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– Siga comprobando.

– No hay nada más que comprobar. Está sola, señora. O bien quien quiera que se encuentre allí con usted está escondido tras un terminal de ordenador sin mover un dedo, casi sin respirar y esperando, porque sabe cómo funciona nuestro sistema de seguridad y además nos está oyendo hablar. Eso es lo que yo haría -aseguró el guardia-. Hay que ser muy sigiloso. Pasar de una fuente de calor a otra sin hacer nada de ruido y despachar el asunto enseguida. Quizá le convenga cargar esa pistola, señora.

– ¿Puede usted subir?

– Eso no forma parte de mis obligaciones, es cosa de los escoltas. Puedo acompañarla al aparcamiento, pero para eso tiene usted que bajar por su cuenta. Yo no subiré hasta que lleguen los de limpieza. Esos chicos van bien armados.

– Mierda -musitó Susan.

– ¿Cómo dice? -preguntó el guardia.

– ¿Sigue sin ver nada?

– En la imagen de vídeo, nada, pero tampoco es que funcione muy bien. Y el detector de calor sólo me da las mismas lecturas dudosas. ¿Por qué no se va caminando despacito hacia el ascensor mientras yo la vigilo a través de la cámara?

– Antes tengo que terminar una cosa.

– Bueno, usted misma.

– ¿Puede seguir vigilándome? Será sólo un par de minutos.

– ¿Lleva usted cien pavos que le sobren?

– ¿Qué?

– La vigilaré mientras termina. Le costará cien pavos.

Susan reflexionó por unos instantes.

– De acuerdo. Trato hecho.

El guardia se rio.

– Dinero fácil.

Ella oyó otro sonido.

– ¿Qué ha sido eso?

– Yo, que he hecho girar otra cámara a distancia -explicó el guardia.

Susan depositó la pistola sobre el escritorio, junto al teclado de su ordenador, y, a su pesar, soltó la culata. Le costó más aún dar media vuelta en su asiento y volver la espalda a la entrada de su cubículo y a lo que fuera que había hecho el sonido que había oído.

Quizá fuera una rata, pensó. O incluso sólo un ratón. O nada. Inspiró lentamente, intentando controlar su pulso acelerado, y notando el sudor pegajoso en la parte posterior de su delgada blusa. «Estás sola -se dijo-. Sola.» Encendió la pantalla del ordenador e introdujo rápidamente la información necesaria para enviar un mensaje al departamento de composición electrónica. Puso como encabezamiento su identificación, «Mata Hari», y escribió rápidamente las instrucciones para los cajistas.

Acto seguido, tecleó:

Dedicado especialmente para mi nuevo corresponsaclass="underline" Rock Tom setenta y uno segunda cancha cinco.

Hizo una pausa, mirando las palabras por un momento, satisfecha de su creación. Acto seguido, envió el mensaje. En cuanto el ordenador le indicó que el documento había sido expedido y recibido, giró en su silla y, en el mismo movimiento, cogió la pistola automática.

La oficina parecía en calma, y ella repitió para sus adentros que se encontraba sola. Sin embargo, no logró convencerse de ello, y pensó que el silencio, al igual que un espejo deformante, a veces podía ser engañoso. Levantó la vista hacia la cámara de videovigilancia que la enfocaba e hizo un leve gesto al guardia, que esperaba que estuviese atento. Con su mano libre empezó a recoger sus cosas y a meterlas en una mochila que se echó al hombro. Mientras se levantaba de su asiento, alzó la pistola, sujetándola con ambas manos, en posición de disparar. Respiró hondo, para relajarse, como un tirador un milisegundo antes de apretar el gatillo. Luego, con movimientos lentos y la espalda pegada a la pared siempre que le era posible, inició cautelosamente el trayecto de vuelta a casa.

5 Siempre

A poco más de un kilómetro de la casa donde vivía con su madre, Susan Clayton mantenía su lancha amarrada a un muelle destartalado. El embarcadero tenía un aspecto encorvado e inestable, como un caballo camino de la fábrica de cola, y daba la impresión de que la próxima vez que soplara el viento o se desatara una tormenta sus piezas saldrían volando. Sin embargo, ella sabía que había sobrevivido a cosas peores, lo que, a sus ojos, era todo un logro en aquel mundo efímero en que vivía. Para ella el muelle era como los mismos Cayos: tras una imagen de decrepitud escondían una resistencia, una fuerza muy superiores a las que parecía tener. Ella esperaba ser así también.

La lancha también estaba anticuada, pero inmaculada. Tenía cinco metros y medio de eslora, el fondo plano, y era de un blanco radiante. Susan se la había comprado a la viuda de un guía de pesca jubilado que había muerto lejos de las aguas donde había trabajado durante décadas, en un hospital de Miami para enfermos terminales, semejante a aquel en que ella se negaba a ingresar a su madre.

Bajo sus pies, la arena pedregosa y los trozos de conchas blanqueadas que recubrían el camino crujían con cada paso. Aquel sonido familiar le resultaba reconfortante. Faltaban pocos minutos para el amanecer. La luz despuntaba amarilla, como teñida de indecisión o remordimiento por desprenderse de la oscuridad; un momento en el que lo que queda de la noche parece extenderse por el agua, tornándola de un color negro grisáceo y brillante. Ella sabía que el sol tardaría aún una hora en elevarse lo suficiente para bañar de luz el mar y transformar los canales poco profundos de los Cayos en una paleta cambiante, líquida y opalescente de azules.

Susan dobló la espalda para protegerse del aire fresco y húmedo, un falso frío que ella atribuía a la hora de la madrugada y que no encerraba promesas de aliviar el calor sofocante que pronto se apoderaría del día. En los últimos tiempos siempre hacía calor en el sur de Florida, un bochorno constante que daba lugar a tormentas más fuertes y violentas e impulsaba a la gente a guarecerse en refugios con aire acondicionado. Ella recordaba que, cuando era más joven, incluso notaba los cambios de estación, no como en el nordeste, donde había nacido, o más al norte, en las montañas de las que su madre le hablaba con tanta nostalgia mientras se preparaba para la muerte, sino a la manera característica del sur, reparando en un leve decrecimiento de la intensidad del sol, una insinuación en la brisa, que le indicaba que el mundo estaba en un momento de cambio. Pero incluso esa modesta sensación de transformación había desaparecido en los últimos años, perdida en historias interminables sobre cambios climáticos a escala mundial.

La ensenada que tenía salida a los extensos bancos de arena estaba desierta. Había marea muerta, y el agua oscura estaba en calma, como una bola negra de billar. Su lancha flotaba a un costado del muelle, y las amarras de proa y de popa se hallaban laxamente enrolladas sobre la cubierta reluciente de rocío. El motor grande de doscientos caballos centelleaba, reflejando los primeros rayos de luz. Al mirarlo, le recordó la mano derecha de un buen púgil, en guardia, inmóvil, apretada en un puño, aguardando la orden de salir disparada hacia delante.

Susan se acercó a la lancha como si de una amiga se tratara.

– Necesito volar -le dijo en voz baja-. Hoy quiero velocidad.

Colocó a toda prisa un par de cañas de pescar en soportes bajo la regala de estribor. Una era corta, con carrete de bobina giratoria, que llevaba por su eficacia y simplicidad; la otra era una caña de pesca con mosca, más larga y estilizada, que satisfacía su necesidad de darse un capricho. Revisó a conciencia la pértiga de grafito, sujeta a unos soportes retráctiles de cubierta y que era casi tan larga como la misma lancha de cinco metros y medio. Luego repasó rápidamente la lista de seguridad, como un piloto minutos antes del despegue.

Razonablemente convencida de que todo estaba en orden, soltó las amarras, apartó la embarcación del muelle de un empujón y accionó el mecanismo eléctrico que bajó el motor al agua con un zumbido agudo. Susan se acomodó en su asiento y tocó automáticamente la palanca de transmisión para asegurarse de que estuviese en punto muerto y arrancó el motor. Traqueteó por un momento haciendo el mismo ruido que una lata llena de piedras agitada violentamente, y luego se puso en marcha con un gorgoteo agradable. Ella dejó que la lancha avanzara despacio por la ensenada, deslizándose por el agua con la suavidad con que unas tijeras cortan la seda. Alargó la mano hacia un compartimento pequeño para sacar un par de protectores auditivos que se colocó en la cabeza.