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Cuando la embarcación llegó al final del canal y dejó atrás la última casa construida junto al brazo de mar, empujó el acelerador hacia el frente, y la proa se levantó por un instante mientras el motor, situado justo detrás de ella, rugía a placer. Después, casi tan rápidamente como se había elevado, la proa descendió y la lancha salió propulsada, planeando sobre las aguas que semejaban tinta negra, y de pronto Susan se vio completamente engullida por la velocidad. Se inclinó hacia delante contra el viento que le inflaba los carrillos mientras respiraba a grandes bocanadas el frescor de la mañana; los protectores de los oídos amortiguaban el ruido del motor, que quedaba reducido a un golpeteo de timbales sordo y seductor a su espalda.

Imaginó que algún día lograría correr más que el amanecer.

A su derecha, en los bajíos que rodeaban el islote de un manglar, divisó a un par de garzas totalmente blancas que acechaban a unos sargos, moviendo sus patas larguiruchas y desgarbadas con un sigilo exagerado, como un par de bailarines que no se sabían muy bien los pasos. Delante de ella, alcanzó a vislumbrar el dorso plateado de un pez que saltaba fuera del agua, asustado. Con un leve toque de timón, la lancha prosiguió su carrera, alejándose de la costa hacia la campiña del otro lado, surcando las aguas entre islotes cubiertos de una vegetación verde y exuberante.

Susan navegó a toda velocidad durante casi media hora, hasta asegurarse de estar lejos de cualquiera lo bastante osado para exponerse al calor del día. Se hallaba cerca del punto en que la bahía de Florida se curva tierra adentro y se encuentra con la ancha boca de los Everglades. Es un lugar de lo más incierto, que da la impresión de no saber si forma parte de la tierra o del mar, un laberinto de canales e islas; un lugar en el que los inexpertos se pierden fácilmente.

A Susan le llamaba la atención la antigüedad de los espacios vacíos donde el cielo, los manglares y el agua se juntaban. En el paisaje que la rodeaba no había un solo elemento moderno, únicamente la vida tal y como se había desarrollado hacía millones de años.

Redujo gas, y la lancha vaciló en el agua como un caballo súbitamente refrenado. Apagó el motor, y la embarcación se deslizó hacia delante en silencio. El agua bajo la proa cambió cuando la lancha pasó sobre el límite de un bajío que se extendía una milla a lo largo de un islote de manglar poco elevado. Una bandada de cormoranes echó a volar desde las ramas retorcidas de la costa. Eran unas veinte aves, y sus negras siluetas se recortaban contra la luz de la mañana mientras revoloteaban y remontaban el vuelo. Susan se puso de pie y se quitó los protectores auditivos, escudriñando con la mirada la superficie del agua, para después alzarla hacia el cielo. El sol se había hecho amo y señor; la claridad iridiscente y pertinaz casi resultaba dolorosa al reverberar en las aguas que rodeaban la lancha. Notaba el calor como si un hombre la asiese del cogote.

Extrajo de un compartimento situado bajo el tablero de transmisión un tubo de protector solar, y se lo aplicó generosamente en el cuello. Llevaba un mono de algodón color caqui, un atuendo de mecánico. Se desabrochó los botones del peto y dejó caer el traje sobre la cubierta, quedándose desnuda de repente. Dio unos pasos, dejando tras de sí la ropa en el suelo, y se entregó al sol como a un amante ávido, sintiendo que sus rayos intensos incidían en sus pechos, entre las piernas y le acariciaban la espalda. Luego untó más protector solar sobre toda su desnudez, hasta que su cuerpo relucía tanto como la superficie del bajío.

Estaba sola. No se oía sonido alguno, salvo el chapoteo del agua contra el casco de la embarcación.

Se rio en voz alta.

Si hubiese existido una manera de hacerle el amor a la mañana, ella la habría puesto en práctica; en cambio, dejó que se le acelerase el pulso de la emoción, volviéndose a medida que el sol la cubría.

Permaneció así durante unos minutos. En su fuero interno, les habló al sol y al calor. «Seríais peor que cualquier hombre -decía- me amaríais, pero luego os llevaríais más de lo que os corresponde, me quemaríais la piel y me haríais envejecer antes de tiempo.» De mala gana, llevó la mano al compartimento y sacó una capucha de polipropileno negro fino, como las que usan los aventureros en el Ártico debajo de otras capas de ropa. Se la puso en la cabeza, de modo que sólo sus ojos quedaban al descubierto, lo que le daba aspecto de ladrona. Rebuscando, encontró una vieja gorra de béisbol verde y naranja de la Universidad de Miami y se la encasquetó hasta las orejas. Acto seguido, se puso unas gafas de sol polarizadas. Se dispuso a vestirse de nuevo con el mono, pero cambió de idea.

«Un pescado -se dijo-. Pescaré uno desnuda.»

Consciente de su apariencia ligeramente ridícula, con la cabeza y el rostro totalmente tapados y el resto del cuerpo en cueros, soltó una fuerte carcajada, extrajo las dos cañas de sus soportes, las dejó a mano, cogió la pértiga y trepó a la plataforma de popa, una superficie elevada y pequeña situada sobre el motor, que le proporcionaba un mejor control de la embarcación. Poco a poco, sirviéndose de la larga vara de grafito, maniobró para impulsar la lancha por el agua poco profunda.

Esperaba ver algún que otro pez zorro sacar la cola mientras escarbaba en la arena cenagosa del fondo en busca de camarones o cangrejos pequeños. Eso le habría gustado; eran peces muy honorables, capaces de alcanzar velocidades increíbles. Siempre podía aparecer también una barracuda; permanecían en el agua opaca prácticamente inmóviles, agitando sólo de vez en cuando las aletas para indicar que no formaban parte de aquel medio líquido. Se le figuraban gánsteres, con sus dientes afilados y amenazadores, y luchaban con fiereza cuando quedaban prendidos al anzuelo. Sabía que avistaría tiburones medianos merodeando por los alrededores del banco de arena como matones de patio de colegio, buscando un desayuno fácil.

Hundió la pértiga en el agua silenciosamente, y la lancha continuó su avance.

– Vamos, peces -dijo en voz alta-. ¿Hay alguien aquí esta mañana?

Lo que vio la hizo inspirar con fuerza y mirar dos veces para confirmar su primera impresión.

A unos cincuenta metros, nadando en un paciente zigzag en aguas que no llegaban a un metro de profundidad, estaba la inconfundible silueta en forma de torpedo de un tarpón grande. Medía cerca de dos metros de largo, y debía de pesar más de cincuenta kilos. Era demasiado voluminoso para estar en el bajío, y tampoco era temporada; los tarpones emigraban en primavera, en bancos numerosos que se dirigían hacia el norte sin detenerse. Ella había pescado unos cuantos, en canales ligeramente más profundos.

Pero éste era un pez grande, fuera de lugar y de tiempo, que iba directo hacia ella.

Rápidamente hincó la punta aguzada de la pértiga en el fondo arenoso y ató una cuerda al otro extremo, de modo que sujetase la lancha como un ancla. Con cautela, bajó de un salto de la plataforma y agarró la caña para pescar con mosca, cruzó la embarcación y subió a la proa en un solo movimiento. Alcanzó a ver la enorme mole del pez antes de que se sumergiera, propulsado inexorablemente por la cola en forma de guadaña. De cuando en cuando, el sol le arrancaba algún destello al costado plateado del animal, como explosiones submarinas.

Soltó hilo. La caña que empuñaba era más adecuada para un pez diez veces más pequeño que el que nadaba hacia ella. Tampoco creía que el tarpón fuera a tragarse el pequeño cangrejo artificial sujeto al extremo del sedal. Aun así, eran los únicos instrumentos que llevaba que podrían dar resultado y, aunque el fracaso fuera inevitable, quería intentarlo.