En los últimos años, cuando conversaban, ella se percataba de que se mostraba reservada, reticente a expresar sus emociones, como si quisiera que él la comprendiese lo menos posible. Le costaba contestar a sus preguntas sobre su trabajo, sus expectativas, su vida. Se limitaba a dar respuestas vagas, escondida tras un velo de medias verdades y detalles incompletos. Aunque se consideraba una mujer de personalidad bien definida, se presentaba ante su hermano como una figura etérea y anodina.
Y, lo que resultaba más curioso, había convencido a su madre de que ocultase a Jeffrey el alcance de su enfermedad. Había alegado algo así como que no quería causar trastornos en su vida con esa información, y que no debían implicarlo en el irregular pero inexorable avance de su muerte. Había asegurado que su hermano se preocuparía demasiado, que querría volver a Florida para estar con ellas, y que no había espacio para todos. Se empeñaría en replantear todas las decisiones terribles y dolorosas -sobre medicamentos, tratamientos y clínicas- que ellas ya habían tomado. Su madre había escuchado todos estos argumentos y de mala gana se había mostrado conforme, con un suspiro. A Susan este consentimiento tan rápido le pareció extraño. Llegó a la conclusión de que pretendía imponerse a la muerte de su madre. Era como si creyera que se trataba de algo amenazador, contagioso. Susan se mintió a sí misma al persuadirse de que algún día Jeffrey le daría las gracias por protegerlo de los horrores del declive.
De vez en cuando la asaltaba la idea de que se equivocaba al hacer eso. Entonces se sentía tonta también, e incluso, brevemente, desesperada en su aislamiento, y no sabía de dónde venía ese sentimiento ni cómo vencerlo. En ocasiones pensaba que había llegado a confundir la independencia con la soledad, y que ésa era la trampa en la que había caído.
Se preguntaba además si Jeffrey estaría atrapado también, y creía que se aproximaba rápidamente el momento en que tendría que preguntárselo.
Susan, sentada a su mesa, se puso a hacer garabatos con su pluma, dibujando círculos concéntricos una y otra vez, hasta que se encontraban rellenos de tinta y se habían convertido en manchas oscuras. En el exterior, la noche había envuelto por completo la ciudad; se divisaba algún que otro brillo anaranjado ahí donde se habían declarado incendios en el centro urbano, y el cielo se veía desgarrado con frecuencia por los reflectores de los helicópteros de la policía que rastreaban la delincuencia siempre presente. Se le antojaban pilares de luz celestial, proyectados hacia la tierra desde las tinieblas de lo alto. Al borde del campo de visión que le ofrecía la ventana, vislumbró unos arcos luminosos de neón que delimitaban las zonas acordonadas y, a través de la ciudad, un flujo continuo de faros en la autovía, como agua a través de los cañones de la noche.
Se volvió de espalda a la ventana y posó la mirada en su bloc.
«¿Qué necesitas saber?», se preguntó.
Y acto seguido, con la misma rapidez, se respondió: «Sólo hay una pregunta.»
Se concentró en esa única pregunta e intentó expresarla matemáticamente, pero descartó esa idea a favor de un enfoque narrativo. «La cuestión -pensó- es cómo formular la pregunta con sencillez y a la vez con dificultad.»
Se sonrió, ilusionada por la tarea.
Fuera, la guerra urbana nocturna proseguía sin tregua, pero ella ahora se hallaba ajena a los sonidos y las imágenes propios de aquella rutina de violencia, recluida en la oficina a oscuras, oculta entre sus libros de consulta, enciclopedias, anuarios y diccionarios. Cayó en la cuenta de que se estaba divirtiendo al esforzarse en expresar la pregunta de formas diferentes y conseguirlo por medio de citas célebres, aunque sin quedar del todo satisfecha con el resultado.
Se puso a tararear fragmentos de melodías reconocibles que se difuminaban y se desintegraban en sonsonetes mientras ella tomaba rumbos distintos en su intento de construir un rompecabezas. «La base es siempre lo que se conoce -pensó-: la respuesta. El juego consiste en construir el laberinto a partir de ella.»
Se le ocurrió una idea, y casi tiró al suelo su lámpara de escritorio al extender el brazo hacia uno de los muchos libros que rodeaban su espacio de trabajo.
Pasó las páginas rápidamente hasta que encontró lo que buscaba. Entonces se apoyó en el respaldo, meciéndose con la satisfacción de quien se ha dado un buen banquete.
«Soy una bibliotecaria de lo trivial -se dijo-. Historiadora de lo críptico. Erudita de lo oscuro. Y soy la mejor.»
Susan anotó la información en su bloc amarillo y se preguntó cuál sería la mejor manera de ocultar lo que tenía delante. Estaba absorta en su tarea cuando oyó el ruido. Tardó varios segundos en cobrar conciencia de que un sonido había penetrado en el aire que la rodeaba. Era una especie de chirrido, como de una puerta al abrirse o un zapato al rozar el suelo.
Se enderezó de golpe en su asiento. Se inclinó despacio hacia delante, como un animal, intentando captar el sonido en aquel silencio.
«No es nada», se dijo.
Sin embargo, alargó lentamente el brazo hacia abajo y extrajo una pistola de su bolso. La empuñó con la mano derecha e hizo girar su silla para quedar de cara a la entrada del cubículo.
Contuvo la respiración, aguzando el oído, pero lo único que percibió fue el repentino palpitar de sus sienes con la sangre que su corazón bombeaba a toda prisa. Nada más.
Escrutando en todo momento la oscuridad de la oficina, alzó con cuidado el auricular del teléfono. Sin mirar el teclado, marcó el código de seguridad del edificio.
La señal de llamada sonó una vez y contestó un guardia.
– Seguridad del edificio. Al habla Johnson.
– Soy Susan Clayton -susurró ella-, de la planta trece, oficinas de la Miami Magazine. Se supone que estoy sola.
La voz del guardia de seguridad habló en tono enérgico al otro lado de la línea.
– Me han pasado una nota que decía que usted sigue aquí. ¿Cuál es el problema?
– He oído un ruido.
– ¿Un ruido? En teoría ahí no hay nadie aparte de usted.
– ¿Personal de limpieza, tal vez?
– Antes de medianoche, no.
– ¿Alguien de otras oficinas?
– Ya se han ido todos a casa. Está usted sola, señora.
– ¿Podría usted comprobarlo en sus pantallas y sus sensores de calor?
El guardia soltó un gruñido, como si lo que ella le pedía implicara mayor complicación que accionar unos pocos interruptores en un teclado de ordenador.
– Ah, estoy viendo la imagen de la planta trece, ahí está usted. ¿Eso que lleva es una automática?
– Siga buscando.
– Estoy girando la cámara. Joder, con toda la mierda que tienen ustedes ahí, podría haber un tipo escondido bajo una mesa y no habría forma de que yo lo viera.
– Compruebe los sensores de calor.
– Eso hago. Vamos a ver… Bueno, tal vez… nah, lo dudo.
– ¿Qué?
– Bueno, la percibo a usted y a su lámpara. Y varios compañeros suyos se han dejado encendido el ordenador, lo que siempre da una lectura engañosa. Ahora detecto una fuente de calor que podría ser otra persona, señora, pero no hay nada que se mueva. Seguramente no es más que el calor residual de otro ordenador. Ojalá la gente se acordara de apagar esos trastos. Desbarajustan los sensores una barbaridad.
Susan se percató de que los nudillos se le estaban poniendo blancos por sujetar el arma con tanta fuerza.