada de eso prueba que cometiese un crimen. Lo único que demuestra es que sabía cómo hacerlo. Las esposas, por ejemplo. Fascinante. En cierto modo, me parece admirable lo que hizo. Es obvio que se las puso a la chica en algún momento, y no menos obvio que en cuanto llegó a casa tuvo el acierto de echarlas en agua hirviendo. No hay muchos asesinos que presten tanta atención a los detalles. De hecho, la ausencia de restos de tejido le ayudó en sus discusiones con la policía del estado de Nueva Jersey. Su incapacidad para establecer una relación entre las esposas y el crimen alimentó su confianza en sí mismo.

– ¿Y qué hay del móvil? ¿Qué vínculo tenía con la chica muerta?

El agente Martin se encogió de hombros.

– Ninguno que sea indicativo de nada. Ella había sido alumna suya, como él dijo. Tenía diecisiete años. No se pudo probar nada. Fue algo así como decir: «Camina como un pato, hace cua cua como un pato, pero…» Ya me entiende, profesor. -Martin tamborileó contrariado con los dedos sobre el cuero del sillón-. Es evidente que el maldito poli se vio desbordado desde el principio. Se ciñó a las normas desde el primer momento del interrogatorio, tal como le habían enseñado en cada curso y seminario. Introducción a la Obtención de Confesiones. -El agente suspiró-. Eso era lo malo de los viejos tiempos de leyes garantistas y reconocimiento de los derechos del delincuente. Y la policía… ¡Dios santo! La policía del estado de Nueva Jersey era una panda de tipos pulcros y estirados que observaban una disciplina casi militar. Incluso a los secretas y los que iban de paisano les habría quedado de maravilla uno de esos uniformes estrechos. Si llevas ante ellos a un asesino común y corriente (ya sabe, uno de esos que le vuelan la cabeza a su mujer cuando descubren que le ha puesto los cuernos, o que le disparan a alguien en un atraco a una tienda de autoservicio), se ocupan de él rápidamente. Las palabras brotan como si lo exprimieran con un rodillo: «Sí, señor, no, señor, lo que usted diga, señor.» Fácil. Pero en este caso fue distinto. El pobre pardillo del policía no era rival para su viejo. Al menos intelectualmente. No le llegaba ni a la suela de los zapatos. Entró en esa sala convencido de que su padre se reclinaría en la silla y le contaría sin más cómo, por qué, y dónde lo había hecho y le aclararía todas las putas dudas que le plantease, tal como había hecho cada uno de los asesinos idiotas a los que había echado el guante hasta entonces. Ya, claro. En cambio, no hicieron más que dar vueltas. Do, si, do, como en un vals de dos pasos.

– Eso parece -comentó Jeffrey.

– Y nos dice algo, ¿no es así?

– No deja usted de hablar de manera críptica, agente Martin, como dando por sentado que poseo unos conocimientos, una capacidad y una intuición de los que yo nunca me he jactado. No soy más que un profesor de universidad especializado en los asesinos en serie. Sólo eso. Nada más, nada menos.

– Bueno, eso nos dice que era infatigable, ¿no, profesor? Venció en resistencia a un inspector desesperado por resolver el caso. Y nos dice que era astuto y no tenía miedo, cosa de lo más intrigante, pues un criminal que no tiene miedo cuando se ve cara a cara con la autoridad siempre resulta interesante, ¿verdad? Pero, sobre todo, me dice algo diferente, algo que me tiene realmente preocupado.

– ¿De qué se trata?

– ¿Ha visto esas fotos de satélite que tanto les gustan a los meteorólogos de la tele? ¿Esas en que se aprecia cómo una tormenta se forma, se intensifica y acumula fuerza de la humedad y de los vientos, incubándose antes de estallar?

– Sí -respondió Jeffrey, sorprendido por la contundencia de las imágenes evocadas por el agente.

– Hay personas que son como esas tormentas en ciernes. No muchas, pero algunas. Y creo que su padre era una de ellas. La emoción del momento le daba energías. Cada pregunta, cada minuto que pasaba en esa sala de interrogatorio lo hacía más fuerte y peligroso. Ese poli intentaba conseguir que confesara… -Martin hizo una pausa para respirar hondo-, pero él estaba aprendiendo.

Jeffrey se sorprendió a sí mismo asintiendo con la cabeza. «Debería estar aterrorizado», pensó. En cambio, sentía un frío extraño en su interior. Volvió a inspirar a fondo.

– Parece usted saber mucho sobre esa confesión que nunca se produjo.

El agente Martin hizo un gesto de afirmación.

– Oh, desde luego. Porque ese inspector novato y estúpido que intentaba hacer hablar a su padre era yo.

Jeffrey se inclinó sobre el respaldo rápidamente, retrocediendo.

Martin lo observó, reflexionando al parecer sobre lo que acababa de decir. Luego se inclinó, acercando mucho la cara a la de Clayton, de modo que sus palabras tuviesen la fuerza de un grito.

– Uno se convierte en aquello que absorbe durante la infancia. Eso lo sabe todo el mundo, profesor. Por eso yo soy yo, y usted es usted. Quizá negar esto le haya dado resultado hasta ahora, pero eso se ha acabado. De eso me encargaré yo.

Jeffrey se meció de nuevo hacia delante.

– ¿Cómo me ha encontrado? -preguntó de nuevo.

El agente se relajó.

– Por medio de una labor detectivesca a la vieja usanza. Me acordé de todo eso que su padre decía sobre los apellidos. Como bien sabe, la gente detesta renunciar a su apellido. Los apellidos son algo especial. Las raíces. Lo que nos conecta con el pasado, ese tipo de cosas. El apellido le da a la gente una noción del lugar que ocupa en el mundo. Y su padre me proporcionó la pista cuando mencionó el apellido de soltera de su madre. Yo sabía que sería lo bastante lista para no recuperarlo; él la habría encontrado demasiado fácilmente. Pero, como le digo, la gente no renuncia a los apellidos de buen grado. ¿Sabe de dónde viene el de Clayton?

– Sí -respondió el profesor.

– Yo también. Después de que su padre hablara del apellido de soltera de su madre, pensé que eso sería demasiado sencillo y obvio, pero que a la gente no le gusta nada renegar de sus orígenes, aunque intente esconderse de alguien que cree que podría ser un monstruo. Así que, en un arrebato, hice unas pesquisas y averigüé el apellido de soltera de la madre de su madre. Clayton. Eso ya no resulta tan obvio, ¿verdad? Y pim pam: lo junté con el nombre («mi tocayo Jeffrey»; bueno, dudaba que una madre les cambiara el nombre de pila a sus hijos, por muy prudente que fuera la medida), y, oh maravilla, obtuve «Jeffrey Clayton». Y se encendió una luz en mi cabeza. Así se llamaba el Profesor de la Muerte, no del todo célebre pero tampoco del todo desconocido para los policías profesionales. ¿Y le sorprende que esa coincidencia me llamara la atención cuando me enteré de que otra de nuestras víctimas despatarradas, crucificadas y sin dedo índice resultó ser alumna de usted en otro tiempo? El apellido de soltera de su madre. Buena jugada. ¿Cree que su papaíto ató cabos también?

– No. Al menos no volvimos a verlo ni a tener noticias de él. Se lo he dicho. Dejó de formar parte de nuestra vida cuando lo dejamos en Nueva Jersey.

– ¿Está seguro de eso?

– Sí.

– Pues me temo que no debería estar tan seguro. Creo que debería dudar de todo cuando se trata de su viejo. Porque, si yo logré encontrarle pese a ese pequeño e ingenioso engaño, quizás él también.