El inspector extendió el brazo, cogió la fotografía de la alumna asesinada de Clayton y la lanzó de modo que se deslizó girando sobre la mesa hasta que se detuvo delante del profesor.
– Creo que sí tuvo usted noticias de él.
Jeffrey negó con la cabeza.
– Está muerto.
El agente Martin alzó la vista.
– Me encanta su seguridad, profesor. Debe de ser bonito eso de estar seguro de absolutamente todo. -Suspiró antes de proseguir-. De acuerdo. Bien, si consigue usted demostrarlo, recibirá mis disculpas y un cheque que le compensará generosamente por las molestias de parte de la oficina del gobernador del Territorio del Oeste, así como un viaje seguro, cómodo y tranquilo en limusina de vuelta a su casa.
«Qué locura», pensó Jeffrey.
Y entonces se preguntó: «¿Lo es?»
Casi sin darse cuenta dirigió la vista más allá del agente, a la sala central de la biblioteca. Unas pocas personas leían en silencio, en su mayoría gente mayor, abstraídas en las palabras que tenían ante sí. Le pareció que la escena tenía algo de pintoresco, un toque antiguo. Casi le daba la impresión de que el mundo exterior era un lugar seguro. Dejó vagar su mirada por las estanterías de libros alineados, aguardando pacientemente el momento en que alguien los sacase de la balda y los abriese para mostrar la información que guardaban a los ojos de algún indagador. Se preguntó si algunos de los volúmenes permanecerían cerrados para siempre, y las palabras que contenían entre sus cubiertas se volverían obsoletas de alguna manera, inútiles con el paso de los años. O tal vez, pensó, pasarían inadvertidos, pues los conocimientos que encerraban no se encontraban en un disco, disponibles al instante con sólo pulsar unas teclas de ordenador. No eran modernos.
Volvió a visualizar a su padre con los ojos de su infancia.
Acto seguido, pensó: «Las nuevas ideas no resultan verdaderamente peligrosas. Son las viejas las que llevan siglos existiendo y absorben energías en cualquier entorno. Ideas vampiro.»
Vio el asesinato como un virus, inmune a todo antibiótico.
Sacudió la cabeza y advirtió que Martin sonreía de nuevo, observándolo mientras se debatía. Al cabo de un momento, el agente se desperezó, apoyó las manos en los brazos del sillón de cuero y se impulsó para ponerse de pie.
– Vaya a buscar sus cosas. Se hace tarde.
Martin juntó los informes y las fotografías, los guardó en su maletín y se encaminó a grandes zancadas a la salida. Clayton lo siguió a toda prisa. Cuando llegaron ante los detectores de metales, ambos hicieron un gesto de asentimiento a la bibliotecaria, que le devolvió al inspector sus armas, pero mantuvo una mano muy cerca del botón de alarma mientras se colocaba las sobaqueras bajo el abrigo.
– Vamos, Clayton -dijo Martin con gravedad y salió por las puertas a la noche color negro azabache, próxima al invierno, de aquel pueblo de Nueva Inglaterra-. Es tarde. Estoy cansado. Mañana nos espera un largo viaje, y alguien a quien tengo que matar.
4 Mata Hari
Susan Clayton observaba una estrecha columna de humo que se elevaba a lo lejos, enmarcada por el sol del ocaso, una raya negra que se arremolinaba perfilada contra el azul del cielo diurno. Apenas tomó conciencia de que algo se estaba quemando incontroladamente; en cambio, le chocó el insulto que el humo lanzaba contra el horizonte perfecto. Aguzó el oído, pero no percibió el sonido insistente de ninguna sirena que traspasara las ventanas de su despacho. Aquello no le parecía tan insólito; en algunas zonas de la ciudad era mucho más común, y considerablemente más razonable, por no decir económico, dejar simplemente que el edificio incendiado quedase reducido a cenizas, antes que poner en peligro la vida de bomberos y agentes de policía.
Giró en su silla y paseó la vista por el ajetreo vespertino que reinaba en la oficina de la revista. Un guardia de seguridad con un fusil de asalto al hombro se preparaba para escoltar al aparcamiento a los empleados que estaba reuniendo en un grupo pequeño y compacto. Por un instante, le recordaron a Susan un banco de peces que se arracimaban en una masa densa para protegerse de un depredador. Sabía que era el pez lento, el solitario, el que dejaban atrás todos los demás, el que acababa devorado. Esta idea hizo que sonriese y dijese para sus adentros: «Más vale nadar deprisa.»
Uno de sus compañeros, el redactor de las páginas de sociedad, asomó la cabeza por la abertura del pequeño cubículo donde trabajaba Susan.
– Vamos, Susan, recoge tus trastos. Es hora de irse.
Ella negó con la cabeza.
– Antes quiero terminar un par de cosas -repuso.
– Las tareas que parece necesario terminar hoy bien pueden ser las que comencemos mañana. Un poco de sabiduría para nuestras condiciones actuales. Una máxima que rija nuestras vidas.
Susan sonrió, pero hizo un leve gesto de rechazo con la mano.
– Sólo me quedaré un ratito más.
– Pero te quedarás sola -señaló él-, y eso nunca es bueno. Más vale que los de seguridad sepan que estás aquí. Y no olvides cerrar las puertas con llave y activar las alarmas.
– Ya conozco el paño -aseguró ella.
El redactor vaciló. Era un hombre mayor, con mechones blancos y una barba entreverada de canas. Ella sabía que era un profesional consolidado y que había tenido un puesto destacado en el Miami Herald hasta que su adicción a las drogas se lo había arrebatado y lo había relegado a escribir notas sobre la clase alta de la ciudad para la revista semanal en la que ambos trabajaban. Él realizaba esta labor con una minuciosidad tenaz pero desprovista de pasión, aunque no de un humor sarcástico muy valorado. Cobraba por ello un sueldo que repartía rápida y diligentemente en partes iguales: una para su ex mujer, otra para sus hijos y el resto para la cocaína. Susan sabía que en teoría él se había desenganchado, pero más de una vez lo había visto salir del aseo de caballeros con unas motas de polvo blanco en los pelos del bigote. Ella fingía no darse cuenta, como habría hecho con cualquier otra persona, pues era consciente de que comentar algo al respecto implicaría meterse en su vida, aunque sólo fuera un poco, y no estaba dispuesta a caer en eso.
– ¿No te preocupa el peligro? -preguntó él.
Susan sonrió, como para decirle que no había por qué preocuparse, cosa que por supuesto ambos sabían que era mentira.
– Lo que tenga que pasar, pasará -sentenció-. A veces pienso que nos pasamos tanto tiempo tomando precauciones contra eventualidades terribles que no nos queda gran cosa que valga la pena.
El redactor sacudió la cabeza, pero soltó una risita. -Ah, una mujer aficionada a los acertijos y a la filosofía -observó-. No, creo que te equivocas. En otra época uno podía dejar las cosas más o menos al arbitrio del destino, y lo más probable era que no pasara nada malo. Pero eso fue hace años. Las cosas ya no funcionan así.
– Aun así, prefiero correr el riesgo -replicó Susan-. Puedo manejarme sola.
El redactor se encogió de hombros.
– ¿Qué es lo que tienes que hacer? -preguntó, molesto-. ¿Qué te impulsa a quedarte aquí cuando todos los demás se han largado? ¿Qué atractivo tiene para ti esta mierda de lugar? No puedo creer que la benevolencia de nuestro jefe te tenga tan embelesada como para arriesgar el pellejo a mayor gloria de la Miami Magazine.
– Tienes razón. Dicho así… -respondió ella-. Pero quiero añadir un enigma especial a mi último pasatiempo, y todavía estoy trabajando en él.
El redactor asintió con la cabeza.
– ¿Un enigma especial? ¿Algún mensaje para un nuevo admirador?
– Supongo.
– ¿De quién se trata?
– He recibido en casa una carta en clave -explicó ella-, y he pensado seguirle el juego a esa persona.
– Suena interesante, pero peligroso. Ten cuidado.