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El pez se hallaba a treinta metros, y, por unos instantes, Susan se maravilló de la incongruencia de la situación. Notaba que el pulso redoblaba en su interior como un tambor.

Cuando el animal estaba a veinticinco metros, se dijo: «Demasiado lejos todavía.»

Cuando estaba a veinte, pensó: «Ahora estás a mi alcance.» Echó hacia atrás la caña ligera y semejante a una varita, que lanzó al cielo un leve silbido mientras el sedal describía un arco extenso sobre su cabeza. Sin embargo, se obligó a esperar unos segundos más.

El pez se encontraba a quince metros de ella cuando soltó el hilo con un pequeño gemido y lo observó volar sobre el agua, ponerse tirante y finalmente posarse sobre la superficie, al tiempo que el cangrejo de imitación caía al agua a cerca de un metro del morro del tarpón.

El pez se abalanzó hacia delante sin dudarlo.

La súbita acometida sobresaltó a Susan, que soltó un gritito de sorpresa. El pez no sintió el anzuelo de inmediato, y ella tragó saliva, esperando, mientras el sedal se le tensaba en la mano. Entonces, con un alarido, tiró de él con fuerza, echando la caña hacia atrás y hacia su izquierda, en dirección contraria al pez. Notó que el anzuelo prendía.

Ante ella, el agua estalló y surgió una masa de blanco plateado.

El pez se retorció una vez, reaccionando al insulto del anzuelo; Susan vio las fauces abiertas del tarpón. Acto seguido, el animal dio media vuelta y se alejó a toda velocidad, en busca de aguas más profundas. Ella sostuvo la caña por encima de su cabeza, como un sacerdote con un cáliz, y el carrete empezó a emitir chillidos de protesta mientras de él salían metros y metros de un hilo fino y blanco.

Con la caña en alto en todo momento, Susan se dirigió trabajosamente a la parte posterior de la lancha y soltó la cuerda que la sujetaba a la pértiga, de modo que la embarcación dejó de estar anclada.

Cayó en la cuenta de que, al cabo de un minuto, el pez se habría llevado todo el sedal, y pocos segundos después ya no quedaría nada que llevarse. El pez continuaría su avance imparable y escupiría el anzuelo, rompería la parte más fina del aparejo o simplemente se robaría los doscientos cincuenta metros de hilo. Luego, se alejaría nadando, con la mandíbula un poco dolorida, pero apenas cansado, a menos que ella lograse hacerlo girar de alguna manera. Dudaba que fuera posible, pero, si el pez remolcaba la lancha en vez de hacer fuerza contra el ancla, ella quizá podría arreglárselas para forzarlo a detenerse y luchar.

Susan sentía la energía del tarpón palpitar a través de la caña, y aunque no albergaba esperanzas, pensó que incluso cuando se está condenado al fracaso, vale la pena poner en práctica todo lo que uno sabe para que, cuando llegue la derrota inevitable, tenga al menos la satisfacción de saber que hizo cuanto estaba en su mano por evitarlo.

La lancha había virado, arrastrada por el pez.

Todavía desnuda, notando que le corrían gotas de sudor bajo los brazos, se encaramó de nuevo a la proa. Advirtió que ya no quedaba sedal en el carrete, y pensó: «Ahora es cuando pierdo esta batalla.»

Entonces, para su sorpresa, el pez volvió la cabeza a pesar de todo.

Ella vio un geiser elevarse a lo lejos cuando el tarpón se lanzó hacia el cielo, para cernerse en el aire, retorciéndose al sol, antes de caer al agua con gran estrépito.

Susan se oyó a sí misma proferir un grito, pero esta vez no de sorpresa, sino de admiración.

El tarpón siguió saltando, girando y dando volteretas, agitando la cabeza adelante y atrás mientras se debatía en el extremo del sedal.

Por un momento ella se dio el lujo de narcotizarse con la esperanza, pero luego, casi con la misma rapidez, desechó esta idea. Aun así, comprendió algo: «Es un pez fuerte, y en realidad yo no tenía derecho a mantenerlo cautivo ni siquiera durante este rato.» Se inclinó hacia atrás, tirando de la caña para intentar recuperar algo de sedal, rezando por que el pez no se precipitase de nuevo hacia delante, pues eso pondría fin a la lucha.

No fue consciente de cuánto tiempo permanecieron los dos enzarzados en ese forcejeo: la mujer desnuda en la cubierta de la embarcación, gruñendo por el esfuerzo, el pez plateado emergiendo una y otra vez entre grandes columnas de agua. Ella luchaba como si los dos estuvieran solos en el mundo, resistiendo cada tirón distante del pez hasta que los músculos de los brazos le dolían de forma casi insoportable y temió que le diera un calambre en la mano. El sudor le picaba en los ojos; se preguntó si habrían transcurrido quince minutos, luego recapacitó y se dijo que no, que había pasado una hora, o quizá dos. Después, al borde del agotamiento, intentó persuadirse de que no podía ser tanto rato.

Con un sonoro quejido, continuó batallando.

Notó que un estremecimiento recorría todo el sedal y el cuerpo de la caña, y a lo lejos divisó de nuevo al pez plateado, que saltaba rodeado de un manto de agua blanca. Luego, curiosamente, percibió cierta laxitud, y la caña, que estaba curvada en una C trémula, se enderezó de golpe. Susan profirió un grito ahogado.

– ¡Maldita sea! -exclamó-. ¡Se ha ido!

Entonces, casi en el mismo segundo, se dio cuenta: no.

Y se alarmó: «Viene hacia mí a todo trapo.»

La mano izquierda que tenía sobre el carrete estaba rígida a causa de los calambres. La golpeó tres veces contra su muslo, intentando doblarla, y acto seguido se puso a recoger frenéticamente el sedal. Enrolló cincuenta metros, cien. Alzó la cabeza y, al ver al pez acercarse con rapidez, continuó dando vueltas a la bobina desesperadamente.

El animal se encontraba a unos setenta y cinco metros cuando vislumbró por fin una segunda figura que lo perseguía. En ese instante entendió por qué el pez había emprendido esa carrera de vuelta hacia la lancha. Notó una terrible sensación de quietud en su interior mientras medía a ojo aquella enorme mancha oscura en el agua, el doble de grande que su tarpón. Era como si alguien hubiese arrojado tinta negra sobre el paisaje perfecto de algún viejo maestro de la pintura.

El tarpón, presa del pánico, se elevó de nuevo en el aire y se recortó contra el cielo, quizás a dos metros por encima del azul ideal del agua.

Ella dejó de devanar el sedal y se quedó mirando, paralizada.

La figura ganaba terreno inexorablemente, de modo que durante un segundo el plateado prístino del pez pareció fundirse con el negror del pez martillo. Se produjo otra explosión en la superficie, otra masa de agua se elevó en el aire, seguida de una espuma blanca, según alcanzó a ver ella, teñida de rojo.

Bajó la caña, y el hilo quedó colgando del extremo.

El agua continuaba hirviendo, como una cacerola puesta al fuego. Después, casi con la misma celeridad, se apaciguó, como una balsa de aceite sobre la superficie. Se colocó la mano en la frente a modo de visera, pero apenas logró entrever la figura negra, que volvía a las profundidades, difuminándose hasta desaparecer como un pensamiento perverso en medio de un jolgorio. Susan se quedó de pie sobre la proa, respirando agitadamente. Tenía la sensación de haber presenciado un asesinato.

Luego, despacio, acometió la tarea de recoger el sedal. Notaba un peso en el otro extremo, que arrastraba por el agua, y sabía con qué se iba a encontrar. El pez martillo le había cercenado el cuerpo al tarpón unos treinta centímetros por debajo de la cabeza, que seguía enganchada al anzuelo. Izó el macabro trofeo. Se agachó sobre el costado de la embarcación con la intención de desprender el anzuelo, aún clavado en la resistente mandíbula del pez muerto. Sin embargo, no soportaba la idea de tocarlo. En cambio, retrocedió hasta el tablero de mandos y encontró un cuchillo de pesca, con el que cortó la parte más fina del hilo. Por un instante, vio la cabeza y el torso del tarpón descender hacia el fondo hasta perderse de vista.

– Lo siento, pez -dijo en alto-. De no haber sido por mi ambición, seguirías vivo. No tenía derecho a atraparte ni a agotarte. Para empezar, ni siquiera tenía derecho a luchar contigo. ¿Por qué simplemente no has escupido el maldito anzuelo, como te convenía, o roto el sedal? Eras lo bastante fuerte. ¿Por qué no has hecho lo que sabías que debías, en vez de convertirte en una presa? Yo te he ayudado, y lamento sinceramente, pez, haber ocasionado que te devorasen. Ha sido culpa mía; tú no lo merecías.