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– Siempre lo tengo.

El redactor miró el humo que seguía elevándose tras ella, aparentemente casi al alcance de la mano, justo al otro lado del cristal de la ventana, como si esta escena fuera una naturaleza muerta que plasmaba el abandono urbano.

– A veces me da la impresión de que no puedo seguir respirando -comentó.

– ¿Cómo dices?

– A veces creo que no podré tomar aliento, que hará demasiado calor para inspirar. O que habrá demasiado humo y me ahogaré. O que el aire estará infestado de alguna enfermedad virulenta y que me pondré a toser sangre de inmediato.

Susan no contestó, pero pensó: «Entiendo muy bien a qué te refieres.»

El redactor no apartó la vista de la ventana que ella tenía a su espalda.

– Me pregunto cuánta gente morirá ahí fuera esta noche -dijo en un tono suave y ausente que daba a entender que no esperaba respuesta. Luego echó la cabeza adelante y atrás repetidamente, como un animal que intenta espantar un insecto fastidioso-. No vayas a convertirte en una estadística -le advirtió de pronto, adoptando un tono paternal-. Cíñete a los horarios establecidos. No salgas sin escolta. Permanece alerta, Susan. Permanece a salvo.

– Ésa es mi intención -afirmó ella, preguntándose si realmente lo pensaba.

– Al fin y al cabo, ¿dónde encontraríamos a otra reina de los rompecabezas? ¿Qué nos ofrecerás esta semana? ¿Algún enigma matemático o literario?

– Literario -contestó ella-. He ocultado media docena de palabras clave de parlamentos célebres de Shakespeare en un diálogo inventado entre un par de amantes. El juego consistirá en reconocer qué palabras son del Bardo y en identificar las obras en las que aparecen.

– ¿Un personaje dirá algo así como «no seré yo quien lo niegue», donde la frase oculta sería «no ser», del «ser o no ser»?

– Sí -respondió ella-, sólo que esa frase en particular sería demasiado fácil de detectar para mis lectores.

El redactor sonrió.

– «Si es más noble para el alma soportar las flechas y pedradas de la áspera Fortuna o…» ¿Cómo sigue? Nunca consigo acordarme.

– ¿Nunca?

– Así es -dijo él, sin dejar de sonreír-. Soy demasiado tonto. Demasiado inculto. Y demasiado impaciente. No tengo suficiente capacidad de concentración. Seguramente debería tomar algo para remediar eso. Soy sencillamente incapaz de sentarme y resolver los acertijos como haces tú. Resulta demasiado frustrante.

Ella no supo qué contestar.

– En fin -dijo él, encogiéndose de hombros-, no te vayas a dormir muy tarde. Este año todavía no han violado ni asesinado a ninguno de los que trabajamos aquí, al menos hasta donde se sabe, y a dirección le gustaría que eso no cambiara. Cuando termines, envía un mensaje de busca junto con tu archivo, para que los encargados de composición no la caguen de nuevo. La semana pasada pasaron por alto tres correcciones que les mandamos tarde.

– Así lo haré, pero a esos chicos les caigo bien, ¿sabes? No me conocen, pero creo que me aprecian. Recibo constantemente mensajes de admiración por correo electrónico.

– Es por tu seudónimo, misterioso, con un toque exótico al estilo de Oriente Medio, velado y esquivo. Evoca en la gente imágenes de secretos perdidos en el pasado. Resulta de lo más sexy, Mata Hari.

Susan sacó del cajón del escritorio unas gafas para leer que usaba rara vez pero que necesitaba de cuando en cuando. Se las puso, apoyándolas en la punta de la nariz.

– Ya me ves -dijo-. Tengo más pinta de institutriz antigua que de espía, ¿no crees?

El redactor se rio y se despidió agitando ligeramente la mano antes de marcharse.

Poco después, el guardia de seguridad asomó la cabeza al interior del cubículo.

– ¿Va a quedarse hasta tarde? -preguntó con un deje de incredulidad en la voz.

– Sí. No mucho rato. Le llamaré cuando necesite escolta.

– Nos vamos a las siete -dijo él-. Después sólo queda el vigilante nocturno, y no está autorizado para realizar labores de escolta. De todos modos, lo más probable es que le pegue un tiro cuando baje en el ascensor, porque estará cagado de miedo cuando se dé cuenta de que hay alguien más en el edificio.

– No tardaré mucho. Y le avisaré antes de bajar.

El hombre se encogió de hombros.

– Es su pellejo -dijo, y la dejó sentada a su escritorio.

«Ya no debe uno quedarse solo -pensó ella-. No es seguro.

»Y la soledad es sospechosa.»

De nuevo echó un vistazo por la ventana. Los atascos del atardecer ya empezaban a formarse; largas colas de vehículos que pugnaban por alejarse del centro. El tráfico de aquella hora le recordó escenas de viejas películas del Oeste, en las que el ganado que se dirigía al norte, hacia su muerte sin saberlo, se asustaba de pronto, y el mar de reses lentas y mugidoras, presa de un pánico repentino, arrancaba a correr desbocadamente por el terreno mientras los vaqueros, héroes de esa versión estilizada de la historia, luchaban por recuperar el control de los animales. Observó los helicópteros de policía que sobrevolaban los embotellamientos como aves carroñeras en busca de cadáveres. A su espalda oyó un sonido metálico y supo que era el de las puertas del ascensor al cerrarse. De pronto podía palpar el silencio en la oficina, como una brisa procedente del mar. Cogió un bloc de notas amarillo y escribió en la parte de arriba: «Te he encontrado.»

Estas palabras volvieron a provocarle un escalofrío. Se mordió con fuerza el labio inferior y se dispuso a formular una respuesta, intentando decidir cuál sería la mejor manera de cifrar las frases que eligiera, pues quería comenzar a trazar en su cabeza un retrato de su corresponsal, y hacer que esta persona resolviera un acertijo ideado por ella la ayudaría a averiguar quién era ese que la había encontrado.

Susan Clayton, como su hermano mayor, todavía conservaba una figura atlética. Su deporte preferido había sido el salto de trampolín; le gustaba la sensación de abandono que experimentaba de pie en el extremo de la plataforma de tres metros, sola, en peligro, preparándose mentalmente antes de precipitar su cuerpo al vacío. Cayó en la cuenta de que muchas de las cosas que hacía -como quedarse en la oficina hasta tarde- eran muy similares. No entendía por qué se sentía atraída por el riesgo tan a menudo, pero era consciente de que gracias a esos momentos de alta tensión era capaz de llegar al final del día. Cuando conducía, casi siempre circulaba por los carriles sin límite de velocidad, a más de 160 kilómetros por hora. Cuando iba a la playa, se adentraba en las corrientes apartadas de la costa, poniendo a prueba su capacidad de resistir la fuerza de la resaca. No tenía novio formal, y rechazaba casi todas las propuestas de citas, pues sentía un vacío extraño en su vida e intuía que un desconocido, por muy entusiasta que fuera, constituiría una complicación añadida que no necesitaba. No ignoraba que, debido a su comportamiento, sus probabilidades de morir joven eran muy superiores a sus probabilidades de enamorarse, pero curiosamente estaba a gusto con esa situación.

A veces, cuando se miraba en el espejo, se preguntaba si las marcas de tensión en las comisuras de sus ojos y su boca eran consecuencia de su visión de la vida, propia de un paracaidista, en caída libre a través de los años. Lo único que temía era la muerte de su madre, que sabía inevitable y más inminente de lo que podía asimilar. En ocasiones le parecía que cuidar de su madre, una tarea que la mayoría habría considerado una carga pesada, era lo único que la motivaba a conservar su empleo y ese burdo remedo de vida normal.

Susan odiaba el cáncer con toda el alma. Habría deseado enfrentarse a él cara a cara, en un combate justo. Le parecía un cobarde, y disfrutaba los momentos en que veía a su madre luchar contra la enfermedad.

Echaba de menos a su hermano lo indecible.

Jeffrey provocaba en ella una maraña de sentimientos encontrados. Ella había llegado a contar hasta tal punto con su presencia durante su infancia compartida que cuando su hermano se marchó de casa el resentimiento se apoderó de ella. Había llegado a albergar una mezcla de envidia y de orgullo, y nunca había logrado entender del todo por qué ella nunca se había animado a dejar el nido. La erudición y la obsesión de su hermano por los asesinos la inquietaban. Se le antojaba complicado sentir miedo y a la vez atracción hacia la misma cosa, y la preocupaba que, de alguna manera desconocida para ella, resultara ser igual que él.